A partir de la breve introducción tratado en (“Lectura de La E de Delfos de Plutarco (I)”) se procede a narrar el discurso de Amonio. Este considera que todas las cuestiones concernientes a Dios están envueltas en enigmas, por lo que reclaman una explicación de la causa de esta ofrenda. El misterio de esta se compara al de muchas otras como, por ejemplo:
«…en el caso del fuego inmortal, el hecho de que aquí se queme solamente madera de pino, y laurel para ofrecer incienso, o el que las estatuas de la Moiras sean dos cuando en todas partes acostumbran a ser tres, o el que a ninguna mujer le esté permitido acceder al oráculo, o la cuestión del trípode, o cuantas, similares a éstas, sometidas a quienes no carecen enteramente de inteligencia y de sensibilidad, les atraen como un cebo y les incitan a investigar, a informarse y a discutir sobre ellas.» (E ap. Delph. 385 C-D).
Una vez dicho esto, pasa a intervenir Lamprias, quien expone su tesis de la cuestión que dice haber escuchado. Esta explicación consiste en lo siguiente. En realidad, los llamados Siete Sabios no eran siete individuos, sino cinco. Estos fueron Quilón, Tales, Solón, Bías y Pítaco. No obstante, posteriormente se incluyeron Cleobulo y Periandro, tiranos de Lindo y Corinto respectivamente. Esta inclusión en el grupo de los sabios se debería a que los tiranos forzaron, por medio de su influencia, amistades y favores, la opinión de que contaban con virtudes y con saber. Estos dos tiranos comenzaron a emitir por la Hélade sentencias semejantes a las que expresaban los cinco sabios. Aunque estos sabios, evidentemente, se sentían molestos, no pudieron poner en duda la sabiduría de Cleobulo y Periandro dado su gran poder. En vista de lo dicho, los sabios se reunieron para hablar, decidiendo finalmente dedicarle a dios una ofrenda en forma de la letra E. La elección de esta letra se debe a que ocupa el quinto lugar del alfabeto y sirve para notar el número cinco. Con esto, trataron de manifestar ante dios que ellos eran cinco, por lo que rechazaban la consideración de que los tiranos formaran parte del grupo, aunque no pudieran decir nada expresamente. Como prueba final de lo dicho, Lamprias afirma:
«Que la explicación no es desatinada lo podrá comprobar quien haya oído a los servidores del santuario nombrar a la E de oro la de Livia, la mujer de César, y a la de bronce la de los atenienses; mientras que, a la primera y más antigua, que es de madera, todavía hoy la llaman de los sabios, como que ha sido ofrenda no de uno solo, sino de todos en común.» (E ap. Delph. 385F- 386A).
Ante estas palabras Amonio sonrió, sospechando que Lamprias, a pesar de que había mencionado que había escuchado esta historia por alguna parte, simplemente había dado su opinión inventándose la historia.
Tras ello, procede a hablar uno de los presentes (del cual no se ofrece su identidad) afirmando que lo dicho por Lamprias es una tontería, como lo que escuchó tiempo atrás a un caldeo. Este caldeo estableció una analogía para explicar la génesis de la ofrenda con forma de letra E. Tanto las letras que tienen sonido propio, como los astros que se mueven en cielo independiente y autónomamente, son siete. Dentro de las letras, la E ocupa el segundo lugar por el principio, de la misma forma que el Sol (siendo la Luna el primer astro). Con esto, el caldeo estableció una identificación de Apolo con el Sol y, asimismo, con la letra E. El personaje desconocido, como se ha dicho, considera esto una tontería.
Toma aquí la palabra el sacerdote délfico, Nicandro, quien considera que la causa de la letra E como ofrenda tiene que ver con su valor fonético ei. Es decir, el valor de la letra reside en que es la palabra por la que se inician siempre las preguntas que realizan las personas a dios. Más claramente, Nicandro lo expone de la siguiente forma (refiriéndose a los consultantes):
«…en cada ocasión tratan de averiguar, `si´ (ei) es conveniente que se embarquen, que labren los campos, que dejen su tierra. Por el contrario, a los expertos en dialéctica, el dios, que es sabio, les mandaba a paseo porque no creían que de la partícula `ei´ y la proposición que la acompaña saliera un hecho real, cuando él entiende y acoge como hechos reales todas las preguntas subordinadas a aquélla.» (E ap. Delph. 386 C).
