Liberalismo, política y fracaso

Desde Herbert Marcuse, tanto el marxismo como sus desarrolladores teóricos han entendido que la batalla entre el capitalismo y el comunismo no tendría ya más sentido en el plano económico. Al día de hoy es teóricamente innegable que el capitalismo ha generado un grado de bienestar y abundancia que hubiera sido imposible de conseguir a través de un sistema de planificación centralizada, bien sea debido a la falta de imaginación del planificador estatista, o bien sea por obra de su simple falta de genio. Tales hechos son, con los datos en la mano, una realidad concreta y objetiva que puede ser verificada por todo aquel que, con más o menos rigurosidad científica, se sumerja en las aguas de la ciencia económica, incluyendo, como no, a los críticos del capitalismo.

Ahora bien, si es que la fuerza de los datos ostenta tan avasalladora estridencia y resulta imposible partir desde la honestidad al tiempo que se niega la efectividad del capitalismo para lograr el que más seres humanos disfruten de una mejor calidad de vida, ¿por qué aún las izquierdas socialistas y estatistas continúan siendo un claro obstáculo político para el liberalismo? La pregunta salta a la vista al comprobar las victorias, una tras otra, de las izquierdas radicales y moderadas en el continente, aún en los países que, como Chile, han conseguido un importante grado de desarrollo gracias, precisamente, al capitalismo de libre mercado.

Alguno dirá que izquierda y derecha representan lo mismo en el plano político: dos enemigos igualmente estatistas a los cuales el liberalismo deberá combatir, de modo que resulta inocuo preocuparse porque uno de los dos, en este caso la izquierda, gane las elecciones. “Es como preocuparse por si uno se envenenará con lejía o con veneno para ratas”, escuché una vez de un liberal algo amargado. A estos individuos, a quienes de hecho tengo afecto y a la larga respeto por la pretendida pureza ideológica que defienden, tendría solo una cosa que decirles: todo proyecto económico de izquierda política es incompatible con el liberalismo, pero no todo proyecto de derecha política lo es. Tal premisa debería bastar para entender que no son la misma cosa, y que aunque hay mejores y peores derechas, pues el término no consta de una definición estricta, sino que es meramente un espectro, es cien veces preferible un mal Gobierno de derechas –porque estos al menos respetarán la propiedad privada–, que un Gobierno de izquierdas tan efectivo que se salga con la suya en la implementación de sus medidas.

Otra de las objeciones con frecuencia formuladas por los liberales es el menoscabar la importancia de la victoria electoral, y en general del activismo político. Muchos liberales se escudan en la neutralidad política para evitar tomar decisiones reales, lo que a la larga se traduce en que el liberalismo sea nada más que un conjunto de teorías cuyo objeto se estanca en el mero activismo no-político y muchas veces anti-político. A tal paradigma respondo que el propósito de todo proyecto ideológico no es quedarse en un libro o en la boca de un divulgador, sino que consiste en su materialización, que en el caso del liberalismo implica cambios de carácter fundamentalmente jurídico-políticos: cambios que solamente pueden hacerse, en un Estado de Derecho, a través del Congreso.

Un liberal debe interesarse por los asuntos políticos, por los partidos, y más aún, por los discursos de los mismos. En todo caso un liberal hará, de hecho, política partidista, pues los partidos son los vehículos a través de los cuales, en nuestra democracia, se llega al poder, lo que significa que solo a través de ellos el proyecto liberal podrá materializarse, al menos, parcialmente, si es que aplicamos la saludable y correspondiente dosis de cinismo.

Ciertamente entiendo la apatía de muchos intelectuales de inmiscuirse en las aguas negras de la política de América Latina, no obstante, ¿cómo poder materializar los deseos de unos países más libres si se desprecia al político, al tiempo que se rehúye de la idea de serlo? El político es, o debería ser, un operador ideológico, de tal modo que funciona como un medio a través del cual se cambian normas jurídicas, normas que, a su vez, modifican el modo en el que opera el Estado, Por otro lado, muchos intelectuales hacen, de hecho, política, no electoral, sino de buena fe, pero a fin de cuentas política, al tiempo que se niegan a ser llamados políticos y se rehúsan a pretender cargos públicos, esperando que como por arte de magia surja de la nada el cambio que anhelan; este comportamiento, sin duda, es nocivo para el proyecto liberal.

La lucha por la libertad es pues nada menos que una batalla intrínsecamente política, no intelectual. La batalla intelectual ya la ha ganado el capitalismo, no gracias a los intelectuales liberales, sino gracias a la fuerza de sus resultados. Hoy el enemigo del liberalismo no habita en los partidos comunistas o en las moribundas fuerzas fascistoides de las cuales ni siquiera poseo referencia, sino en la calle, en las gentes, en el elector.

El elector no tiene tiempo para preguntarse por la evolución histórica de la economía de uno u otro país, pero sí que tiene hambre, cansancio de trabajar en lugares para los que está sobrecalificado y mal pagado, al tiempo que es azotado por los males endémicos de la postmodernidad. El elector está harto de la inseguridad, que lo hace vivir con miedo, al mismo tiempo que se pregunta porqué a unos u otros les dan dinero únicamente por llamarse a sí mismos “X” o “Y”. El elector está enojado con los políticos, sí, pero sabe que solo de ellos depende el que cambien las cosas, y por eso sale a votar, tomando así más responsabilidad de la que muchos intelectuales toman.

Es a él pues al que el proyecto liberal debe apelar. El elector, en democracia, siempre debe tener la última palabra. Entiendo que nuestras derechas y nuestros partidos resultan muchas veces asfixiantes para los proyectos liberales, pero tengo certeza de que es nuestro deber, como individuos con formación ideológica, promover la educación económica y política al interior de los partidos. La disminución de la presión fiscal, la igualdad ante la ley, y la defensa de los derechos del individuo por sobre los caprichos de los planificadores son banderas liberales que muchos derechistas (autonombrados o nombrados por los demás), sin ni siquiera tener formación ideológica, han defendido. ¿No es deber nuestro educarlos antes que simplemente descartar cualquier participación política?

Si la pregunta gira en torno a las victorias del estatismo confiscatorio y expropiador en todo el continente, la respuesta debería iniciar con una evaluación de la pasividad política de muchos liberales, y el canibalismo absurdo de quienes, pudiendo colaborar para conseguir más libertad, le entregan las riendas del poder a sus enemigos naturales.


Esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.

Isaac Mendoza

Activista por las ideas de la libertad. Estudiante de Derecho de la Universidad EAFIT (Medellín Colombia). Apasionado por las ciencias políticas y la economía.

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