“Milei está convencido de que todo vale contra los “enemigos del pueblo” —que no son sino la proyección de todas sus frustraciones y traumas personales— y está dispuesto a convencer de lo mismo a todos los que comparten su hondo resentimiento social”.
Hace ocho años, en 2016, los estadounidenses eligieron como presidente a un mitómano con un claro trastorno narcisista de la personalidad —además de misógino y racista, aunque, tratándose de Estados Unidos, esto último era un problema menor. Hubo quien justificó aquello con que, del otro lado, se encontraba la mujer detrás de las, hasta ese momento, últimas guerras del país de las barras y las estrellas.
Cuatro años después, el pueblo norteamericano eligió como presidente a un señor con claros indicios de demencia senil. No faltó quien justificó dicho resultado argumentando que, del otro lado, se encontraba Donald Trump.
Este año, los votantes de los Estados Unidos vuelven a enfrentar la misma encrucijada de 2020, con un Biden ya del todo ajeno a la realidad que le rodea y un Trump envuelto en un intento de golpe de Estado y en gravísimos escándalos de corrupción. Cualquiera que sea el resultado, quien quiera justificar la decisión del pueblo estadounidense esta vez tendrá que hacer un ejercicio notable de creatividad retórica.
Y aunque siempre es tentador atribuir lo que pasa en Estados Unidos a la peculiar naturaleza de sus habitantes, lo cierto es que las elecciones donde uno o varios de los candidatos más opcionados a conquistar el gobierno manifiestan evidentes privaciones en su salud mental se han vuelto recurrentes en todo el mundo.
El último caso ha sido el de Javier Milei en Argentina. Al ser el más representativo —o lo que es lo mismo, el más obvio caso de enajenación mental—, quisiera reflexionar un poco sobre él. Que un sujeto que durante varios años hizo gala en televisión de notorios problemas de manejo de la ira, de una absoluta incapacidad para aceptar una opinión distinta a la suya y de un inagotable resentimiento social sea hoy presidente de un país es algo que la recta razón no es capaz de consentir. Seguramente habrá quien responda diciendo que Milei simplemente es “apasionado”, y que sugerir que es un desequilibrado violento es pasarse de la raya.
Creo, sin embargo, que la objeción es injustificada. En primer lugar, porque existe una distancia abismal entre ser apasionado y carecer de control alguno sobre las propias emociones. Gardel era apasionado; Milei es un analfabeto emocional. Pero, además, porque hablar de la inestabilidad mental de un jefe de gobierno es más que necesario, máxime cuando ella pone en riesgo a 40 millones de seres humanos.
Ahora bien, se me puede objetar diciendo que hablar de la salud mental de una figura pública sin ser un especialista es una impertinencia. Convengamos, sin embargo, que cualquier persona que haya gozado de un adecuado desarrollo personal es capaz de identificar cuando otra persona no ha disfrutado del mismo privilegio.
No hace falta tener un doctorado en psicología para saber que, si un hombre sale públicamente a desmentir que mida 1,70, aun cuando esa es realmente su estatura, lo hace motivado por la falta de autoestima. No creo necesario haber publicado estudios psicológicos en las revistas científicas más reputadas para notar que un presidente que publica fotos de sus pies para “demostrar” que no son pequeños denota un complejo importante. Además, no estoy tratando de ofrecer un diagnóstico psiquiátrico, sino simplemente señalar lo obvio; que Milei está mal de la cabeza y que, lastimosamente, no es el único lunático con poder político en el mundo. Son las implicaciones de esto las que me preocupan.
Que 14 millones de personas hayan votado por este prospecto nos da una buena idea de la magnitud del problema. Quienquiera que esté medianamente enterado de la situación argentina habrá notado que los seguidores más acérrimos de Milei son personas que comparten sus complejos. Hombres jóvenes en su mayoría, muchos autoidentificados como célibes involuntarios (“incels”), con notables dificultades para socializar, llenos de ira contra lo “progre” y, sobre todo, contra las mujeres, que demuestran hacia Milei una adhesión emocional incondicional.
No son libertarios doctrinarios, puesto que han defendido aumentos en los impuestos y nueva emisión monetaria. No son antiperonistas tradicionales, que usualmente se jactan de su superioridad intelectual frente a los “negros” peronistas. Frente a cualquier observación crítica al gobierno su respuesta es visceral, carente por completo de la mediación del juicio razonado, absolutamente infantil. Son los perdedores de un mundo que odian hasta la médula y que están dispuestos a dinamitar.
Ciertamente, no todos los que votaron por Milei comparten este perfil, lo que hace, sin embargo, más difícil comprender bajo qué criterio consideraron que él era la mejor opción. Honestamente, me parece que la explicación de “Massa era el ministro de economía” no es suficiente cuando del otro lado se encontraba un desequilibrado mental. Los economistas y los politólogos suelen conformarse con decir que, si la economía va mal, hay cambio de gobierno y si, además, hay crisis de representación, el ganador será un outsider. Es su fórmula mágica para los triunfos imprevistos.
A mi modo de ver, este tipo de explicaciones, aunque útiles en cierta medida, no permiten comprender la cuestión de fondo. Milei no es un simple outsider —de hecho, en sentido estricto no lo es, puesto que fue diputado durante dos años antes de acceder a la presidencia. Representa un estado de ánimo colectivo que amenaza a la democracia desde sus cimientos. No hablo simplemente de un proceso de desinstitucionalización democrática o de corrupción política, que la presencia de funcionarios macristas nos obliga a dar por sentada. Me refiero a que la figura de un presidente emocionalmente inestable que ataca con irracional encono a sus opositores habilita y legitima comportamientos violentos por parte de sus seguidores. Esto se ve ya reflejado, por ejemplo, en el acoso que han sufrido varios legisladores opositores o artistas cuyo único pecado ha sido criticar públicamente al gobierno.
Milei está convencido de que todo vale contra los “enemigos del pueblo” —que no son sino la proyección de todas sus frustraciones y traumas personales— y está dispuesto a convencer de lo mismo a todos los que comparten su hondo resentimiento social. Y las víctimas de la violencia que habilita su discurso no tendrían porque responder dando la otra mejilla, lo que puede contribuir a una crisis social que no somos capaces de dimensionar todavía. ¿Será capaz el sistema político y el tejido social capaz de soportar cuatro años de un presidente que instiga gustoso el odio entre los argentinos? No soy nada optimista al respecto.
Como dije al principio, este no es un fenómeno exclusivo de Argentina o de Estados Unidos. El resentimiento social que albergan los perdedores del sistema amenaza con estallar en todo el mundo. No se trata ya simplemente de perdedores económicos que rechazan el sistema que los empobrece. Su resentimiento no emana de no poder llegar a fin de mes; muchos de ellos, de hecho, viven holgadamente. Ni siquiera es un simple rechazo a los políticos. El objeto de su odio son otros ciudadanos de a pie que, no obstante, a diferencia de ellos, son capaces de entablar relaciones interpersonales con normalidad.
Minimizar el problema, abordarlo con las mismas recetas de siempre o, peor aún, atacarlo simplemente humillando más a estas personas sólo puede conducir a resultados socialmente catastróficos. Estamos asistiendo a una epidemia de odio y no estoy seguro de que sepamos todavía cómo contenerla.
Comentar