Una vez concluida la intervención de Nicandro, comienza a hablar Teón, amigo de Plutarco. Teón, continuando en cierta manera con la opinión de Nicandro, considera que dios es sumamente dialéctico, por lo que juzga necesario desarrollar la dialéctica para que se le pueda entender correctamente. Dentro de la dialéctica ocupa un lugar muy importante lo que se denomina como conjunción hipotética. Teón sostiene que la filosofía es aquello que trata de la verdad y que «la luz de la verdad» es la demostración. A su vez, la base de la demostración es la proposición hipotética. Con estas premisas, Teón concluye que «…el elemento que contiene y produce a ésta fue consagrado por hombres sabios al dios que ama la verdad por encima de todo.» (E ap. Delph. 387A). Teón pone de manifiesto la identificación del ei con la conjunción hipotética, que es un elemento imprescindible de todo silogismo. Este razonamiento, según Teón, es aquel que permite la adivinación, siendo Apolo, finalmente, el dios filósofo y dialéctico por excelencia.
Una vez que Teón termina con su discurso, empieza con su intervención Éustrofo, el ateniense. Este personaje desecha la dialéctica de Teón retornando a la explicación de la ofrenda a partir de los números. Así, afirma que la E no se destaca de las demás letras por su significado, ni por su forma, ni por su valor fónico. El valor de esta letra reside en cuanto es signo del número más importante y decisivo para el universo, el número cinco. Esta opinión, que considera que el valor de la E reside en su vinculación con el número cinco, es semejante al parecer, antes expuesto, de Lamprias.
En unos primeros momentos, Plutarco se muestra satisfecho con la exposición de Éustrofo, considerando que por medio del número el ateniense resuelve estupendamente la cuestión. El motivo de ello se halla en el gusto de Plutarco por las matemáticas. A partir de este momento, Plutarco comienza una dilatada exposición a través de la cual intenta dar la razón a Éustrofo, completando su exposición, en esencia, de la siguiente manera:
«…al dividirse todo número en par o impar, la unidad es común a ambos por su valor (…) y se toma como principio del par el dos y del impar el tres, y el cinco se produce de la unión de éstos entre sí, con razón goza de honor (el) primer producto de los primeros y recibe el sobrenombre de `matrimonio´ por la similitud del par con lo femenino y de lo impar con lo masculino (…) sobre la base de que el cinco resulta de la unión del primer número masculino y el primer femenino, los pitagóricos lo llamaron `matrimonio´.» (E ap. Delph. 388 A-C).
Plutarco continúa su defensa de la exposición de Éustrofo sosteniendo que, además, el cinco, al multiplicarse por sí mismo, termina en sí mismo de nuevo. Con esta idea como hilo conductor de su argumento, el griego termina afirmando que la conjunción del cinco consigo mismo no podría engendrar por naturaleza nada imperfecto ni extraño. El cinco tiene sus posibilidades de cambio delimitados: sólo puede engendrarse a sí mismo o a la decena, es decir, lo propio o lo perfecto. Lo dicho es acompañado por una cita de un fragmento de Heráclito: “y el fuego se cambia en todas las cosas y todas las cosas en fuego, del mismo modo que el oro en dinero y el dinero en oro”.
En términos generales, Plutarco defiende que tras el misterio de la ofrenda con la forma de la letra E, se encuentra su conexión con el número cinco. Un número que, al igual que el universo, se puede producir a sí mismo (como el fuego) o puede producir de sí mismo la decena. Pero no satisfecho aún con lo dicho, expresa la importante función que el número cinco desempeña en la música, el arte que más agrada al dios.
Tras el argumento de la intervención del cinco en la música, Plutarco cita, en su apoyo, a Platón. Plutarco pone de relieve que Platón consideraba (posiblemente esta afirmación procede del Timeo) que el universo es uno, en el sentido de que si hubiese otros, y no fuese éste el único, en total serían cinco. Es decir, aunque este universo sea el único creado estaría, asimismo, compuesto de cinco “universos”: uno de ellos es de tierra, otro de agua, otro de fuego, aire y, finalmente, uno llamado de distintas formas: de luz, éter o de quinta esencia. Este último consiste en el cielo. Además, fijándose en las cinco formas más bellas de la naturaleza, las fue asignando de manera adecuada a cada uno de estos universos. Estas formas son: la pirámide, el cubo, el octaedro, el icosaedro y el dodecaedro (los “sólidos platónicos”).
