“Miopes ante la realidad, los anticorreístas se convencerán —como hace dos años— de que la victoria de Noboa es el clavo faltante en el ataúd del correísmo. Que cada votante de Noboa comparte su odio enfermizo a la revolución ciudadana y sus simpatizantes. Los correístas, por su parte, argumentarán —como hace dos años— que su derrota se debe a aquellas mentes débiles que se dejaron convencer por el discurso de odio de la derecha neoliberal y sus “sicarios de tinta””.
Cuando Guillermo Lasso consiguió la victoria en la segunda vuelta de 2021, muchos simpatizantes correístas buscaron consuelo en la idea de que quienes lo votaron y quienes decidieron anular su voto “sufrirían” las consecuencias de su decisión y aprenderían, por las malas, su lección. Dos años de sufrimiento más tarde, el electorado ha vuelto a negarle la presidencia al candidato de Correa —candidata, en esta ocasión—.
¿Cómo hizo el correísmo para perder una elección tras seis años de dos gobiernos nefastos que trataron de justificar su fracaso atacando a la revolución ciudadana? ¿Cómo perder ahora que se ha demostrado fehacientemente que el anticorreísmo sólo trae inseguridad, desempleo y violencia?
Desde el momento en que Lasso decretó la “muerte cruzada”, el correísmo se sintió ganador de las elecciones anticipadas.
Visto desde la perspectiva estrictamente schmittiana de la militancia correísta, la única explicación posible es que el votante es estúpido y no sabe lo que le conviene. Dado que la política ecuatoriana, según ellos, se divide en dos únicos bandos, el fracaso del uno debió traducirse necesariamente en el éxito del otro. Sólo la variable estupidez puede explicar esta desviación de la norma.
El problema es que esta mirada antagonista de la política—“agonista”, según el eufemismo de Chantal Mouffe— esconde la complejidad del panorama. Resulta que la catástrofe del gobierno de Lasso no tenía porque lanzar a la gente a los brazos del correísmo. Sobre todo, si consideramos que necesitaba el voto de aquellos a los que ha denostado y deseado el mal durante dos años.
La revolución ciudadana no superó 2021; para sus dirigentes y simpatizantes, esta elección era una nueva batalla entre el correísmo y el anticorreísmo, ese sector del electorado que también está atrapado en la trampa antagonista. Para estas dos fuerzas políticas, esa proporción mayoritaria de la población que no pertenece a sus respectivos bandos no existe o no importa.
Miopes ante la realidad, los anticorreístas se convencerán —como hace dos años— de que la victoria de Noboa es el clavo faltante en el ataúd del correísmo. Que cada votante de Noboa comparte su odio enfermizo a la revolución ciudadana y sus simpatizantes. Los correístas, por su parte, argumentarán —como hace dos años— que su derrota se debe a aquellas mentes débiles que se dejaron convencer por el discurso de odio de la derecha neoliberal y sus “sicarios de tinta”.
Los unos se convencen de la validez de su razonamiento porque ganaron; los otros, porque perdieron. Los primeros invisibilizan a la porción democrática de la ciudadanía; los segundos, arremeten contra ella.
Este maniqueísmo convirtió a esta campaña electoral en la más sucia desde el retorno a la democracia. Cuando el enemigo a vencer es el mal encarnado, “el fin justifica los medios” parecen decir los “istas” y los “antis”.
Así, el anticorreísmo acusó de “narcos” y “asesinos” a los líderes y simpatizantes de la revolución ciudadana, difundió audios y noticias falsas sobre Luisa González y advirtió de un “masivo fraude electoral” que nadie es capaz de comprobar. Infame campaña a la que, para perjuicio de nuestra democracia, se sumó incluso la Fiscal General del Estado.
De su parte, el correísmo también recurrió a las acusaciones de narcotráfico, aprovechando el descubrimiento de droga en cajas de banano importadas desde el Ecuador por países europeos, aunque para ello hayan debido manipular el audio de un reportaje realizado por una periodista en el que en ningún momento se menciona a la empresa del padre de Daniel Noboa. Y ni qué decir de los continuos intentos por posicionar la perversa teoría de que a Fernando Villavicencio lo asesinaron con el fin exclusivo de perjudicar a Luisa González.
Tienen razón los correístas al denunciar la infame campaña en su contra, como tienen razón los simpatizantes de Fernando Villavicencio al repudiar las insensibles declaraciones de los líderes correístas sobre el difunto político. El problema es que la respuesta de ambos sectores a la campaña sucia en su contra fue siempre subir la apuesta. No les preocupaba que la democracia se vea manchada por la violencia política; les preocupaba mancharse más que su enemigo.
Al final, esta elección la perdió el correísmo, pero no la ganó el anticorreísmo. A diferencia de Lasso en 2021, Noboa no basó su campaña en el miedo a Correa, sino en la expectativa de un cambio para el país. Creíble o no su promesa, el resultado está la vista. En la segunda vuelta de 2021, el voto nulo y blanco alcanzó su máximo histórico, rondando el 20% de los votos totales; hoy, ese voto apenas supera el 8%. En 2021, el antagonismo fue asumido por ambos candidatos; en 2023, el correísmo se quedó solo en ese campo de batalla que la mayoría de los ecuatorianos no quiere volver a pisar.
Noboa acertó al no escuchar los cantos de sirena del anticorreísmo rabioso durante la campaña. Ahora sólo nos queda aguardar para saber si entendió también que el reto al que se enfrentará durante el próximo año y medio requiere un talante democrático y no una obsesión antagonista.
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