“No han tenido suficiente con diseminar el miedo a la democracia; quieren más guerra y tiene claro cuál es la conditio sine qua non —la condición indispensable— para ello: que desarrollemos un miedo a la verdad”.
El miedo es una emoción que posee, por así decirlo, un doble rostro. En su primera faceta, podemos comprender que esta emoción nos dota de la capacidad para protegernos a sí mismos y a los demás —como individuos y como especie—. A lo largo de su proceso evolutivo, el ser humano ha tenido que enfrentarse a diversas dificultades y peligros. Aunque no tengamos memoria de ese pasado tan lejano, como señala el reputado profesor de psicología de la Universidad de Yale, John Bargh, en su libro ‘¿Por qué hacemos lo que hacemos? El poder del inconsciente’, entre esos peligros y dificultades «[…] cobraron forma y se agudizaron nuestros sistemas adaptativos del cerebro inconsciente». El miedo, entendido de esta manera, es un efecto heredado de peligros, dificultades y supersticiones antiguas que resulta funcional para una de nuestras dos pulsiones fundamentales y primitivas: la necesidad de sobrevivir.
Sin embargo, al analizar su segunda cara, fácilmente notamos que el miedo puede ser fuente de comportamientos inestables y erráticos, lo cual constituye una amenaza para el individuo y la sociedad. La historia está repleta de ejemplos que ilustran acciones crueles y dañinas perpetradas contra ciertas personas o grupos sociales, motivadas únicamente por el miedo. La estrategia es simple, eficaz y peligrosa: se recurre al discurso para convencer a la gente de que ciertas personas o grupos sociales representan una amenaza para sus asuntos reales y preocupaciones genuinas: los valores en los que creen, la estabilidad política o la seguridad económica del país, la nación o la patria; y luego se refuerza la idea de que dichas amenazas deben ser combatidas implacablemente. Fijémonos en la explicación que nos ofrece la filósofa Martha Nussbaum sobre esta relación de política y miedo: “[…] el miedo es fácilmente trasladable hacia un destinatario que puede tener poco que ver con el problema subyacente, pero que hace las veces de conveniente sustituto del mismo, a menudo porque ese nuevo blanco es ya objeto del desagrado popular”.
Esta segunda faceta del miedo ha sido un arma poderosa en manos de los señores de la guerra en Colombia. El traslado del miedo sí que han sabido hacerlo. Para darnos cuenta de esto basta con remontarnos a 1932 y explorar nuestra historia política más reciente; de esta manera, podemos identificar quienes han sembrado el miedo y cosechado odio y sangre. La lista de «Pacificadores» o «Salvadores de la nación» es extensa y está compuesta por empresarios antioqueños —que ocasionalmente pretenden refundar la patria—, valientes militares y ancestros de los actuales honorables congresistas y líderes de la oposición. Desde Laureano Gómez, pasando por Mariano Ospina Pérez y Gustavo Rojas Pinilla, hasta llegar a Guillermo León Valencia o Julio César Turbay Ayala, todos compartieron un discurso beligerante y sectario que mencionaba amenazas liberales, comunistas, socialistas y progresistas, supuestamente dirigidas contra la moral católica y que llevaba al país hacia la masonería, el ateísmo y el comunismo. Estas falacias se difundieron a través de la prensa, la radio y el púlpito, con el fin de respaldar un orden político basado en privilegios que se pretendían legitimados por la autoridad divina. De vieja data: Dios, Patria, Riqueza y Poder.
De este modo dieron lugar a una de las causas del conflicto armado de nuestro país, a saber: la poca o nula participación política que han tenido otros sectores de la sociedad colombiana o, para enunciarlo en otros términos, así plantaron el miedo a la democracia. Como bien se señala en el informe ¡Basta ya! Colombia. Memorias de guerra y dignidad (2013), elaborado por del Centro Nacional de Memoria Histórica: “El miedo a la democracia ha sido una constante en Colombia, y se convirtió en un incentivo para la prolongación del conflicto”. Esta estrategia persiste hasta nuestros días, aunque ejecutada por otros personajes y con miras más amplias. No han tenido suficiente con diseminar el miedo a la democracia; quieren más guerra y tiene claro cuál es la conditio sine qua non —la condición indispensable— para ello: que desarrollemos un miedo a la verdad.
¿Qué es la verdad y por qué se le tiene miedo?
Los seres humanos deseamos conocer y ese deseo de conocer es lo que nos mueve hacia la indagación filosófica. Tenemos sed de conocimiento y no queda saciada hasta que encontramos algo que creemos que es verdad. Pero a los filósofos y, en general a los hombres, les ha resultado difícil alcanzar una conclusión respecto a qué sea esta. Para no perdernos y ahogarnos, pues, en aguas tan profundas, consideremos que la verdad en este caso es una explicación satisfactoria de las causas, actores y consecuencias del conflicto armado en Colombia. Ahora bien, ¿Por qué se le teme?
Desde que en Colombia se inició el proceso de Paz con la extinta guerrilla de las FARC-EP, políticos de peso, empresarios, periodistas, entre otros han sido férreos opositores a todas aquellas ideas, instituciones y mecanismos que puedan reconstruir la verdad sobre los grados de responsabilidad y participación de los diferentes actores del conflicto armado. Han atacado la idea de Justicia restaurativa, la Jurisdicción Especial para Paz (JEP) y a todo aquel (político, guerrillero, paramilitar o militar) que desee someterse a ellas con el fin de contribuir a la construcción de la paz. Pero, otra vez: ¿Por qué? Quizá ese ataque es la expresión del miedo que le tienen a la verdad y sus más directas implicaciones: reconocimiento, justicia, reparación y garantías de no repetición. Experimentan pánico ante la posibilidad de que se haga justicia, pues esto implicaría reconocer que son responsables de la desigualdad social y la falta de participación política equitativa, aceptar su papel como promotores y participantes de la guerra. Tendrían que desprenderse del disfraz de libertadores-salvadores, y quedaría al descubierto el rostro, que comparten con otros, en calidad de verdugos. Ni libertadores ni salvadores: labradores de cementerio.
A lo mejor el miedo a la verdad radica en que se les expondría como verdugos, en que se desmontaría esa mentira que han edificado, desplazado y difundido sobre la responsabilidad unilateral del conflicto. Después de todo, las amenazas no serían los liberales, comunistas, socialistas o progresistas; no serían solo las guerrillas, los grupos paramilitares y las Fuerzas Militares actuando como ruedas sueltas. Quedarían como políticos ansiosos de poder y riqueza, incitadores de la agresividad y la violencia social y, de nuevo, como los sepultureros del cementerio que hasta ahora ha sido Colombia.
Es cierto que sin miedo estaríamos todos muertos porque, como ya se dijo, es funcional en tanto mecanismo de protección. Pero también es indubitable que el miedo no es un buen consejero si lo que queremos es reconstruir nuestro tejido social. Tener miedo en este punto de nuestra historia podría significar el entierro del derecho a la verdad que tienen las víctimas en particular y, en general, el derecho a la paz de la sociedad colombiana. En cambio, superarlo y dar cabida a la verdad es un paso fundamental que debemos dar; un paso con el suficiente peso. Que hable contundentemente quien tenga que hablar. Y si hemos de temer a algo, entonces que sea a la ausencia de verdad, justicia y reparación.
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