Lenguaje y Verbo

El buen poema, como el símbolo o la fe, cortan la realidad con un filo que se desliza entre átomo y átomo, entre quark y quark, y nos hace formar parte del Todo sin tener que remitir a la díada fatal “observador/observado


“El silencio es retórica de amantes”. – Calderón de la Barca.


Una tarde iba de mi casa al pueblo a entrevistar a un político para hacerle una nota periodística, y al entrar a campo abierto, veo en el horizonte el ominoso advenimiento de una feroz tormenta: torreones de nubes negras, truenos en ecos fantasmales, relámpagos, rayos amarillentos como huesos clamando en sus tumbas y los desgajamientos de una lluvia gris y lúgubre que caía sobre el mar… Y al mismo tiempo, el sol que se ponía tras aquellos nubarrones, de modo que sus rayos se abrían en una gloria propia de un grabado de Doré, casi como queriendo mostrarle al mundo entero, con caminos de luz dorada, dónde quedaba la entrada al mismo Infierno…

Y mientras veía ese espectáculo, una calandria entona un silbo dulce, corto e insignificante, parada sobre una tranquera al costado del camino… Y entonces pensé: “pobre animal… por ser un pájaro y no un ser humano, se está perdiendo de este espectáculo…”. La calandria volvió a cantar su canción y voló, y entonces pensé algo más sensato: la tormenta; el sol y la sencilla dulzura en la canción del ave eran quienes efectivamente constituían esa tarde… toda la tarde. La calandria, la ira de la tormenta y el sol agonizante eran un solo conjunto… de modo que quien en verdad se estaba perdiendo de aquella tarde era yo. Y, paradójicamente, me la perdía a causa de tener un yo: la calandria vivía la tarde mientras yo me limitaba verla. Pero es cierto que de haber podido renegar de ese yo y subsumirme al Todo, la tarde habría desaparecido para mí, ya que no habría un yo como referencia de nada, porque yo ya sería el Todo: para rendir cuenta de la existencia del Universo y su tarde, debía referenciar todo mi entorno al yo.

El Segundo Principio de la Termodinámica es claro al respecto: en todo proceso de codificación, por ejemplo traducir de un lenguaje a otro, siempre se pierde información en el camino: por eso es imposible traducir sin traicionar un texto poético. En el caso mentado, la pérdida de información se daba al traducir un lenguaje holístico, sin hablante ni oyente -tormenta, sol, calandria… Universo- en términos arbitrarios -palabras, gramática, lenguaje- atrapados entre un hablante y un oyente -yo, lamentándome por la calandria-. Es en este pasaje o traducción en donde el lenguaje se presenta como el tormento de Procusto de la lengua aplicado a la fuerza en el marco de una verdad absoluta, sin rincones oscuros, donde todo es plenitud. Hay un poema muy bello de Arseni Tarkovski, padre del director de cine -Andrei-, que sentencia en una parte: “Todo es realidad y luz”… Es hermoso intuirlo, pero es tan amedrentador y descorazonante como la idea de permanecer toda una eternidad contemplando a Dios. Podríamos pensar al Todo como encajado en una gramática ordenada, cósmica e infalible… un Universo donde pasa tanto que, de últimas, no pasa nada. Donde todo es como debe ser. Donde todo es un mudo bloque de todo. Mudo: puro contenido informe donde cualquier sonido no podrá emanar porque ya estará pronunciado ni nada moverse porque el Todo lo ocupa todo. Y sin espacio, tampoco es necesario el tiempo, y sin tiempo no tienen sentido los atemporales instantes y eternidades… Nada lo necesita a él y él no necesita nada… Es como un bloque indiferenciado, hecho un amasijo de toda la Tabla Periódica. Y en ese silencio, en el diálogo imposible del deportado, del naufragado, surge el hesicasmo cristiano oriental que Tolstoi rescata en “La muerte de Iván Illich”: “…Después, todo fue disminuyendo poco a poco. ‘Ha terminado’, dijo alguien que estaba cerca de él. Él oyó estas palabras y las repitió en su alma: ‘Ha terminado la muerte. La muerte no existe.’…”. Precisamente, la salida del hesicasmo, de ese silencio o hesiquía del Todo, reencontrado en el monólogo absoluto donde no se dialoga ni siquiera con el yo, es a la vez el grito del bebé al nacer: el “ser ahí” heideggeriano renaciendo como un símbolo de la totalidad. Símbolo en el límite irrebasable entre ser la totalidad y el dejar de serlo cuando caemos del Árbol del Conocimiento. Símbolo donde comienza el naufragio, la cesura, el personal estado de yecto, de caído: “caer” viene de “cadere” y de “cadere”: “cadera” por donde nace el que será “cadáver”. Es en el lenguaje mudo y ágrafo del no decir, donde aparece la segregación del ‘yo’ como función nacida del proceso biológico que llevó al planeta a esta inédita instancia de llenarse de problemas y muertos. La cesura vaginal entre dos líneas medias -dos hemistiquios- que habrán de suturarse en la muerte: la sutura del amor o Kama Sutra. Cesura literaria que ha ofrendado en su ex tassis (plenitud, en griego: Οργασμός: orgasmós), el alejamiento fatal de la totalidad. Y nuestros destinos son fatales porque todos nacemos fetales, sesenta días antes de ser bebés maduros. Fetos fatales porque ese bebé que será, habrá de morir: “ser para la muerte” diría Heidegger… La vida del Hombre es grito primero, lenguaje después y silencio al final: un silencio hecho de la palabra dicha, constreñida por la civilización y que nos niega el grito del silencio inaugural.

