Puedo decir sin ninguna reserva que ya no me agrada nuestra actitud de clasificarnos en categorías. Ayer recordé la introducción de un libro que leí unos años atrás, donde el autor se cuestionaba la opinión de los cangrejos, al enterarse que los categorizábamos como crustáceos.
Ya la historia nos ha impuesto criterios claves para la supervivencia en sociedad. En épocas anteriores y por necesidad, la división de una comunidad estaba determinada por la labor que se asumía dentro de ella, este concepto fue mutando al rol que ejercía cada persona en la economía, a las riquezas o tierras obtenidas, el nivel intelectual, la familia a la que se pertenecía, la nacionalidad, la raza y hasta un sinnúmero de criterios que hicieron que la capacidad de crear categorías y clasificaciones dentro de la sociedad pareciese parte de nuestra esencia.
Algunas de estas categorías han sido naturales, es decir, por si solas surgieron, luego algún doctrinante o científico de la materia le pone un nombre evidente o llamativo y lo replica por el mundo como si fuese la última palabra frente al tema. Otras categorías son a propósito, las creamos para sentirnos distintos a otro grupo o sector social por el mero hecho de alimentar nuestro hambriento ego y así mostrarnos en mejor posición que otros.
No le veía problemas a establecer divisiones o clasificaciones a las cosas o personas, de hecho, ya estamos acostumbrados por naturaleza a segmentar, clasificar o categorizar, o como bien quieran llamarlo. El tema me comenzó a preocupar precisamente por la incidencia que esta costumbre tan cotidiana está teniendo al interior de nuestra sociedad.
Colombia no es ajena a ese concepto generalizado que se ha esparcido por el resto del mundo, acá nos inventamos el Sisbén, el sistema que Clasifica a la población en estratos o niveles socioeconómicos con el fin identificar las condiciones de vida de la población colombiana, y de esta manera dirigir los esfuerzos del estado a mejorar la calidad de vida a quienes realmente lo necesiten, y de paso oficializamos la evidente inequidad que se vive en el país. Por otro lado, nos damos golpes de pecho con nuestros credos religiosos: católicos, judíos, protestantes, islamista, carismáticos, mormones, ateos, agnósticos y otro sinfín de creencias. Llevamos a otro extremo las concepciones políticas, la división entre los conservadores o despectivamente llamados “godos”, y los liberales mal llamados “cachiporros”, libró en el siglo XX una guerra que dejó más de 14.000 personas muertas.
Ahora, y como si lo anteriormente mencionado no nos hubiese segregado suficiente, ha surgido una infortunada forma de división en nuestra Colombia, “los del sí” y “los del no”, o para ser más precisos, los que votaron afirmativamente para refrendar los acuerdos de paz entre el Estado colombiano y el grupo terrorista de las FARC el 2 de octubre de 2016 y los que lo hicieron de manera negativa. Aunque el sí no obtuvo las mayorías necesarias, el proceso siguió su rumbo a través de un mecanismo alterno para refrendar los acuerdos, pero las dinámicas de nuestra sociedad fueron permeadas por la polarización que generó la campaña por estas dos posturas.
El próximo año tendremos elecciones presidenciales y legislativas, el tema apenas está por coger incidencia, pues muchos aprovecharán para usar su posición como caballito de batalla… o de campaña.
Creo que ya es hora de superar los extremismos, que los políticos y sus adeptos entiendan que la cosa pública no debe ser asunto de solo desencuentros y eternas disensiones, ya basta de sobreponer los intereses personales y las estadísticas de popularidad y comencemos a trabajar desde la conciliación de posturas, comencemos a no dejarnos timar por las categorías que están creando caudillos para dividirnos, creámonos el cuento que somos una sola nación, que Colombia la construimos entre todos sin importar en qué categoría nos han encasillado o en cual terminamos encajando.