La secuencia más impresionante del cine

Esa secuencia, de unos siete minutos, es el súmmum del terror. La escalera de Odesa, ciudad ucraniana a orillas del Mar Negro, es un segmento de ciento cuarenta y dos metros de longitud, ciento noventa y dos escalones, con diez descansillos que, en perspectiva, con una mirada desde abajo, no se notan, lo que ya produce una ilusión óptica que los hace desaparecer.

(El Acorazado Potemkin, de Serguei Eisenstein, la mejor película de todos los tiempos)

Esa secuencia, de unos siete minutos, es el súmmum del terror. La escalera de Odesa, ciudad ucraniana a orillas del Mar Negro, es un segmento de ciento cuarenta y dos metros de longitud, ciento noventa y dos escalones, con diez descansillos que, en perspectiva, con una mirada desde abajo, no se notan, lo que ya produce una ilusión óptica que los hace desaparecer. No sé si Serguei Eisenstein lo asumió desde esa visión de “perspectiva forzada” que llaman los técnicos, para filmar quizá las más impresionantes escenas de la historia del cine, en 1925, en la que ha sido considerada por críticos y aficionados como la mejor película de todos los tiempos: El acorazado Potemkin.

Y aunque es de las calendas del cine insonoro, la música que le pusieron (la original es de Edmundo Meisel) contribuye al suspense, a la prolongación del horror, y a una dosis de prórroga, como si nunca fuese a tener fin el paso arrollador de los criminales soldados cosacos, con una intensidad que hace que el espectador se conmueva, se revuelque, cuando un disparo hiere a un niño que su madre lleva en brazos. La mujer sube las escalinatas, en contravía de la soldadesca, e implora que atiendan al chico. Qué rostro desencajado, qué dolor en esa fisonomía sin esperanza. Los disparos la dejan tendida para siempre junto con el niño.

Por las escalas siniestras baja el pueblo que huye, que intenta buscar refugio, que quiere salvarse de la salvaje represión. Al principio, un inválido, uno al que le faltan las dos piernas y de las que apenas se insinúan unos muñones, salta apoyado en las manos por las gradas, que lo degradan más. Indicio de la desesperación. Y que suben la presión del espectador. Los soldados, con sus fusiles con bayoneta calada, descienden con certeza, implacables, incontenibles. Hay una desbandada general, en la que se siente el miedo, que lo salpica todo.

La combinatoria de planos, de generales a primeros, y de primeros a generales, le otorga a la secuencia un carácter menos épico que dramático. Una receta fílmica, muy eficaz, en la que lo trágico va in crescendo. Y es imparable. Hay una sensación de un torrente que avanza, de una borrasca mortífera, de un destino incorregible. No hay manera de eludirlo. El pueblo en fuga, inerme, sin poder resistir. Una masacre de civiles. Que el genio einsensteniano particulariza a la vez que confiere elementos de la generalidad.

El avance de la tropa, impasible, insufrible, en apariencia fría y certera, los pasos sobre las escalas, a veces como para que haya una respiración del otro lado de la pantalla, son una manera de la presión alta. En la vida real, tal vez el descenso de aquellas escaleras no dure tanto, y menos si se trata de una búsqueda de refugio, de salvamento.

La persecución a la gente comienza tras los vítores y señales de cariño que el pueblo le da a los héroes del Acorazado Potemkin, que se han sublevado contra el zar. La obra de Eisenstein, filmada en el vigésimo aniversario del levantamiento popular de 1905 (que coincide con la guerra ruso-japonesa), es, en esencia, un filme de propaganda a la Revolución de Octubre de 1917, a la toma del poder del proletariado en la gesta comandada por Lenin y los bolcheviques. La rebelión de los marinos del Potemkin es una liza más de las que se presentaron en los albores del siglo XX contra el poder de los zares y aquí es utilizada para transmitir los valores de la heroicidad, mediante una pieza de arte, con aciertos de alta calidad en el montaje cinematográfico.

La secuencia tiene una crudeza patética, una especie de realismo sincronizado con la visión sanguinaria de las tropas zaristas, que son como una máquina de matar. Los soldados van y van, sin importar cuánta muerte se produzca a su paso. Y ahí es cuando Eisenstein acude a sus dotes artísticas para mostrar, en una conjunción de planos, las consecuencias de los disparos y los bayonetazos. Cómo se refleja el terror en las caras, en los pasos perdidos, en los pisoteos, en los rodamientos, pero también en sujetos específicos.

Un hombre que cae, un niño que se derrumba, una mujer que mira al cielo… la multitud azarada y perseguida, que actúa por instinto de conservación. El suspenso aumenta y hace creer que el tiempo es más largo, infinito. Algunos se agachan, se protegen contra muros, para evitar los balazos.  Un sombrero que vuela, un viejo que se dobla, y un niño herido que parece decir “mamá, mamá, me muero, mamá”, y la mamá, canasta en una mano, que se devuelve a auxiliarlo. Una bota pisa una manita infantil. El infierno está en las escalas de Odesa.

Primerísimos planos de miradas espantadas le confieren a la secuencia una especie de dantesca visión. El niño herido yace en el suelo y sangra. La madre lo levanta y lo lleva en los brazos. Cuánto dolor, cuánta impotencia. Esas caras irrepetibles, el sello de la desventura, quedan como una calificación de una asignatura de infamias. “No disparen” les dice la madre a la soldadesca, mientras sube por las escalas atiborradas de cadáveres. No hay piedad.

Y ya está por llegar la que ha sido la más extraordinaria (y dolorosa) escena del cine. Aparece un cochecito infantil. La cámara muestra el rostro de la mamá y luego se mete en la “abuelita” y un primer plano del bebé. Más disparos y las botas de los cosacos descendiendo por las escaleras. Las ruedas del carruaje y después otro primer plano de la cara adolorida de la señora. Un grito de agonía y luego un plano general con otros soldados a caballo que le emprenden contra los desvalidos.

En este punto, no hay más (aparte de sentir la desazón y la impotencia) que admirar el talento del director; con planos rápidos da cuenta de una situación dramática: la faz de la mujer que se desvanece, el niño que llora en el carrito, las ruedas en bamboleo, la madre que se derrumba y lo empuja en su caída escalas abajo.  El coche rueda y rueda. Un primer plano de una mujer de anteojos, con el horror en la mirada, es la radiografía del dolor y el pavor sin límites. El coche se estrella, pero antes, el niñito se rasca la cara, tal vez un ojo irritado, y vuelve un primer plano de la mujer de gafas, a la que le han dado un tiro en un ojo. Qué manera maestra de presentar los hechos de cine, originadores de una conmoción descomunal.

La secuencia termina con la destrucción a cañonazos, los que provienen del acorazado, de la Ópera de Odesa, refugio de los enemigos del pueblo.

En las escalas de Odesa, el director logra una individualización de la masa, del pueblo, no es al bulto ni a la topa tolondra. Hay distinciones. El drama que se perfila en las caras sufrientes de los perseguidos. Una narración intensa, producto de una inteligente disposición y sabia mezcla de los planos.

La rodada del coche por las escalas de Odesa, como se sabe, la han homenajeado varios directores: Francis Ford Coppola, en El Padrino III; Brian de Palma, en Los intocables de Elliot Ness; Woody Allen, en Bananas; Terry Gilliam, en Brazil, y George Lucas, en Stars War.

El acorazado Potemkin es una de las obras maestras, imperdibles, de la historia del cine. Y para muchos es la mejor de todas, “pero de todas todas”.

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.

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