Cuando veo a los “hermanos venezolanos” que pululan en los semáforos de nuestras ciudades, me produce desazón pensar que ellos y millones como ellos apoyaron una y otra vez el régimen de Chávez y Maduro, en las decenas de votaciones que se han hecho en Venezuela desde que aquel ganó las presidenciales de 1998, y que seguirían apoyándolo de no haber perdido un pequeño empleo en la administración pública o haber dejado de recibir sus “cajitas clap”.
Y esa desazón se hace mayor cuando recuerdo que 8 millones de “hermanos colombianos” votaron en 2018 por Gustavo Petro: el socio político de Chávez y Maduro en el Foro de Sao Paulo, consejero y asesor puntual de la construcción del socialismo del siglo XXI, el más delirante y estrafalario personaje que haya surgido en la política colombiana desde los tiempos de Regina Once o el Doctor Gabriel Antonio Goyeneche; con la diferencia fundamental de que Regina y Goyeneche eran estrafalarios, pero divertidos; Petro es siniestramente estrafalario.
Lo ocurrido en Venezuela es consecuencia del colapso del sistema asistencialista y corrupto montado para la distribución de la renta petrolera. Gasolina y servicios públicos domiciliarios gratuitos, millones de empleados gubernamentales sin más cometido que cobrar su salario y reparto de toda clase de prebendas, regalos y dádivas para lograr el apoyo de la masa popular.
Eso no empezó con Chávez y Maduro. Los gobiernos de Carlos Andrés Pérez, Herrera Campins y Jaime Lusinchi desplegaron también una masiva política asistencialista durante la bonanza de precios de los años 70 y 80. Repartiendo dinero a espuertas y endeudando prodigiosamente el país, lograron drásticas reducciones en los niveles de pobreza. En 1990 el 38,5% de la población era pobre y el 16,3% estaba en condiciones de pobreza extrema; por ese entonces los mejores indicadores de América Latina.
El precio pagado fue la creación de una masa rentista que sólo aspiraba a obtener una mayor porción de la renta petrolera y que votaba por el partido que ofreciera más. Por eso, no tiene nada se sorprendente que, en las elecciones de 2012, Henrique Capriles, el candidato de la oposición enfrentado a Chávez, prometiera mantener las Misiones Bolivarianas o las Misiones de Cristo, creadas por Chávez en 2003 para repartir beneficios entre sus partidarios.
El intelectual venezolano Arturo Uslar Pietri denunció el desperdicio de US$ 300.000 millones de dólares de ingresos petroleros equivalentes a 15 veces el Plan Marshall. El problema de la dependencia de la economía venezolana del petróleo y de la creación de una sociedad rentista fue la obsesión que lo acompañó durante toda su vida. Todo mundo conoce en Venezuela un artículo suyo, escrito en 1936: “Sembrar Petróleo”. Allí clamaba por un empleo productivo en el desarrollo de la agricultura y la industria de los ingresos petroleros que desde principios del siglo XX beneficiaban su país. Ya en 1990, en un artículo titulado “Los Venezolanos y el petróleo”, Uslar Pietri escribió:
“¿Hasta cuándo podrá durar este festín? Hasta que dure el auge de la explotación petrolera. El día en que ella disminuya o decaiga, si continuamos en las condiciones actuales, habrá sonado para Venezuela el momento de una de las más pavorosas catástrofes económicas y sociales”.
Los ingresos del petróleo se derrumbaron, vino el “caracazo”, el fallido golpe de estado de Chávez, el gobierno endeble de Caldera, que lo puso en libertad, y luego su elección en 1998. Uslar Pietri murió en 2001, todavía lúcido para darse cuenta de cómo se cumplían sus predicciones.
Con una renta petrolera infinitamente menor, Colombia se dio también a la tarea de montar su propio sistema asistencialista: subsidios masivos a los servicios públicos domiciliarios, transferencias monetarias directas que alimentan clientelas políticas, pagos a grupos organizados de productores fracasados, empleos y contratos innecesarios en la administración pública y, la cereza del pastel, un programa de viviendas gratuitas para impulsar una campaña presidencial. La bonanza de precios del petróleo, que impulsó el crecimiento de la economía desde 2000, se derrochó casi toda en burocracia y asistencialismo.
La economía colombiana se ha petrolizado: su crecimiento y la suerte de las finanzas públicas dependen de los ingresos petroleros, como se ilustra en el par de gráficas donde se relacionan el crecimiento del PIB y el déficit fiscal con el precio del petróleo. Desde hace años, los ministros de hacienda se acostumbraron a fincar sus esperanzas en el precio del petróleo elevado. El Marco Fiscal de Mediano Plazo de 2018, proyectaba las finanzas del estado con un precio de US$ 68 el barril, el de 2019, con uno de US$ 70.
En 2011, el profesor de Harvard, Michael Porter decía que lo peor que le podía ocurrir a Colombia es que continuara encontrando petróleo. En ese mismo discurso indicaba que la pobreza podía reducirse, ciertamente, dándole plata a los pobres, pero que eso era una trampa. Esa es la trampa en la que cayó Venezuela y en la que probablemente habría caído Colombia de haber tenido mayores ingresos para nutrir el asistencialismo, la burocracia y la corrupción.
En su mayoría, los miembros de la clase política tradicional de Colombia comparten, con sus pares venezolanos, la falta de fundamento doctrinal, de carácter y de autoridad moral para oponerse al asistencialismo y al burocratismo y para controlar la corrupción; dejándole todo el espacio a los demagogos como Petro, Robledo, Fajardo, López, etc. que están logrando hacerle creer a la gente que tienen la fórmula mágica para acabar con la pobreza y la corrupción, como hicieran en su momento Chávez, Maduro y sus compinches en Venezuela.
A la deriva doctrinal y moral de la clase política se añade la bonachona estupidez de la dirigencia empresarial, que acoge en sus encuentros gremiales a los enemigos declarados y solapados de la libertad, la propiedad privada y el mercado y financia generosamente unos medios de comunicación empeñados en desprestigiar los valores liberales, en desconocer los avances sociales del País y en, más que informar, hacer propaganda y apología de las actividades de todos los personajes de la izquierda.
A Chávez, en Venezuela, los políticos no quisieron o no pudieron enfrentarlo y el más pusilánime de ellos lo puso en libertad; los empresarios lo miraron con desdén pensando que era un político corrupto más, con el que no convenía enfrentarse y de quien, eventualmente, se podría obtener algún favor; en fin, los medios lo convirtieron en “azote de los corruptos y el paladín de la justicia social”.
Colombia tiene hoy los cuatro elementos que llevaron a Venezuela a la catástrofe económica y social en que se encuentra sumida: dificultad creciente para financiar el asistencialismo, una dirigencia política tradicional dividida y desprestigiada, un empresariado vacilante y confundido y unos medios de comunicación dedicados, dolosa o culposamente, a desprestigiar el sistema del que derivan su sustento.
Si las cosas no cambian radicalmente, no queda más que decir: ahí está el cóctel servido, señor Gustavo Petro, ¡buen provecho en las elecciones de 2022!
Comentar