(Caminata en tiempos de pandemia por las calles de una ciudad triste)
No abundan por donde mis pasos andan. Menos mal. Pero sí hay, en astas de palo, en ganchos de ropa, o colgando de una cabuya de algún balcón. Las banderas rojas del hambre, un signo de la miseria que se agudizó con la pandemia. Y digo que voy por barrios más o menos de nivel, como decir Los Ángeles, Boston, por el patrimonial Prado, por los lados de Sucre y en inquilinatos céntricos, como los de Girardot, donde hay balcones y ventanucos con ropas para secar. A veces, me topo con la cara sonriente de un niño junto a una insignia roja, que él quizá no distingue tales trapos de colores ni sus connotaciones. En todo caso, me digo, ese chico no está vacunado contra el hambre.
Y por donde mis tenis van, por ejemplo, por Sevilla, por los alrededores del Jardín Botánico, o, en otra dirección, por calles como Perú, Bolivia, Argentina, por Brasil y Mon y Velarde, no faltan, esporádicas, sí, las enseñas coloradas que indican que hay un estado de zozobra, unas carencias. No hay comida. ¿Qué hacer? He visto rostros demacrados, gente a la espera, miradas al vacío. Por Echeverri, más o menos cerca de las barandas amarillas que distinguen desde hace años el cruce con Mon y Velarde, en una vetusta residencia se asomaba, sobre un asta en derrota, la banderola encarnada. Y ya había visto otra por Miranda, en la ventana de un hospedaje.
Quizá en esa sucesión de inquilinatos, que pululan por sectores que antes fueron habitados por burgueses y otros potentados, hay, como en los conventillos de antiguos tangos, una canción de inmigrantes, un dolor de ausencias, alguna especie de despojo que ha quedado atrás, sin remedio. Se notan otros acentos. Se escuchan de pronto tonadillas de vastos llanos o de litorales tórridos. Una tambora suena. Algún corito desafinado, por ahí, sí, por Cuba con Girardot, de bachata o no sé qué revolturas rítmicas. Es lo que dicen que es la cultura.
Estas jornadas de aislamientos, que para muchos son de trágica escasez, van mostrando al caminante una geografía de tristezas, dos muchachas en la esquina de Girardot con Bolivia que ofrecen en unas bolsitas lo que pueden ser confites, o quién sabe. Y aquellos que, por el tranvía, en esa calle imprescindible del oriente de Medellín, Ayacucho, venden artículos chinos, o cantan y tocan, unos con saxofones, con guitarras y cuatros, algunos con flautas y armónicas. Hay bafles en las aceras y no puede faltar la letrilla evangelizante. Y hasta un acordeón se arruga por ahí.
No falta la muchacha que, además de bolsitas con ofertas, carga un bebé. Los que están sentados en las bancas de madera viendo subir y bajar el tranvía, que tal vez la palabra que más pronuncian en el día es “colabora”, parecen vencidos. Llegaron ahí tras una derrota. Se les nota en la cara de palideces, en el ceño fruncido, en la actitud de aquel que no puede (o no quiere) luchar más y muestra, esta vez, la bandera blanca de la rendición. Como en el ring de boxeo, les han tirado la toalla para que cese el combate.
Y están, claro, los que se aferran a alguna tabla de salvación, a un madero que los mantenga en la superficie en medio del naufragio. Se les nota cuánto han luchado, cuánto han braceado. Quizá en sus caras requemadas, achicharradas por soles de rebusque, tienen estampadas las maniobras del sobreviviente, que conjugan desespero y esperanza. Casi todos los de los inquilinatos de emergencia tienen en su fisonomía la desolación marcada. Ni siquiera a la muchacha de falda estrecha que se ha untando carmín en los labios y algún afeite barato en sus mejillas se le disimula su dolor, su angustia, y parece más bien un alma en pena.
En estas andanzas en que aparecen fachadas republicanas, cornisas, rosetones, verjas de hierro forjado, paredes descaecidas, puertas que jamás se han abierto (es lo que aparentan), balconcitos con barrotes antiguos, el paisaje se va oscureciendo con tachones de melancolía cuando flamean con debilidad las banderas rojas o cuando un niño sonriente, quizá acaba de perseguir una mariposa urbana, mira con ojos de curiosidad al que pasa tal vez sin sospechar cuál es el mundo que hay detrás de esas paredes donde habitan en montón los que parecen no tener ya ningún consuelo.
Ya no están, como hace dos meses, las muchachas en la esquina de Moore con Palacé que tenían escritas en papel periódico color caqui palabras que impetraban ayuda, ni he vuelto a ver la señora de edad que, en Moore con Ecuador, se paraba con una caja de confites que ofrecía a los de los vehículos que allí paraban. En casas que en otros tiempos eran la demostración de un presunto buen gusto, o puede ser de esnobismo y otras simulaciones, hoy habitan en montonera decenas de los que algunos llaman los perdedores, los olvidados, los que se quedaron sin cosecha.
En otros tiempos, cuando uno veía una bandera roja imaginaba otras batallas, otras historias, más de libertades y conquistas, más de contiendas por alcanzar derechos o, al menos, por no dejárselos arrebatar. Ya es la bandera de los desahuciados, de los que, según algunas muecas de desazón, han perdido toda esperanza.
Mis pies dan la vuelta, mis manos se agitan en un adiós para el niño que desde el balcón también dice adiós, y se encaminan, en la hora del retorno, a su punto de origen. Allí habrá limonada y alguien que pregunta con simpatía “cómo te fue”, mientras una mascota mueve la cola, las caderas y brinca de alegría al sentir que mis tenis van subiendo las escalas.
(Escrito en Medellín, cuando el primero de julio llovía)
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