La sociedad civil suele, en una actitud bastante humana, seguir la corriente del estado actual de las cosas, aunque estas sean adversas a sus intereses personales y colectivos. Obedeciendo a un legado histórico de continuismo que, sin embargo, también el tiempo ha mostrado, encuentra su punto de quiebre cuando los interlocutores mudos toman la palabra.
Ser capaz de balancear, ingenuamente en el marco de la imparcialidad, el estado de nuestra realidad como país a fin de mejorarla, es sin duda, una tarea de mayúsculos esfuerzos que tiende comúnmente a contagiarse de las subjetividades ideológicas de quien pretende tal ejercicio. Aun así, una manera de sortear esa dificultad, es establecer unos mínimos de tolerabilidad en el que converjan desde el escéptico o fatalista, hasta el conformista u optimista más empedernido.
En aspectos tales como el manejo de recursos públicos se presume consenso respecto a que la transparencia ha de ser la regla general y las infracciones a este principio corresponderles consecuencias ejemplarizantes; frente a la categoría jurídica de los niños, niñas y adolescentes como sujetos de especial protección constitucional asumo igualmente pleno consentimiento; a la garantía de unos derechos laborales básicos, acceso a salud, educación y vivienda digna, estimo no existe mayor desavenencia que la de ciertos, pero afortunadamente escasos, sectores con suspiros del sistema esclavista.
En ese sentido, se abriga la esperanza de poder ampliar extensamente la lista de factores de intercesión o puntos medulares entre la ciudadanía y luego la administración, concerniente al proyecto de país que se ambiciona desde la libertad de pensamiento y que actualmente están eclipsados por el personalista clima político. Advirtiendo a la vez, que la eficacia de tales acuerdos demanda no sólo su convenio, sino su puesta en marcha a través del empantanado conducto de los mecanismos de participación, intencionalmente no promocionados y con el yugo de unos clausulados legales hasta hace pocos juzgados como incumplibles, que cuentan como plan alternativo, la tradicional e invaluable movilización social.
Finalmente, la materialización, garantía o resolución de dichos asuntos, depende de que interlocutores mudos – aquellos actores cuya participación en los estamentos democráticos se ha mantenido en hibernación y que, no obstante, detentan potencial incidencia en la gobernabilidad de las sociedades – inicien o continúen la politización de sus convicciones y demandas para entonces atreverse a gesticular una respuesta que, por ahora, se asoma en forma de un ilusionante balbuceo.