El problema, dijimos, es la pérdida de información respecto del Todo que la autoconsciencia genera con el lenguaje prosaico. Pero existen por lo menos tres instancias donde se viven “epifanías totalizadoras” que se dan por tres vías para ex/plicar lo im/plicado.

Dejando atrás la paupérrima explicación científica (tan útil como peligrosa), hay tres modos más de desimplicar lo implicado del mundo: el arte, la religiosidad y el símbolo… sólo que en ellos no hay palabras, porque las palabras son desgarros del silencio del Todo. Son, por el contrario, argumentaciones que no dicen… que callan, precisamente, para que hable el Verbo de la herejía judaica. El Verbo que carga su cruz para que seamos dioses más allá de la vida, cuando dejemos atrás la cruz del lenguaje. En ese Verbo helénico que habló desde Judea, las explicaciones no admiten planteos lógicos o éticos, ni aplica la idea de verdad ni de mentira. No hay límites en él y sólo se remite a lo absoluto que, a pesar de nuestro yo, parece seguir existiendo. La experiencia religiosa, el símbolo y la poética llevan a cierta reconciliación respecto del Todo mudo… ¡Dejad que los niños, los infantes, los “in-faris”, los que no hablan, los mudos, vayan a Él para que hable el Verbo de la Totalidad! El lenguaje humano es un estilo cognitivo de valor adaptativo, que es por lo menos dudoso: al no tener información acerca del Todo absoluto, del continuum analógico natural al haberla perdido tras la codificación, el lenguaje presupone una acción peligrosa: la que hablará será la lengua bífida, la pérfida.

En una ocasión, dando una charla sobre estos temas en el Aula Magna del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, dispuse en una tarima una serie de botellas de plástico en dos filas y al final del sendero allí formado, coloqué un vaso. Hice bajar un poco la luz del escenario (la pérdida de información sobre el Todo) y llamé a uno de los estudiantes que asistían, invitándolo a que tomara el vaso pasando la mano entre las botellas: éstas empezaron a rodar hacia el suelo: las había enlazado con una tanza muy fina y que el muchacho no podía ver. A ese problema, Gregory Bateson lo bautizó “propósito consciente”: hacemos sin poder ver las múltiples implicancias de nuestro hacer: conquistamos la materia y la energía pero no vemos el entramado de relaciones por donde fluyen. Y es así como nuestro accionar se torna patológico… o, mejor, ecopatológico, porque se trata de un problema ecológico… ecológico y lógico: somos una parte y como tal, no podemos concebir el Todo. Hacemos porque se puede, no porque sepamos.

El Verbo, en oposición, es sumiso e implacable: su lenguaje es indubitable y de una precisión absoluta. El buen poema, como el símbolo o la fe, cortan la realidad con un filo que se desliza entre átomo y átomo, entre quark y quark, y nos hace formar parte del Todo sin tener que remitir a la díada fatal “observador/observado”… Díada causal de todas nuestras frustraciones ante la limitación e imitación de la verdad que perpetra el lenguaje.

Por supuesto, no podemos ser conscientes del momento en que se da tal desplazamiento por la materia del Todo -debido a la relación parte/todo de la que hablamos-, pero tenemos el recurso biológico del recuerdo: el placer por el arte llega de la mano de la memoria inefable de haber padecido un tránsito fantasmal por un área que no cabe en el conocimiento, pero que nos ha dejado su huella descansada, extática, maternal, en el cuenco de una metáfora… nos ha  dejado esas ganas de llorar, en un sentimiento de unión perdida frente a la obra de arte o en la dinámica religiosa, e, incluso, ante la solemnidad del símbolo… ese placer angustioso pasa, sin necesidad de lenguajes prosaicos, arbitrarios y civilizados, al través de esos otros instantes ignorados por el tiempo donde nacen las tormentas, mueren soles o estallan rayos… allí donde el yo se pierde y se amansa en el silencio sin palabras del símbolo, la estética y la fe… y donde rescatamos a aquel niño que reclamó alguna vez para sí, el Verbo.

Horacio Ramírez

Poeta, artista plástico, ensayista, crítico de cine, dedicado al estudio de la Simbología Universal, mitología y religiones comparadas. Formado en el ámbito científico de la Ecología fue derivando hacia el arte, la investigación en teoría poética, literatura japonesa, filosofías religiosas occidentales y orientales.

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