En Naciones Unidas, la primera vez que se veían la cara tras la pandemia, Putin ha convocado a la guerra y ha hecho irresponsables amenazas nucleares. Quizás queriendo emular a lo que hicieron los estadounidenses en Hiroshima y Nagasaki.
Joe Biden, como siempre, parecía despistado. Quizá pensaba que estaba en la fiesta de graduación en el colegio de su nieta. El presidente de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, ha advertido del «invierno del descontento» (frase del Ricardo III de Shakespeare que se hizo popular en las protestas del sector público en Inglaterra que ayudaron a la victoria de Margaret Thatcher), y de la enorme probabilidad de que la gente se caliente con lo que encuentre en las calles. Otro invierno del descontento se aproxima, afirmaba, con el conflicto en Ucrania, la subida de los precios de los alimentos, de la energía, el calentamiento global y, sobre todo, por las profundas divisiones y desigualdades que recorren el mundo. Ya lo había advertido años atrás con motivo de la pandemia: «Nuestra familia humana está estresada y el tejido social se está rasgando. La gente está sufriendo, enferma y asustada». Los países del Sur, como Colombia o Bolivia, han estado a la altura y han llamado a la cordura. Pero solo ellos. Malos tiempos para la lírica.
Casi todas las sanciones que se ponen a los países por parte de la comunidad internacional no hacen daño a los gobernantes. Quienes las pagan y muy caras son los pueblos. ¿Por qué se ponen sanciones? Son una parte indirecta de la geopolítica. Se ponen sanciones como se mandan bombarderos: forma parte de la política, es decir, del negocio, es decir, de la indecencia, es decir, de la tristeza.
Los guerreristas de Europa han hecho imposible que ciudadanos rusos puedan entrar en la Unión Europea después de la movilización de Putin. La gente que no quiera movilizarse para ir a matar ucranianos o a que les maten, no van a recibir ayuda alguna de la cuna de los derechos humanos. Todo lo contrario. Putin los convocará porque estarán en el país y nosotros vamos a ayudar al autócrata ruso a engrosar su ejército repleto de carne de cañón.
Muy inteligente Borrell y Von der Leyen. Parece que vivimos tiempos donde está costando pensar con claridad. Los medios tradicionales se han envilecido y las redes han abaratado el discurso. En Twitter vale igual la opinión de un biólogo o un científico que la de un descerebrado que ha leído un par de titulares sobre vacunas o sobre cualquier otra cosa. Igual que los que hablan de la guerra travistiéndose en su casa con ropajes militares mientras sueñan con hazañas bélicas. Qué buen momento para que el rojipardismo militarista, esa suerte de izquierdismo rancio y nacionalista, nostálgico de una clase obrera que ya no existe, de una patria imperial y de una Unión Soviética que nunca fue tan luminosa, se ofrezcan como voluntarios para ir a pegar tiros a Ucrania. Junto con los pobres, los inmigrantes y los presos que está reclutando Putin. Qué empeño en hacer la misma basura que hacen los Estados Unidos. No lo harán. Y si alguno lo hiciera, sería una señal que son aún más tontos de lo que imaginamos.
Europa va camino de la insignificancia mientras que China, Rusia, India o Indonesia reclaman un nuevo orden mundial multicional. La Unión Europea cree que abrazándose a la moribunda Norteamérica le caerán migajas de la mesa. ¿Hay algún análisis de futuro en las cancillerías occidentales? Quizá por esa ausencia de pensamiento los que no piensan mucho tienen su momento de gloria. ¿Qué por qué asciende la extrema derecha? Pues por puro agotamiento y unos acertados granitos de mentira mediática.
En el cierre de campaña de Giorgia Meloni, la líder neofascista italiana a la que tantos han querido blanquear diciendo que ya no es una radical -y a a la que Mario Draghi, el hombre de orden, va a perdonar sus ofensas a los derechos humanos si no falta a los derechos del capital- se ha soltado la melena y ha dicho lo que realmente piensa: «Toda esa gente que durante tantos años ha bajado la cabeza, después de nuestra victoria podréis levantarla y podréis decir lo que siempre habéis pensado y en lo que siempre habéis creído». La piel de cordero con la que tapan la camisa negra se les cae en cuanto se descuidan. Ahí está Berlusconi, a quien ni pecados ni ilícitos le resultan lesivos tras un buen estiramiento.
Para el poder, la extrema derecha es una opción y, por tanto, también para sus medios de comunicación. Basta que piensen que la alternativa les va a costar más dinero. Es exactamente lo que pasó en Italia en 1922, en Alemania en 1933, en España en 1936. La gente decente de Europa, empezando por Italia, va a tener que pasarse otra vez a la Resistencia.
