Echado a su suerte, sobre una tumba aún no cavada, yace abandonado en un andén lo que alguna vez fue un escritorio y ahora no es más que un cascarón de madera carcomido y deshuesado.
De su servicio activo no es sabido nada más que lo que sugieren las cicatrices de su piel cuarteada y la ficción forense del transeúnte impertinente. Quizá el escritorio fue el hijo bienamado de un carpintero y nació a la vida como un burocrático y rectángulo mueble mediano de un color muy parecido al blanco. Quizá algún día guardó en sus cajones objetos valiosos, secretos prohibidos, y hasta los mismísimos aretes que le faltan a la luna, pero ya ni siquiera cajones tiene. Quizá fue el fiel amigo del insomne, a quien le sopló esa palabra exacta que le inyectó vida y sentido a eso que estaba escribiendo; o fue la incómoda almohada del niño que sobre él se quedó dormido mientras luchaba ferozmente con el binomio cuadrado perfecto; o fue el sufrido amortiguador del puño o de las lágrimas del que capituló ante la vida, pero nadie puede corroborar esto, porque ya nadie responde por él.
Y al lado le han puesto más basura para que alguien se lo lleve. Los del servicio de aseo de la localidad lo consideran un escombro, primo hermano de los colchones comidos por las ratas, y los recicladores lo evalúan como aparatoso y menos rentable que los cartones y las botellas de plástico que cada tercer día les ponen como apetitosa carnada. Pasan de largo los unos y los otros y pasan los días uno tras otro -cuál más tedioso- y nadie reclama los restos del viejo escritorio, que sigue allí, recordando quizá sus días gloriosos, en los que tenía todos sus cajones y el óxido no había corroído sus clavos, en los que sobre él hubo una pila de libros, una bandeja de entrada y salida de documentos, una canastilla llena de esferos, una lámpara de luz cálida, una foto familiar y un pocillo de café; esos días en los que sobre él recaían responsabilidades que parecían insuperables, luego se hicieron insoportables y finalmente solo fueron insignificantes.
Cuando ya había cumplido su tiempo de servicio útil y ya ni siquiera servía para hacer estorbo en su hogar, acaso su último dueño decidió que había llegado el momento de botarlo a la calle, a pesar de que esa es una conducta tipificada como una infracción ambiental merecedora de un improbable comparendo, porque usualmente nunca nadie -mucho menos la policía- se da cuenta de quienes son los que arrojan al espacio público los residuos sólidos y los escombros -y menos si esto ocurre en el muy limpio, cívico y patriota estrato 5 bogotano-.
Enfrentado a su destino final, y sin la movilidad de su hermana la silla, el escritorio debió entender lo que quiso decir López Michelsen con eso de que los expresidentes eran muebles viejos. Aunque él nunca se fajó la cinta presidencial ni se sentó en el solio de Bolívar, el escritorio debió sentir en ese momento, en lo más arbóreo de sus astillas, el desahucio del deber cumplido y la melancolía del viaje sin regreso al Erebo. Su viaje aún no termina, pues aún sigue abandonado en ese andén, esperando a que alguien lo lleve a la basura o al reciclaje, lo primero que ocurra. Mientras tanto, el escritorio sigue acostumbrándose al hueco olvido y al perpetuo silencio a los que están condenados los muebles viejos.
P.D. Si el lector curioso quiere visitarlo, el escritorio yace en la carrera 53 con calle 107, costado occidental, al lado de dos canecas de basura y de una señal de prohibido parquear.
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