Me explico: en pocos países ocurren tantas cosas como en el nuestro. Pero a pesar de los hechos, que en otro país darían lugar a reclamos, manifestaciones públicas y protestas permanentes, a críticas y agudos reproches de analistas y medios de comunicación, y a procesos judiciales y políticos que traerían como consecuencia la cárcel de los responsables y la salida del Presidente, acá, repito, nada sucede.
Porque lo que entre nosotros ocurre no es normal aunque ya sea ordinario. El secuestro crece un 77%, la extorsión 15%, el homicidio 5,4%, los atentados contra oleoductos 56% y las confrontaciones entre grupos violentos 85%, todo mientras que ya no se hace erradicación de cultivos ilícitos y cerraremos el año con cultivos de coca y producción de cocaína aún mayores que los del 2023 que, a su vez, fueron los más altos de la historia (230.000 ha y 1.738 t). Mientras tanto, el gobierno le paga un millón de pesos a jóvenes «para que dejen de matar» mientras que se olvida de quienes se parten el lomo trabajando y cumplen con la ley, la mitad del país está en manos de los violentos y en varios departamentos del país las comunidades, instrumentalizadas por los violentos, expulsan a los militares sin que estos hagan nada distinto a dejarse desterrar. En algo más de un año de gobierno, en seguridad estamos retrocediendo más de veinte años. En paralelo, la Fuerza Pública está paralizada y con la moral por los suelos, mientras que el gobierno, con la excusa de la paz total, volvió corriente negociar con los mafiosos e incluso ha intentado liberarlos de las cárceles. Todo ello mientras que, para peor, hay indicios graves, confirmados por el hermano del Presidente, de que se ganó la presidencia por el apoyo, pactado en prisión, de los violentos. Es decir, las acciones del gobierno en materia de narcotráfico, o mejor, su inacción, más los esfuerzos por sacarlos de las penitenciarias, sería el pago por los favores recibidos en campaña.
Tampoco es usual la caída vertical de la economía, ni pasar de ser el país de la OCDE que más crecía en 2022, después de la pandemia, a estar ahora al borde de la recesión, que tengamos la cuarta inflación más alta del Continente (después de Argentina, Venezuela y Cuba), que la inversión esté cayendo el 11% (III trimestre) y, finalmente, el desempleo esté aumentando 0,5% en lo que va del año. Prácticamente todos los sectores caen, desde la vivienda hasta el comercio, pasando por la producción industrial, las exportaciones y las importaciones. Y la culpa es, en buena medida, del gobierno, que siembra incertidumbre con sus declaraciones y sus reformas, dinamitando la confianza indispensable para el buen desempeño de la economía. Todo ello mientras que decenas de billones de pesos pasan de manos privadas y productivas a las de un estado derrochador y corrupto. El presupuesto del Estado, 502,6 billones para 2024, ha crecido 152,6 billones nominales, un 43,5%, en apenas dos años. Mucha más plata dilapidada en funcionamiento (310 billones, el 18,3% del PIB), subsidios y corrupción, en lugar de estar contribuyendo al crecimiento, la productividad y la generación de empleo. Mientras tanto, le expiden certificado de defunción al sector vital de la economía, el minero petrolero, y, como vamos, a la empresa más grande e importante del país. Y como si fuera poco, se presentan reformas extremistas, altamente ideologizadas, criticadas sin excepción por los expertos, perdiendo décadas de avances.
Y no es corriente vivir en medio de escándalos, uno detrás de otro, de la mano del primogénito, el hermano, la esposa, la mano derecha y el consejero político por excelencia del Presidente, que sepamos que se violaron todas las reglas de financiación de campañas y los topes de gastos, que no se reportaron aportes de narcotraficantes y de contratistas y que estos son privilegiados por el gobierno. Ni que en lugar de apartar a los salpicados los proteja en el gobierno o que, en un clarísimo acto de provocación, los condecore, ni que ataque a la Fiscalía por hacer su trabajo y a los medios de comunicación por informar, ni que se excluya a más de la mitad de los nuevos gobernadores porque no son de la cuerda gubernamental en lugar de gobernar para todos los colombianos, ni que el jefe de Estado se desaparezca días enteros, incumpla todas las semanas su agenda y las excusas sean ridículas. Y que a estas alturas, con los enormes y cada vez más complejos problemas que tenemos, el presidente sea el más viajero de la historia.
En fin, un gobierno pendenciero, que lo hace mal cuando habla, cuando hace y cuando deja de hacer y que no es capaz ni de ejecutar el gigantesco presupuesto que tiene mientras que anuncia nuevas tributarias.
Nada de eso es normal. Todo es inusual, singular, extraño, insólito, excepcional. Y debería generar una enorme reacción ciudadana e institucional para ponerle freno, para corregir, para volver a los caminos del estado de derecho, del imperio de la ley, de la institucionalidad democrática. Pero no, no pasa nada. Y de todo lo malo que nos ocurre, eso es, de lejos, lo peor.
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