Por regla general las revoluciones han sido un tema público, una razón para salir a las calles, tomarnos los espacios de gobierno y transformar desde afuera, un compromiso de “puertas pa afuera” como dirían en mi tierra, pocas veces una revolución ha iniciado en los espacios más privados, en la cama que compartimos con el otro, en el hogar o en la familia. Sin duda las consecuencias de las revoluciones públicas nos han cambiado también la forma de relacionarnos con los otros y de vivir nuestras propias vidas, pero la revolución femenina es el mejor ejemplo de que las victorias alcanzadas en la calle tienen limitada influencia en la vida privada.
Aunque falta un largo camino por recorrer, los espacios laborales caminan hacia la equidad, el mundo político es hoy más receptivo a la participación femenina y las calles son un lugar menos hostil para las mujeres, pero el hogar sigue siendo una zona incómoda para la igualdad de género, pese a avances importantes que nos permiten mayor libertad a la hora de elegir cómo y con quién queremos relacionarnos, ciertos roles de género continúan marcado nuestra vida cotidiana. Lo ratifico con sorpresa cada vez que escucho a mis compañeras de trabajo (en su mayoría jóvenes profesionales) hablar de las múltiples tareas que las esperan al llegar a casa, de las toneladas de ropa sucia que tendrán que enfrentar solas, de la necesidad de llegar pronto para preparar la comida de toda la familia, de los hijos que esperan sus cuidados porque sus padres están muy ocupados viendo la televisión y de tantas otras funciones hogareñas de las que no han podido librarse. Pareciera que muchas mujeres habitan dos mundos, en el día son aguerridas trabajadoras que pueden valerse por sí mismas, tomar decisiones y llevar a cabo todo tipo de tareas, mientras que en las noches vuelven al mundo de la esclavitud femenina, regresan a casa para servir a los suyos sin el apoyo de los hombres que las rodean, se liberan en la calle pero están amarradas a la voluntad de los estereotipos clásicos en el hogar.
En otros casos las labores hogareñas no recaen sólo en las mujeres gracias a sus amables compañeros que deciden “ayudarlas” con algunas tareas menores, los muy solidarios pretenden hacer ver su participación como un acto de buena voluntad, idea reforzada todavía por los medios masivos de comunicación y en especial por los comerciales de productos de cocina o aseo que siguen mostrando las tareas del hogar como un tema casi exclusivo de las mujeres, basta con prender el televisor durante unos pocos minutos para darse cuenta que los estereotipos de género siguen vivos; mujeres hermosas y bien arregladas cocinan deliciosos platos para sus esposos e hijos que esperan cómodamente en la mesa. En la mayoría de países no cabe duda de que con la liberación femenina las mujeres hemos logrado tener los mismos o al menos, similares derechos a los hombres, lo que no hemos alcanzado es la igualdad de deberes.
Necesitamos llevar la revolución a los lugares más íntimos, no se trata de dejar de lado el rol de cuidadoras que es fundamental para construir una sociedad más justa y solidaria sino de involucrar a los hombres en él, de llevarlos al espacio doméstico y distribuir las funciones de forma equitativa, si las mujeres tenemos ahora un rol principal en la vida pública los hombres también deben tenerlo en la privada, necesitamos más nuevos hombres. Si cuando cogemos una escoba o una trapeadora permitimos que los hombres de la casa se relajen o diviertan mientras nosotras limpiamos, estamos desperdiciando los años de lucha por tener una vida equitativa, estamos tirando por la borda nuestros esfuerzos por ganar el mismo sueldo que nuestros compañeros, estamos ratificándoles que aunque en la calle parezcamos iguales, en la casa seguimos sometidas a paradigmas de hace un siglo.
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