“Ante el aumento inusitado de los líos de faldas en Colombia, ser líder social se convirtió en una profesión de alto riesgo, donde entre más vulnerable sea la población que el líder proteja, más fácil le levantan el culo de un faldazo”
En este momento crucial para nuestra historia, de posconflicto artificial, nos hemos sentado a ver cómo, desde la firma del acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC hasta julio de 2020, 971 líderes sociales han sido asesinados. Por ahora, no hay balígrafo que pare la masacre. Por eso uso el adjetivo de artificial para el posconflicto colombiano porque es un armisticio solo de ganas y palabra, sobre todo en los campos, donde los fusiles no callan y la sangre sigue corriendo a manos de los “líos de faldas” que a este paso serán la principal causa de muerte oficialmente reconocida en el conflicto colombiano, que para ser sinceros no se deja terminar.
Para consolidar la paz es indispensable la figura del líder que reúne y organiza a su comunidad con miras a consolidar un proyecto viable para el desarrollo de las regiones, pues la paz no es solo el silencio de los fusiles, sino que es un concepto mucho más complejo, es, en palabras del exmagistrado Carlos Gaviria “el respeto efectivo por los Derechos Humanos” lo que permite el desenvolvimiento de las personas en su territorio y con sus semejantes, y como eje de esa construcción colectiva de la paz encontramos la posición de líder, siendo el que lleva el ánimo, el orden y muchas veces la memoria de la identidad que tienen las comunidades con su territorio, lo que significa que acabando con los que tienen la voz y representan el sentir colectivo, se calla a todos los demás y por tanto, es más fácil expulsarlos a punta de miedo y desarraigarlos de lo que siempre ha sido suyo.
Por esto, lo que vemos ahora no es más que la reiteración de lo que ya ha pasado antes, desde los tiempos de la independencia cuando Pablo Morillo ordenó fusilar a los personajes más ilustres de la naciente república por considerarlos la cabeza de la insurgencia, o cuando en Italia, el fiscal fascista Michele Isgrò sentenció “hay que evitar que este cerebro trabaje” refiriéndose a Antonio Gramsci, a quien Mussolini consideraba su mayor opositor. También lo vimos en Colombia en las tres últimas décadas del siglo pasado con una masacre sin precedentes de profesores, estudiantes y dirigentes de izquierda, que además incluyó un genocidio, el de la UP, en lo que el jefe paramilitar Carlos Castaño llamó “la necesidad de matar la inteligencia de la insurgencia”, obviamente, esto incluyó el asesinato sistemático de líderes campesinos y barriales, que ablandó el terreno para que se efecturan millones de desplazamientos forzosos, para que naturalmente llegara, como es necesario, la gente de bien, amante de las faldas que con sus líos impulsan el desarrollo de la nación, gente que si trabaja de sol a sol generando riqueza y empleo -para ellos mismos, obviamente-. ¿Y la comunidad? Abandonada y desplazada termina nutriendo los cordones de miseria o como la carne de cañón que alimenta el conflicto, sean paramilitares, guerrilleros o delincuencia común. Es decir, esos los indeseables que deben ser castigados con la muerte o con la cárcel de por vida, con toda la severidad que, para gusto de esta sanguinaria y vengativa patria, pueda imponerles un juez de bien.
Al ser un trabajo sin remuneración y que es una molestia insalvable para los poderosos, es natural entender que la posición verdadera de líder solo se asume por vocación, pues no es nada sencillo ponerse el barrio, la vereda o la comuna al hombro y menos en Colombia donde es una profesión de alto riesgo, donde entre más vulnerable sea la población que el líder proteja, más fácil le levantan el culo de un faldazo (léase balazo en el mejor de los casos) y más pronto se olvida su existencia, que se pierde entre una lista interminable de al menos 971 nombres.
Estas palabras no dejan de ser otro llamado desesperado y al vacío a que usted y yo nos pongamos la piel de líder, para defender nuestra identidad, nuestro sagrado derecho a disentir y trabajar en paz, que como lo digo Carlos Gaviria: “No es solo la ausencia de guerra y sangre derramada… no es otra cosa que el respeto efectivo por los Derechos Humanos. Cuando la dignidad humana es atropellada por la violencia o el terror, se está dentro de una situación de guerra contra lo más sagrado e inviolable del hombre. No puede haber paz mientras a nuestro alrededor hay quienes asesinan, secuestran o hacen desaparecer”.
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