La tierra del olvido

“Si la Nación quiere salir de la violencia, tiene que cambiar… Los lugares donde ocurrieron las masacres tienen que cambiar.

Los lugares de las masacres tienen que ser hoy lugares hermosos, no para ocultar sino para mostrar”
 Presidente Gustavo Petro[1]


“Todo tropezará y lo hará en todas direcciones, … Los vientos del mundo han cruzado el umbral y han volcado el orden del alma.”
Leonard Cohen


El último video de esta bella melodía de Carlos Vives, más parece la promoción de una oficina de turismo que una alusión al título de la canción. Paisajes exuberantes y cantantes rubicundos y satisfechos imitan cantar sobre una geografía de fondo que bien sería la envidia del paraíso. Ni esta interpretación representa su poético nombre, ni los paisajes son para el olvido. La verdadera tierra del olvido está en los Corregimientos de El Aro[2] y La Granja[3] en el municipio de Ituango, departamento de Antioquia, república de Colombia.

Después de cinco horas de cabecear contra el vidrio de la ventanilla, de sobresaltos y ríos de babas dejadas caer sobre las hirsutas barbas, se llega a Ituango, no sin antes pasar por la vía que abrió y pavimentó EPM para la circulación de sus ingenieros y contratistas. Ituango es el pueblo que hasta el mismo olvido se olvidó de él a pesar de haber sido, con los otros municipios de la cuenca, la excusa para la exacción de 230 millones de dólares al proyecto de Hidroituango, cuando éste aún no había  producido un solo vatio.

Ituango es un pueblo enclavado en las lomas de las enormes montañas de la cordillera occidental, con vías tan empinadas como el camino al cielo y tan estrechas como las mentes de sus gobernantes. Un parque central adornado, como casi todos los de nuestros pueblos, por una iglesia que compite con las montañas y una superficie inclinada, como la de su geografía. Pocos parques he conocido como este, casi todos son planos, como diciéndonos, has llegado, descansa. En Ituango hasta el parque es en subida. Y no es solo un asunto del altímetro, en subida quiere decir esfuerzo, cuesta arriba, difícil de alcanzar. Eso es Ituango, la geografía inalcanzable de la paz y la dolorosa prueba del martirio y el sufrimiento de la guerra. Ituango es nuestro Gólgota, nuestro camino de espinas.

De Ituango a El Aro hay cerca de dos horas por la vía de EPM, una carretera pavimentada con baches y derrumbes a lado y lado, cerrada a tramos por enormes verjas en cuyas puertas, guardias armados te identifican antes de dejarte pasar. Estamos en las tierras del Proyecto que ha llenado de mácula y agua podrida esta bella geografía. Un megaproyecto que ha manchado el bello nombre de Ituango, vocablo que en sus orígenes indígenas era “río de chicha” y hoy lo resignifica como “aguas de codicia”.

El imponente paisaje es una sucesión infinita de enormes y bellas montañas, algunas deforestadas y muchas otras coronadas de penachos blancos y neblinas como gasas en el horizonte. Uno que otro arbolito resiste en medio de cafetales y potreros en donde pastan semovientes alpinistas. Es la típica tierra de colonización, una geografía que a cada metro nos señala la pertinaz empresa paisa que ahora canta jubilosa a la motosierra adquirida en la Federación. Y como en toda tierra de colonización, una población prisionera de los inescrutables designios divinos y curtida por el empeño denodado de trabajar y sobrevivir aún en las peores circunstancias.

Para ir a El Aro, primero se llega al puente El Arito, allí, bajo una carpa improvisada para protegerse del sol rivereño del Cauca, esperan los arrieros y las recuas de mulas, algunas de las cuales nos llevarán hasta el pueblito del corregimiento El Aro. La única vía de comunicación es una pared de piedras y arenilla que bordea la montaña y en cuyas profundas huellas secas se advierte el paso cansino de las bestias en el invierno. Al llegar al pueblito, uno cree que es un milagro poder bajarse de esos mulares de ijares juagados en sudor y exánimes resoplidos.

El Corregimiento de El Aro es como la soledad, como un sentimiento cercano a la depresión. Allí, una sensación de abandono te arropa  y el paisaje duerme apenas perturbado por cuatro perros mordisqueándose y oliéndose el culo y  unas cuantas gallinas paseando en la plaza de hierba.  Un colorido quiosco a un lado, otro a medio construir en el otro, un parquecito infantil sin niños, tres hileras de casas de bahareque y tapia en tres de los costados de la plaza y en el otro, la única construcción de ladrillo y cemento que se levanta gracias a los recursos de la indemnización que uno de los habitantes recibió por la masacre de 1997. Me dijeron que esa construcción sería próximamente un hotel.