En España, la derecha que gobierna en Andalucía le ha regalado el dinero de ocho millones y medio de andaluces a 18.000 personas. Ya no van a pagar impuesto de patrimonio, que era un impuesto que los liberales inventaron hace un par de siglos para defender el mérito cansados de las herencias del mundo feudal y esos regalos que pasaban de padres a hijos. A ese reino feudal de la herencia lo ha llamado Díaz-Ayuso en Madrid «el paraíso». Que vuelvan Luis XIV y Fernando VII. Pero la derecha actual es neoliberal y le va bien porque ha convencido a los pobres para que disfruten viendo lo bien que viven los ricos, aunque ellos no tengan sanidad pública, transporte o educación de calidad.
En las cortes de Castilla y León, después de una discusión entre García-Gallardo, vicepresidente de la Junta, y el diputado de Unidas Podemos Pablo Fernández, donde el primero insultó al diputado de Podemos, el vicepresidente de la Cámara, del Partido Popular, decide suspender la sesión y dice: «Que se jodan». El día anterior, el vicepresidente García-Gallardo ya había insultado al portavoz de Ciudadanos llamándole «imbécil». Antes de cerrarse la sesión, alguien de la derecha dejó escucharse con claridad dirigiéndose a la oposición: ¡Gilipollas!».
En los años 30, poco antes de que Mussolini echara del Parlamento a todos los que no fueran fascistas, empezaron a producirse este tipo de comportamientos. No respetar a un diputado es no respetar a sus votantes. Y no respetar a los votantes es no respetar a la democracia. Siempre hay quienes esas faltas de respeto las interpretan como una licencia para matar. Escuadristas fascistas asesinaron al diputado socialista Matteoti, encarcelaron a Gramsci y terminaron por anular la democracia. Por supuesto, con la autorización del rey Víctor Manuel III. Por eso Italia es una república y, a pesar de eso, España es una monarquía.
Tengamos claro que ayer, igual que hoy, todos los que gritan en las radios y en las tertulias humillando a sus adversarios hasta animalizarlos, tienen una responsabilidad parecida a los que aprietan los gatillos, construyen las cámaras de gas o dirigen los pelotones de fusilamiento. Schreibtischtäter (asesinos de escritorio) les llamaron en Nüremberg de la mano de Hanna Arendt. Cuando la diputada ricachona Begoña Villacís se fotografía delante de chabolas demolidas, ¿está invitando a los nuevos fascistas a que vuelvan a creerse con derecho a las cadenas y la gasolina?
El Sur por fin existe
Frente a esto, Gustavo Petro, el presidente de Colombia, ha defendido en Naciones Unidas que debe acabarse la irracionalidad del poder. Tiempo, ha dicho, de que se enciendan las luces del siglo, y ha compartido una mirada similar el Presidente de Bolivia, Lucho Arce.
La enfermedad de la soledad, ha dicho Petro, «no se cumple con el glifosato sobre las selvas. La culpable es la sociedad educada en el consumo sin fin, en la confusión estúpida entre consumo y felicidad que permite que los bolsillos del poder se llenen de dinero». La guerra que preocupa a Europa es en Ucrania, pero hay otra contra el planeta, siempre que no haya justicia social, ha cerrado Petro.
Inhumanidad a la que hoy está sirviendo la guerra, la derecha, la extrema derecha, los medios de comunicación y la gente común y corriente que ha decidido dejar de pensar o que cree, como hace 500 años, que la sumisión, un golpe de suerte, un rubio ángel alado o un príncipe azul vendrán a rescatarles. Y la izquierda haciendo cálculos de si puede arañar algun voto a las otras izquierdas.
El golpe de suerte y los príncipes azules pertenecen al pasado. Basta mirar a Carlos III. Si alguien lo ve azul, será por falta de oxigenación. En Madrid, las colas en la administración de lotería de Doña Manolita recuerdan a la del Cristo de Medinaceli. Te arregla más la vida un sindicato que jugar todas las semanas a ese número en el que confías. Los pobres en Europa ponen sus esperanzas en sitios equivocados. Aunque quizá lo que compren con el billete de lotería no sea que en verdad salga ese número, sino la esperanza de que les toque.
El golpe de suerte es hoy sentirse parte de un tiempo revolucionario. Es decir, un tiempo donde se haga posible lo imposible y las contradicciones se resuelvan en favor de la mayoría. Se llama política. Pero hay que llevarla a la tintorería.
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