Las trampas del Acuerdo de Escazú

El pasado 14 de septiembre tuvo lugar la segunda audiencia pública en el Congreso sobre el Acuerdo de Escazú. En ella, de  manera similar a la primera audiencia, se evidenció una contraposición entre la academia y los promotores de este acuerdo, por un lado, y los gremios económicos. Es fácil describir esta contraposición en términos de empresarios que se resisten a mejores garantías ambientales para todos. ¿Es realmente así?

El Acuerdo de Escazú busca fortalecer los pilares de la democracia ambiental, es decir, el acceso a la información, la participación en la toma de decisiones y el acceso a la justicia. Sin embargo, los derechos que consagra ya se encuentran ampliamente desarrollados en el ordenamiento jurídico colombiano, en el que los derechos de acceso y participación en materia ambiental han sido reforzados. Efectivamente, desde la Ley 23 de 1973 nuestra legislación contempla mecanismos difusos de acceso a la información ambiental; por otra parte, la Ley 99 de 1993 desarrolla el derecho de participación incluyendo la posibilidad de solicitar medidas cautelares e incluso de invertir la carga de la prueba, siendo dicha ley además un desarrollo del principio de acceso a la justicia, puesto que regula las acciones populares.

Estos pilares de la democracia ambiental en el país tienen límites que buscan proteger la información privilegiada de las empresas. El Acuerdo de Escazú, en lo que sí parece poder incidir, más que en los pilares de la democracia ambiental actualmente existentes en el país, es en la posibilidad de que dicha información confidencial sea puesta a disposición del público. En la medida en que deberá implementarse, según lo establece el mismo acuerdo, de conformidad con los principios de no regresión y de progresividad, y en la medida en que establece información mínima que debe ser entregada a quien la solicita, cabe preguntarse cómo podrá este principio de progresividad manifestarse en un país donde el acceso a la información se encuentra ampliamente desarrollado. Para entender la posición de los gremios empresariales, basta pensar en las tecnologías que se desarrollan con el fin de gestionar variables ambientales y que constituyen un know how empresarial, desarrollado mediante cuantiosas inversiones.

Por otro lado, el Acuerdo de Escazú busca que los Estados parte promuevan el acceso a la información y la participación en la toma de decisiones sobre proyectos de desarrollo económico y de planificación del ordenamiento territorial. En el país actualmente existen mecanismos de participación y de acceso – pensemos en las audiencias ambientales, por ejemplo -. En tanto  el Acuerdo de Escazú es un tratado internacional con un sistema de solución de controversias que acude a arbitraje o la Corte Internacional de Justicia o el Sistema Interamericano, según el caso, las decisiones de planificación del territorio podrán eventualmente llegar a estas instancias. Desde el punto de vista de los gremios, habida cuenta de la existencia de medidas cautelares que pueden suspender proyectos, es comprensible la preocupación ante la internacionalización de un conflicto social, ambiental o económico, lo que incide sobre los tiempos, ya prolongados, de viabilización de los proyectos. Sin embargo, es interesante anotar que en la última audiencia pública varios consejos comunitarios negros manifestaron su inconformidad frente a lo que puede llegar a ser una interferencia en la autonomía de toma de decisiones de sus propios territorios. Lo anterior plantea reflexiones importantes frente a la consulta previa. En la medida en que las comunidades étnicas ordenan y planifican su territorio, incluso con alianzas económicas, es posible que esta autonomía sea afectada por terceros que cuestionen la viabilidad ambiental de estas decisiones.

La internacionalización del compromiso frente a la democracia ambiental implica, como es obvio, generar un escenario donde podrá comprometerse la responsabilidad internacional del Estado. Podrá verse sometido a demandas de otros estados parte del acuerdo o deberá responder por demandas de defensores humanos ante el Sistema Interamericano. Esta responsabilidad internacional se justificaría, argumentan quienes promueven este acuerdo, porque el Acuerdo de Escazú contribuye a proteger a los defensores de derechos humanos. Se invoca la escandalosa cifra de líderes sociales asesinados, y se afirma que su antídoto sería Escazú.

Sin embargo, el Artículo 9o., que establece el compromiso de las partes a generar un entorno seguro para los defensores de derechos humanos, no pasa de contener un lenguaje de tipo declarativo, simbólicamente importante pero jurídicamente innocuo si de su protección se trata. El Acuerdo de Escazú no crea mejores condiciones para los defensores de derechos humanos. Estas condiciones se generan a partir de la presencia del Estado en los territorios y el fortalecimiento de la institucionalidad, cosa que no se logra firmando compromisos internacionales. Lo que debemos plantearnos como colombianos es una reflexión crítica sobre nuestra tendencia a acudir a la ley como solución a los problemas estructurales que aquejan a nuestro país. Debemos revisar el acervo normativo existente y preguntarnos por qué no está funcionando.

En la medida en que el Acuerdo de Escazú no establece una garantía para los defensores de derechos humanos, expone innecesariamente la responsabilidad internacional del Estado colombiano. El país se encuentra en una contingencia económica, en la que junto con planificar responsablemente su reactivación, debe poder contar con la libertad de hacerlo en el pleno de su soberanía regulatoria. Los tratados internacionales se caracterizan por limitar la soberanía de los Estados, cosa que los Estados aceptan frente a los beneficios que pueden representar. En el caso del Acuerdo de Escazú, no se vislumbran beneficios, ni para el Estado, ni para las empresas, ni para las comunidades, ni para los defensores de derechos humanos. Al contrario, sí se vislumbran altos costos.

El Acuerdo de Escazú se habría negociado con amplia participación del público. Quienes lo promueven parecen partir, sin embargo, de un sesgo hacia el rol de la empresa no solo hacia el medio ambiente, sino hacia los grupos de interés que impacta con sus actividades. Este sesgo la identifica, en el peor de los casos, como “predadora” de recursos naturales, “vulneradora” de derechos humanos; en el mejor de los casos, como irremediablemente ignorante sobre el alcance y significado del Acuerdo de Escazú.

No obstante, los gremios empresariales plantean interrogantes legítimos, que es necesario escuchar y analizar. Las empresas, diría Michael Porter, son parte de la solución, no son el problema. Su éxito depende del éxito de las sociedades en las cuales operan. Una interpretación útil del rol de las empresas y una visión constructiva de sus críticas contribuye a procesos realmente incluyentes y con mejores resultados para todos.

Por LINA LORENZONI

*Abogada, experta en derecho minero

 

 

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