Hijos de los últimos y primeros años de los siglos XIX y XX respectivamente, los autores pertenecientes a la doctrina filosófica llamada Teoría crítica vivirán para ver la secuencia de guerras y atrocidades más cruentas de nuestra historia reciente. La Primera Guerra Mundial, la revolución bolchevique, la Guerra Fría o la previa Segunda Guerra Mundial, junto a sus novedosas formas de exterminio, son sólo algunos de estos bochornosos casos. El objeto de este texto no es ninguno de estos fenómenos en concreto, ni las formas de totalitarismo que les subyacen, sino el nuevo modo de vida ofrecido en las sociedades industriales avanzadas. Respecto a estas, la Teoría crítica se erige en una forma de crítica que da cuenta de las contradicciones de las que adolece la sociedad capitalista.
En relación con esto, en el año 1936 Charles Chaplin dirigió y protagonizó la celebérrima película Tiempos Modernos, en donde la susodicha crítica se puede palpar audiovisualmente en todo su esplendor. Por lo dicho se puede colegir que la principal idea sobre la que pivota el filme no es otra que la profunda deshumanización a la que se ven abocados los ciudadanos y ciudadanas de las susodichas sociedades. Vemos con palmaria nitidez cómo la empresa ya explicitada por Horkheimer en su Eclipse de la razón instrumental se encuentra imbricada con Tiempos Modernos. A saber, “examinar el concepto de racionalidad que se encuentra en la base de la cultura industrial moderna y tratar de establecer si dicho concepto contiene defectos que implican una tara esencial”.
En las antípodas de la creencia ilustrada en una suerte de panacea situada al fin de una larga senda de progreso de la razón, Horkheimer y cia abogaron por la existencia de un mal presente en la misma raíz del concepto de razón. Este puede ser empleado para lo bueno y para lo malo, y no está del todo claro que sea lo primero lo alcanzado por las sociedades industriales modernas, configuradas por el fulminante avance técnico-científico. En Tiempos Modernos los protagonistas, un trabajador extremadamente alienado por un control constante de su vida y una joven de escasos recursos materiales, ejemplifican a la perfección el nuevo de modo de vida impuesto. ¿Es “impuesto” un término demasiado grueso? Posiblemente, no. Como la película muestra inicialmente con unas imágenes que sirven de analogía entre un rebaño de ovejas y una muchedumbre de humanos, el ciudadano torna en masa. Está enmarcado en una maquinaria de la que no puede escapar: o trabaja y se deshumaniza en un interminable proceso de labores monótonas y automatizadas —un proceso de mecanización que se ilustra jocosamente con una máquina para reducir el tiempo del almuerzo de los trabajadores que, finalmente, el patrón no acepta porque, previo suplicio del protagonista, no resulta “práctica”—, o se va a la calle para engrosar las listas de desempleados que tarde o temprano se agolparán en las entradas de alguna fábrica que ofrecerá algún que otro puesto.
Fruto de este proceso de automatización el trabajador, protagonizado por Chaplin, pierde los nervios de un modo harto significativo entrando en un estado de neurosis que lo lleva al manicomio. Paradójicamente, este sólo parece ser feliz cuando se encuentra en la cárcel (exonerado de la “tortura” de la fábrica) y cuando vive un tanto al margen (constantes detenciones vendrán a despertarlo de cuando en cuando de su letargo) del control con una joven sufridora de una sociedad donde la razón sólo parece tener sentido para la obtención del poder social y lucro económico (las cuales no son excluyentes). El descanso es minimizado puesto que no es rentable, la acción mecánica es lo único requerido y la división de los tiempos se encuentra tan interiorizada que el protagonista ficha mientras huye de la policía o deja de ayudar a su último jefe durante la hora del almuerzo. Todo, por supuesto, bajo la estricta vigilancia ejemplificada en las figuras del primer jefe o en la de la policía que, paradigmáticamente, llevará presa a la hambrienta protagonista por robar una barra de pan.
Tal y como hubiéramos podido pensar del 1984 de Orwell, y de tantas otras obras, Tiempos Modernos da muestra de la que ojalá fuera una acechante pero lejana distopía acerca de la sociedad en la que nos toca vivir. Tanto a día de hoy como en los años de realización de la película, como en los años de mayor auge de los autores de la Teoría crítica, el “ojalá” parece ser, no obstante, un término que sirve retóricamente de cortesía hacia una realidad que supera a la ficción. Por mucho que esta última esté ornamentada de una ciertamente inexistente exageración recreativa. No debemos perder de vista el importantísimo papel que ha ejercido, ejerce y ejercerá la crítica, ya sea bajo la forma de película humorística o de trabajos enmarcados en un plano más académico, nunca sin desdeñar errores pretéritos. Y así, si la avasalladora maquinaria que a día de hoy continúa mutilando subrepticiamente bajo la excusa de la razón, parafraseando las últimas palabras de la Crítica de la razón instrumental de Horkheimer, la denuncia de la razón es el mayor servicio que le podemos hacer a la misma.
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