Cuando arribamos al final de un año tan doloroso, tan raro, en el que la lucha por la defensa por la vida ha sido noticia mundial y motor de las decisiones de todos los gobiernos, en todos los niveles y en todas las latitudes, parece increíble que tengamos que seguirle haciendo frente al homicidio. Es como si no hubiéramos entendido nada, como si librar la batalla contra una pandemia fuera una anécdota más y se pudiera ir sembrando muerte por los parajes como si nada.
Comenzar un domingo con la trágica noticia de una muerte colectiva nos debería implicar luto a todos. Es la masacre número 17 de este año Antioquia. Significa que los señores de la muerte se han paseado por distintos municipios sembrando dolor y miedo, como si no tuviéramos suficiente con un virus que nos ha encerrado, nos ha limitado y ha evidenciado lo frágiles que somos.
En Betania, fueron ocho jóvenes muertos y dos heridos. En cada registro de asesinatos múltiples, como en los que ocurren de manera individual, detrás de las estadísticas hay historias personales y familiares que se truncan. Son sueños y esperanzas que se cortan de raíz, dramas que no quedan en los registros ni se reflejan en los informes. Vidas que al interrumpirse antes de tiempo nos enrostran un fracaso social.
En el suroeste y el oriente vamos perdiendo en el empeño de disminuir la tasa de homicidios. Pero no es un problema de esas subregiones, mientras no entendamos que es un asunto que nos atañe a todos, seguiremos asistiendo a esas escenas llenas de dolor, de rabia, en las que el odio suele encontrar nuevos nichos y la maquinaria de la muerte se sigue aceitando con la sangre de jóvenes a quienes no hemos sido capaces de defender como sociedad.
Y es que fallamos como sociedad cuando los jóvenes son víctimas de estos hechos violetos, ya sea porque sus vidas son cegadas o porque son ellos quienes disparan las balas asesinas. No hemos sido capaces de protegerlos y de mantenerlos alejados de las redes del narcotráfico que los instrumentalizan y que, para mantener un lucrativo negocio ilícito, los usan, los condenan al vicio, los enrolan y los llevan a la muerte. Por eso, insisto, el luto nos toca a todos.
Desde el Gobierno de Antioquia, hemos hecho esfuerzos para motivar el cuidado y la protección de la vida, ese es nuestro ADN, nuestro propósito primordial. Hemos reiterado que la Seguridad Humana, es la ruta para la defensa de la vida digna como un asunto multidimensional que tiene que ver con las acciones de Gobierno, con la participación ciudadana, con la gestión de los riesgos, con la promoción de la paz y las estrategias de Noviolencia, así como con las capacidades de prevención y atención en salud, entre otras.
Esa concepción holística de la seguridad, animada por la defensa de la vida, no admite excusas ni discriminaciones. Aquí no hay muertos buenos y muertos malos, no hay asesinatos justificados, ni tolerables, ni aceptables. Nos duelen todos muertos, nos entristecen las lágrimas de todas las madres, de todos los huérfanos y todas las familias. Y aspiramos a que pare el espiral de la venganza para que no haya más duelos que nos hagan avergonzar.
Dicho sea de paso, tampoco existe el microtráfico al que se atribuyen buena parte de los asesinatos en Antioquia. No es un negocio menor ni una mafia chiquita. Son estructuras armadas, ilegales, envueltas en un delito transnacional, poderosos señores de la muerte dedicados a aumentar sus tesoros ensangrentados que recurren a la venta al menudeo para incrementar sus mercados, que utilizan a los jóvenes y los condenan a una vida corta, esclavizados en el vicio y la ambición. Contra esas estructuras debemos cerrar filas.
Esa es una tarea que nos necesita a todos. En la que hemos encontrado el apoyo del Gobierno Nacional y el compromiso de las fuerzas armadas, de la policía, del aparato de justicia, de los alcaldes y alcaldesas, pero que evidentemente no ha sido suficiente para revertir la trágica realidad. Por eso es indispensable aumentar los esfuerzos, afinar los Planes Integrales de Seguridad y Convivencia en todos los municipios y reforzar la integración tecnológica, además de motivar la colaboración ciudadana.
Cada niño, cada joven que le quitemos a las estructuras criminales representa la esperanza de la vida, de la suya y la de otros. En eso no hay esfuerzos pequeños. Las familias, los amigos, el sistema educativo, las alternativas deportivas y culturales, el estado, todos tenemos el reto inmenso de abrir ventanas de oportunidad e integración y cerrarle el paso a la delincuencia y a los atajos. Todos, cotidianamente, debemos arroparlos y mostrarles que, desde la diferencia todos somos iguales, y todos merecemos vivir con dignidad.
Ya es hora de darle el giro a la tuerca, de sumar en lugar de restar. Debemos superar las estadísticas y entender de una vez por todas que ninguno puede estar tranquilo mientras la muerte y la violencia se campean por el vecindario. Tenemos que defender y proteger la vida, si no hacemos eso, nunca tendremos una sociedad digna ni respetable, no tendremos sosiego ni humanidad.
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