La vigilia del paseo

El paseo es categórico en ser la rutina de la disposición al tiempo, y la intención de detenerse en la sensación de qué otra cosa es no estar en casa. Acercarse a otras formas de lenguaje, del goce, la alegría.


Cuando estaba pequeña nunca íbamos de viaje: paseábamos. En las vacaciones familiares se armaba algún paseo, siempre dentro del país y en general a algún lugar al que llegábamos por carretera. Salir de paseo significaba irnos al menos una semana para una finca a las afueras de Medellín o a un hotel en la costa: nos dedicábamos al sitio por días. Se repetía casi todo.

Si era una finca, los adultos empezaban desde temprano a tomar tinto, anticipar preparaciones del desayuno/almuerzo, arreglar la casa, el jardín, la huerta, caminar. Las demás, primas y primos, nos despertábamos cada quien a su ritmo, que las madrugadoras queríamos alterar pasando con disimulo por las puertas de los cuartos para intentar adelantar la vigilia del paseo. Era una delicia la reunión matutina, la pijamada con primas/os, tías/os, vecinas/os, y la sensación del tiempo disponible, de la posibilidad de salir a recorrer, de jugar, de compartir, sentir salir el sol y estar habilitada para esa sensación por varios días, tener la expectativa por solo repetir esa manera de despertar muchos días, era una alegría. Irse a un hotel era distinto, porque en general lo hacíamos solamente con el núcleo familiar. Y aunque no era algo de todos los años, pudimos vivir varias veces el plan de estar por días en un hotel, en Santa Fe de Antioquia, en Coveñas, era el descanso de la mamá y el papá y nuestros días de asolearnos y tenerlas todo el tiempo.

Cuando escuchaba la palabra viaje, en mi cabeza quedó guardado que se hacía referencia a alguien que se había ido lejos y por mucho tiempo. Alguien que había salido del país, por vacaciones o trabajo, y volaría por algunas horas para estar en ese otro lugar que para el resto era nomás una referencia. “Una vez tal se fue de viaje a Estados Unidos, y por allá los buses no paran si les ponen la mano…”, con pedacitos del asombro de esas que viajaron nos hacíamos una idea de un lugar que pensábamos que, si alguna vez conocíamos, sería por azar y en todo caso un interés particular (era casi que algo asociado individualmente, esta persona que fue a USA, esta que fue a Brasil, etc.)

Desde hace tiempo he notado el uso del verbo viajar para referirse a cualquier salida de la ciudad, por el fin de semana, por el puente, por las vacaciones. Aunque es preciso: un viaje es un recorrido, extraño la connotación del andar, vagar, detenerse que lleva “paseo”, y me desalienta la concepción del viaje como un producto de consumo masivo, algo que repiten muchas personas de maneras similares, una rutina que se compra, una receta de qué contiene un lugar. El viajar significa, a mi modo de ver, el giro en la validación social, una nueva expectativa desde la que se subestima a quien más viajó, atribuyéndole un interés en hacer en contraposición a tener, que no tiene la singularidad que antes tuvo, la excepcionalidad de quien fue lejos, y volvió a contarlo. Por el contrario, da la asimilación de la expectativa por el viaje una sensación de omisión por falta de atención, de planeación, es decir, quien no lo ha hecho no ha sacado el tiempo, pues todas lo quieren, y lo que le sigue es la respuesta a cuándo se cumplirá con algo que está pendiente.

Esa rutina del viaje es exasperante. Es común escuchar versiones de la indisposición por no poder completar una agenda de un día de consumir una ciudad, un lugar. Se tienen señalados los lugares para visitar, dónde comer, qué ver, y a todo se le refiere como hacer: ¿ya hizo el museo tal?, ¿ya hizo el restaurante tal otro? No se visita con la alegría del tiempo libre, se hace con el compromiso de consumirlo todo (en comparación además con otras personas) y reseñarlo, ponerlo en las redes como alternativa para alargar ese ciclo, pues cuando el viaje dura quince días (Europa, varios países, veintenas de ciudades, cientos de restaurantes), su relato dura meses: una publicación semanal, gota a gota, de qué se comió, que se vio, que se hizo, a quién se conoció, y el largo etcétera de lo mercadeable del viaje.

El afán por el viaje no es ajeno a la rutina de trabajo-consumo cotidiana, en la que hay poco espacio (literalmente) para actividades que no impliquen comprar algo. El viaje es la extensión de esa ansiedad urbana por la productividad en detrimento del ocio, y por la validez de la experiencia individual desde una idea de “interés por conocer”, que es más bien una salida rápida a la imposibilidad de imaginar. Habría que completar esta relación del viaje-consumo y estilo de vida urbana con otros elementos, pero la predisposición a que es lo que se está queriendo comprar es central.

El paseo es categórico en ser la rutina de la disposición al tiempo, y la intención de detenerse en la sensación de qué otra cosa es no estar en casa. Acercarse a otras formas de lenguaje, del goce, la alegría. Poder experimentar qué es el día y cómo es la noche, y qué pasa en el intermedio en el que parece que la mayoría trabaja: ¿cómo se siente no trabajar?, o no responder a una institucionalidad. Que cada persona decida cómo pasa su tiempo, pero que ojalá la elección no esté mediada por la necesidad de lograr la foto, por ese ímpetu de cumplir(se).


Todas las columnas de la autora en este enlace: https://alponiente.com/author/carotoroperez/

Carolina Toro Pérez

Nací en Medellín. Estudié Ingeniería Industrial en la Universidad de Antioquia y una Maestría en Ciencias de la Sostenibilidad, en la Universidad Nacional Autónoma de México. He trabajado por más de seis años en proyectos relacionados con movilidad sostenible en Bogotá, desde el sector público y actualmente en consultoría. Estudio los contextos urbanos desde diferentes perspectivas, y me interesa sobre todo la relación que la movilidad tiene en la configuración y la socialización urbana.

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