Colombia tiene un par de características singulares y curiosas. Una, que siendo el único país de Suramérica con litorales sobre los dos océanos y con miles de kilómetros de mar territorial, zona contigua y zona económica exclusiva, además de un archipiélago precioso, el de San Andrés y Providencia, tiene a cuatro de sus seis ciudades más importantes a centenares de kilómetros de ríos navegables y de sus costas y siempre se ha mirado el ombligo, ese ombligo blanco y frío de la capital de la República. La otra, que es, como pocos, un país de regiones y las diferencias entre ellas son enormes. Se habla, se come, se celebra y se parrandea de manera diferente, y son distintas sus músicas, sus temperamentos, sus culturas. Y sin embargo, seguimos siendo profundamente centralistas.
De manera que, por un lado, somos un país andino que no se reconoce en sus costas y que, en consecuencia, tradicionalmente tiende a ver hacia adentro y al que le cuesta una barbaridad mirar hacia afuera. Esa mirada corta se acentuó por cuenta de los muchos problemas internos y el conflicto armado. Han sido tantas y tan graves nuestras dificultades, los desafíos por resolver, que por años no ha habido ni tiempo ni interés en examinar los desafíos que están más allá de nuestras fronteras, las oportunidades que nos planteaba el mundo. Por el otro, nuestra ardua geografía y nuestras diferencias regionales, al mismo tiempo que nos enriquecen, han hecho mucho más difíciles la integración y la construcción de un proyecto común de país.
Esas realidades son razón al menos en parte de la miopía de nuestra política exterior y la debilidad de nuestra Cancillería y de que nuestros empresarios se hayan centrado apenas en el mercado interno y, con pocas excepciones, no se haya preocupado por las oportunidades más allá de nuestras fronteras. Explican también los motivos por los que importamos mucho y exportamos muy poco y que el grueso de nuestras exportaciones sean de materias primas y poquísimas de valor agregado. No conocemos ni comprendemos las dinámicas de los mercados internacionales ni lo que les importa a esos consumidores. Por eso, Suiza exporta mucho más café y chocolate que nosotros, aunque no produce ni una libra de uno o de otro. Esas realidades son el motivo por el que no tenemos flota pesquera y nos hemos desindustrializado.
Algo ha cambiado en las últimas tres décadas en nuestra relación con el mundo. En su mayoría como resultado de una modificación sustantiva en la dinámica comercial, la globalización (no confundir con el globalismo). Pero hemos sido más reactivos que estratégicos, más coro que solistas, más actores secundarios que principales. Una parte indeseada pero inevitable ha venido también por las características trasnacionales del narcotráfico, que nos puso en el radar de las preocupaciones gringas. Y hoy nos importa también lo que ocurre en la región por cuenta del socialismo del siglo XXI y las amenazas a nuestra seguridad nacional que del mismo se derivan.
Con sus bondades y sus efectos negativos, la apertura comercial de Gaviria nos obligó a ver el panorama internacional, aunque no estuviésemos preparados para enfrentar la competencia de los productos importados. El desafío se profundizó con los tratados de libre comercio para los cuales, por cierto, tampoco nos preparamos y a los que no se les saca el jugo que deberíamos. Y es verdad que hoy los grandes grupos empresariales colombianos, gerenciados por nuevas generaciones educadas con visión global, se han transformado en multilatinas y algunas de ellas tienen más ingresos y más activos en el exterior que en Colombia.
Los retos, sin embargo, están a la mano. El ejemplo, del que también hay que aprender de sus errores, es México. Hoy ocupa la undécima posición en el comercio exterior mundial (importaciones + exportaciones), muy por encima de Brasil, nosotros o Argentina. Su comercio exterior, que representaba 39% del PIB en 1991, es el 78% en 2019. Exporta, oígase bien, 461 mil millones de dólares y el grueso de ellos, el 82%, son productos manufacturados, no petróleo u otras materias primas. Hoy México es un país industrial. El salario promedio anual de un mexicano creció 16.7% desde 1995, el primer año del TLCAN.
Colombia, al mismo tiempo que debe enfrentar sin vacilación sus desafíos internos, tiene que levantar la cara, mirar hacia afuera. La oportunidad que se ha creado por cuenta de las crisis políticas en Chile y Perú, nuestros más directos competidores, quizás no se vuelva a repetir. Hay que aprovechar a fondo los cuatro años que se vienen, traer esa inversión a nuestro país, poner en marcha una política de reindustrialización con vocación exportadora y con valor agregado a los bienes de exportación, integrarse a las grandes cadenas de valor globales, apostar a la educación de calidad y pertinente y a la innovación, la ciencia y la tecnología. Y muy importante, seríamos unos tontos incomparables si no nos preparamos, con todas las precauciones, para asaltar el mercado venezolano que está próximo a abrirse.
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