A mediados de los años setenta, en el contexto del movimiento pedagógico, las luchas sindicales de los maestros y las reformas educativas que introdujeron la tecnología educativa en el país, se inició la configuración de lo que Mario Díaz llamó el campo intelectual de la educación. En ese momento aparecieron, o “florecieron” dirían otros, las investigaciones y los investigadores dedicados al problema de la educación. En varias facultades de educación surgieron grupos de investigación que se especializaron en producir saber sobre la educación escolar y a determinar lo que era o no pedagogía. Así, por largos años, se ha impuesto como hegemónica la peregrina idea de la pedagogía como saber del maestro sobre la enseñanza y, para mayor molestia, dejaron sin denominación disciplinar ese saber que producen los miembros del campo intelectual de la educación. En todo caso, vistas las cosas así, estos investigadores producen un saber (o metateoría) del saber del maestro y, de ser así, se quedan por fuera campos enormes de investigación que no piensan solo la escuela como lugar natural de la educación y la formación, o de modo reductivo, la enseñanza. Por ello, en nuestro país, la palabra pedagogía tiene un espectro semántico tan amplio que terminó nombrando todo aquello que se hace para que un ciudadano lo sea al respetar el semáforo o usar tapabocas.
Este uso político del concepto de pedagogía lo popularizó uno de los miembros destacados del campo intelectual, Antanas Mockus. De sus preocupaciones por la deplorable enseñanza de las ciencias en Colombia, pasó a imponer una forma de gestión social llamada “pedagogía ciudadana” y “ciudad educadora”. Durante su alcaldía se propuso cambiar a Bogotá y sus ciudadanos con gestos circenses que pasaban por educativos y que recordaban los experimentos de Pavlov o Skinner. De la vida universitaria, donde conocimos todas sus facetas, y la cátedra llegó a ser elevado al pedestal de maestro de la moralidad pública y maestro nacional por excelencia. Gracias a él tenemos comparendos pedagógicos, requisas pedagógicas, y otras cosas aún más exóticas. Incluso, cada que falla una propuesta política, no falta quien exclame compungido: “¡Faltó pedagogía!”.
Ahora bien, recientemente, desde los diversos lugares de enunciación del sur-sur o del sur-norte, emergió la voz del célebre pensador de la sociología del derecho devenido maestro espiritual intercultural y ancestral. Boaventura de Sousa Santos no pudo evitar pontificar sobre la situación en que nos puso (o pusimos con) la pandemia en curso y estableció que “el virus era un pedagogo cruel” que nos “alecciona” matándonos sin compasión. Si bien es cierto que podemos compartir mucho de lo expresado, hay algo bastante incómodo en su declaración: la pedagogía es la forma de aleccionar sin medir consecuencias, incluso, mata para educar. Una versión “algo” exagerada del célebre principio “la letra con sangre entra”.
De Sousa Santos, retomemos la argumentación, al establecer “la cruel pedagogía del virus” que nos educa y forma matándonos sin compasión y vengando la naturaleza ultrajada, reconstruye y legitima el relato que ha determinado por décadas la pedagogía en Colombia. El pensador portugués sigue así la línea de nuestros intelectuales de la educación para quienes la pedagogía solo puede ser entendida como disciplinarización y disciplinamiento, lectores de un Foucault que no acompañan hasta su último período productivo en filosofía. Para De Sousa santos y nuestros pedagogos es imposible pensar que la pedagogía podría proponer formas otras de educar y formar para revertir las causas, por ejemplo, de lo que ahora vivimos confinados y atemorizados. Pensar que la educación, la formación y la escolarización no son otra cosa que biopolítica sin más, cierra la posibilidad de construir otras formas de ser sujeto y abrir la crítica como tarea esencial de la educación aún escolar.
De Sousa Santos y nuestros abusadores de la excedencia semiótica, como Antanas Mockus y su “pedagogía ciudadana”, quien popularizó la idea de la pedagogía como gestos que copian el más descarado y ramplón conductismo basado en premios y castigos, impiden que reconozcamos que la pedagogía es un campo disciplinar de producción de saber sobre la educación y la formación en sentido amplio (incluye la educación escolar, por supuesto) y, también, un campo que produce saber para orientar la acción profesional de los maestros. Ahora bien, la pedagogía y la educación escolar, así como tantas otras formas de educación y formación, deben afrontar críticamente su historia, en tanto que concretaron las diversas formas de control social y gobierno de las poblaciones, lo que podemos ver ahora, sin ambages, en las políticas públicas restrictivas de las libertades personales que pasan por educativas y preventivas en tiempos de pandemia.
El virus no es un enloquecido pedagogo asesino y genocida, al modo de quienes en la Alemania nazi escribieron pedagogía para justificar la política asesina del III Reich, o los pedagogos soviéticos y chinos dedicados a reeducar en campos de concentración, o quienes justifican en manuales de historia para escolares la política desarrollada en la lucha antisubversiva en América Latina. El virus que produce la pandemia no es un pedagogo cruel, no nos alecciona asesinándonos, la impotencia nuestra ante un “enemigo” apenas definible en biología no nos puede alentar a dejar de ser razonables al momento de enfrentar esta crisis en que estamos todos juntos y con los peores liderando el mundo.
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