Al centro del parque, un semicírculo de cemento evoca el nombre del pueblo y en la mitad de ese semicírculo pintado de  anaranjado y rojo, una enorme virgen sobre una gran M, de María, tan blanca como la estatua. A un lado, una placa medio enmohecida y en todo caso abandonada, reposa sobre una base de cemento. Es la lista de 15 de los asesinados por las autodefensas. Un poco más allá, un Bolívar descolorido, derruido y ahuecado por las balas que dieron en su pedestal y a su lado el monumento a las víctimas: una enorme cruceta café, vergonzante, sin placa alguna de su autoría. Un costoso monumento que enrostra a los pocos habitantes de El Aro el derroche de los recursos públicos y erige en reparación simbólica, la bobería de las almas y organizaciones pías que entronizaron allí esa horrible cruz.

De la reunión, con los pocos miembros de la comunidad que alcanzaron a ser avisados,  solo queda el amargo reproche: a qué vienen aquí, llevamos más de 8 años en el proceso de reparación colectiva y nada ha pasado, después de más de 20 años EPM dice que no tiene dinero para hacer la carretera que nos prometió y para ajustar, no hay nadie en el puesto de salud que construyeron y dotaron los japoneses aquí arribita y la escuela está en ruinas y solo hay una profesora para cubrir los cursos de primero a noveno. Si no hubieran venido a prometer de todo, nosotros ya habríamos hecho el acueducto y el alcantarillado que nos faltan. Háganos la carretera para poder salir y entrar de aquí y ahí si les vamos a creer.

Dos días después de visitar esta soledad de tapia y ruinas, partimos para el Corregimiento de La Granja. Casi tres horas desde Ituango por una trocha atravesada por quebradas y riachuelos que corren cristalinas a flor de tierra y arrasan con el poco camino que sobrevive a cada derrumbe. Los puentes y box culvert yacen arrumados a las orillas de los ríos que pretendieron vadear y muchos tramos solo se pueden transitar merced a la presencia solitaria de una máquina que limpia la vía y arruma en las orillas los desechos de las avalanchas. A ambos lados de esta trocha solo potreros imposibles y cafetos combatiendo con la maleza.  De tramo en tramo, una pancarta colgada o puesta en una alambrada por las autodefensas gaitanistas: “yo no soy un hombre soy un pueblo y el pueblo es superior a sus dirigentes. Enero 23 – 1903 Enero 22 – 2023. 120 años de VIDA Y LUCHA GAITANISTA”. Y en un extremo de la pancarta, sobre un descolorido verde, el perfil de Gaitán con el puño en alto y debajo “Gaitán vive”.

Una vez en el caserío de La Granja, más grande y habitado que El Aro y centro de 39 veredas, muchas de ellas a más de 10 horas de camino, el recuerdo me abatió: en el centro del parquecito, un pequeño busto flanqueado de dos chindaus (coronas de los indígenas Embera de Ituango), soportado sobre un libro abierto que en una de sus páginas incluye unos datos biográficos y en la otra su frase premonitoria: “Acá estamos, estaremos siempre, en el fragor de la lucha o en la quietud de la muerte”. Es el humilde monumento en homenaje a Jesús María Valle Jaramillo, nacido en La Granja y mi querido profesor y jurado de tesis en la facultad de derecho de la Universidad de Antioquia.

Lo que sucedió después me resulta un poco borroso. El registro en el pequeño hotel o pensión y el arroz con pollo en el restaurante del parque. Allí mismo, la reunión y la sarta de reclamos por un Plan de Reparación Colectiva que había alcanzado a entregar una dotación a la casa de la cultura y unos guayos y medias de futbol para algún campeonato veredal de fútbol. Aún preguntaba el funcionario por la talla de los guayos de los árbitros, cuando un vecino me susurró que parte de los recursos de la reparación, se habían quedado en los bolsillos del cooperante-operador: la Organización de Estados Iberoamericanos-OEI-.

En el Colegio, llamado Jesús María Valle Jaramillo, recibimos un rosario de quejas interminables. La principal, la ausencia del SENA en los cursos de media técnica a que se había comprometido y la falta de incentivos para seguir la educación superior o tecnológica. Del bachillerato salen los jóvenes para sus parcelas a coger café o arriar mulas, cuando no para alguno de los grupos armados que aún persisten en estas breñas.

Al segundo día salimos de La granja, con la rabia y la frustración atragantándonos y con el propósito de volver, si es que algún día la burocracia bogotana lo permite.  Algo aprendí, sin embargo: la desolación se mide en megabits, los mismos que no existen ni en El Aro ni en La Granja. Gracias Centros Poblados y UNE-EPM por la incomunicación a que condenan a las víctimas de Ituango.

P/D. El verso completo de la canción Futuro, de Leonard Cohen, que sirve de epígrafe a este artículo dice así: “Todo tropezará y lo hará en todas direcciones, no habrá nada, no habrá nada que tú puedas remediar”.


Todas las columnas de la autora en este enlace: https://alponiente.com/author/jesus-ramirez/

[1] Acto de reconocimiento de responsabilidad del Estado y pedido de perdón – Caso Masacres de Ituango vs. Colombia.

[2] https://rutasdelconflicto.com/notas/25-anos-la-masacre-del-aro

[3] https://rutasdelconflicto.com/masacres/la-granja

 

Jesus Ramirez

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