Plutarco establece una última relación con el cinco. Según el griego, existe una correspondencia entre los universos, las formas más bellas y los sentidos:
«…en vista de que el tacto es resistente y terroso y el gusto hace llegar a las cualidades de los sabores por medio de la humedad. El aire al ser fustigado se convierte en sonido y ruido por medio del oído. De las dos restantes, el olor, que es propiedad del olfato, como exhalación que es y engendrado por el calor es como el fuego, y por la afinidad de la vista al brillar con el éter y la luz surge de ambas partes una mezcla y composición que tiene parecidas sensaciones.» (E ap. Delph. 390B).
Posteriormente, se defiende que el gran poeta Homero fue el primero en dividir el mundo en cinco porciones. Por otra parte, hay que tener presente que los humanos tenemos en nuestro origen orgánico la presencia del número cinco. Esto se explica de la siguiente forma: todo lo sólido tiene longitud, anchura y altitud. La longitud presupone el punto, estableciéndolo de acuerdo con la unidad. La longitud sin anchura es la línea, la cual es dualidad. El movimiento de la línea en anchura propicia que surja la superficie por medio de la tríada. Al añadir a esta tríada la altura, se forma lo sólido. De esta forma surgen todos los cuerpos sólidos, constando de un volumen tangible y consistencia. El cuerpo humano, por supuesto, también forma parte de este grupo de sólidos. No obstante, en algo se diferencia el cuerpo humano del resto de cuerpo sólidos, como el de una piedra. El cuerpo de la mayor parte de los sólidos es inanimado, incompleto; pero el nuestro consta de un quinto elemento, el alma. El alma es el principio vital, lo que nos distingue en mayor grado del resto de cuerpos. Por tanto, somos lo que somos gracias a la acción conjunta de estos elementos, que son cinco.
En lo concerniente al origen de dicho número, Plutarco afirma que su génesis se produjo en la unión entre el primer cuadrado y la unidad. Después se continúa en la exposición con una referencia a Platón. Este nombra en su obra Sofista, los principios más importantes, los cuales son cinco: el ser, lo idéntico, lo diferente, el movimiento y el reposo. Incluido está también, en este número, las formas en las que se manifiesta el bien: en lo mesurado, lo proporcionado, la inteligencia, los conocimientos, artes y opiniones verdaderas acerca del alma. Con estas últimas consideraciones termina el extenso discurso de Plutarco en defensa de la importancia del número cinco en el origen de la letra E.
La intervención final corresponde nuevamente a Amonio. Este afirma que, a pesar de que considera que las matemáticas tienen gran importancia en la filosofía, ni los números, ni la posición, ni las conjunciones ni nada que se le parezca, tienen algo que ver con la letra E. Insiste en que la génesis de la letra se sitúa en el propio saludo y “diálogo” que se produce con el dios. Los humanos para nada participamos del ser ya que nos encontramos siempre en el intervalo entre el nacimiento y la muerte, en la desaparición. La percepción sensible es aquello que nos confunde, haciéndonos creer que «lo que parece ser es». Los humanos van y vienen, constantemente unos mueren y otros nacen, de este constante devenir y finitud no podemos hablar de ser. Para Amonio, el ser es lo eterno, lo que jamás ha sido creado ni tendrá un fin. El dios es aquello que existe eternamente y, por lo tanto, lo que es. Este es el motivo por el que en las oraciones se le deba decir `Tú eres´ como reverencia en singular. La divinidad no es muchas cosas, como lo somos nosotros, sino que es uno. Sin embargo, dice Amonio, la alteridad degenera en el origen del no ser, por esto están bien los diferentes nombres con que se denomina a la divinidad: ya sea Apolo o Febo.
Por otra parte, la expresión `Tú eres´, dirigida en la oración al dios, es también correcta en la medida en que la divinidad jamás se desplaza ni se produce en ella ningún cambio. Sí que se producen tales cambios en una serie de dioses menores, los cuales son opuestos y discordantes entre sí, por ejemplo: Apolo (único) y Plutón (abundante) o Febo (brillante) y Escotio (oscuro). En consecuencia, concluye Amonio, el origen de la letra E se debe situar en la inscripción del templo y la expresión con la que nos debemos dirigir al dios. Esta idea se expone, finalmente de la siguiente manera:
«…el `Conócete a ti mismo´ con el `Tú eres´ parecen en cierto modo contraponerse y a su vez de alguna manera estar en concordancia; pues el uno ha sido proclamado con consternación y reverencia ante el dios en cuanto que existe por siempre, el otro es recordatorio para el elemento mortal de su propia naturaleza y debilidad.» (E ap. Delph. 394 C).
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