Que en Colombia, con la excepción de los miembros de las corporaciones públicas de elección popular, existe una restricción general para todos los funcionarios públicos de participar en política, está fuera de toda duda. Lo dice la Constitución Política en su artículo 127 y lo desarrolla ley. El Código Penal, art. 422, sostiene que «el servidor público que ejerza jurisdicción, autoridad civil o política [y] utilice utilice su poder para favorecer o perjudicar electoralmente a un candidato, partido o movimiento político, incurrirá en multa y pérdida del empleo o cargo público». Lo dice la ley de Garantías, en su art. 38. Lo decía también el anterior Código Disciplinario Único que en su art. 48 establecía como una falta gravísima esa participación en política, lo repite la ley 1952 de 2019 (nuevo Código General Disciplinario) en su art. 60 y lo reitera recientemente la ley 2094 de 2021, ley que reformó ese Código.
Que le corresponde a la Procuraduría «ejercer vigilancia superior de la conducta oficial de quienes desempeñen funciones públicas, inclusive las de elección popular», tampoco tiene discusión. Lo dice el art. 277 de la Carta y lo desarrolla el Código General Disciplinario, inclusive después de su reforma de 2021, que reitera que la Procuraduría ejercerá funciones de vigilancia de «la conducta oficial de «quienes desempeñan funciones públicas, inclusive los de elección popular». No es un asunto menor puesto que esa ley se expidió precisamente con el fin de ajustar el ejercicio de la facultad sancionatoria disciplinaria a lo dispuesto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Petro vs Colombia.
De manera que la Procuraduría en Colombia hoy tiene la facultad de investigar disciplinariamente y, si fuere el caso, suspender, destituir e inhabilitar a gobernadores y alcaldes.
Así las cosas, de acuerdo con la Constitución y la ley vigentes, la Procuraduría no solo puede sino tiene la obligación de investigar disciplinariamente a los alcaldes cuando incurran en faltas gravísimas como participar en política. En consecuencia, prevaricarían sus funcionarios si no lo hicieran. De manera que mienten quienes sostienen que la Procuraduría violó la Constitución y la ley cuando suspendió a los alcaldes de Ibagué y Medellín y a otros funcionarios públicos mientras que se investiga su eventual participación en política. Y, por supuesto, mienten y pervierten el lenguaje con propósitos políticos tanto Petro como Quintero cuando sostienen que esa decisión fue un «golpe de Estado». Un golpe de Estado es, en su sentido más estricto una «usurpación violenta del gobierno de un país» o, en un sentido más amplio según la RAE, la «destitución repentina y sustitución, por la fuerza u otros medios inconstitucionales, de quien ostenta el poder político». El ejercicio de una facultad constitucional y legal vigente por parte de una autoridad pública en una régimen democrático de ninguna manera puede entenderse como un golpe de Estado.
Pero Quintero pretende victimizarse y dice que es objeto de persecución por parte de la Procuradora. El alegato es falso porque la Procuraduría solo cumplió sus funciones, porque es evidente el apoyo político de Quintero a Petro (ahora es Petro quien devuelve favores, según el mismo Quintero, y le asigna un abogado para este proceso), y porque la imparcialidad de la entidad de control se reafirma en la suspensión que hizo también del alcalde de Ibagué por apoyar a Federico Gutiérrez.
Más allá de la conjetura del golpe de estado (una payasada que, sin embargo, tiene el oscuro propósito de deslegitimar las instituciones y la democracia y justificar el uso de la violencia como respuesta), un argumento que sí merece análisis es el de las sentencias del Corte Interamericana de Derechos Humanos en los casos de Leopoldo López vs Venezuela y de Petro vs Colombia.
En esas sentencias, la Corte IDH ha sostenido que, en seguimiento del artículo 23 de la Convención Americana, que consagra los derechos políticos de los ciudadanos, no se «permite que órgano administrativo alguno pueda aplicar una sanción que implique una restricción (por ejemplo, imponer una pena de inhabilitación o destitución) a una persona por su inconducta (sic) social (en el ejercicio de la función pública o fuera de ella) para el ejercicio de los derechos políticos a elegir y ser elegido: sólo puede serlo por acto jurisdiccional (sentencia) del juez competente en el correspondiente proceso penal».
Dicho esto, hay que advertir varias cosas: a. que la Corte no ha hablado en sus sentencias de la «suspensión» de funcionarios electos, sino de su destitución e inhabilitación; b. que sería discutible asimilar la suspensión a destitución; c. que también es discutible que la «suspensión» hecha con el propósito de evitar la interferencia de los funcionarios en la investigaciones que sobre ellos cursan pueda asimilarse a una sanción; y d. que en todo caso tanto el Congreso como el Ejecutivo, que sancionó en 2021 la ley de reforma del Código Disciplinario, han entendido que con dicha reforma el Código se ajustó a lo que pedía la Corte IDH. Es verdad que contra esa reforma cursan sendas demandas de inconstitucionalidad y que la Constitucional tiene una papa caliente en sus manos, pero no es menos cierto que dichas demandas no se han fallado y mientras que tal cosa ocurre la Procuraduría, como he señalado, mantiene facultades de suspender e incluso, cuando cometan faltas gravísimas, destituir e inhabilitar a funcionarios electos.
Finalmente, a todos los que ahora defienden que «el derecho convencional» está por encima de la Constitución les recuerdo que al menos deberían ser coherentes: la Convención Americana protege el derecho a la vida «a partir del momento de la concepción». Defender el aborto y, al mismo tiempo, que los tratados están por encima de la Constitución, es una contradicción lógica.
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