La Paz en Colombia: Un Camino Llano y Empinado

El conflicto armado en Colombia ha marcado profundamente la historia del país. Desde las guerrillas, paramilitares y el narcotráfico, hasta los esfuerzos por alcanzar la paz, el camino ha sido complejo y arduo. En esta columna, exploraremos los hitos significativos de los procesos de paz, desde el M-19 hasta las iniciativas del actual gobierno, y su impacto en el ordenamiento jurídico colombiano.

El Movimiento 19 de abril (M-19) fue una guerrilla que surgió en la década de 1970 y se destacó por sus audaces acciones, como el robo de la espada de Bolívar, la toma de la Embajada de la República Dominicana en 1980 y el trágico asalto al Palacio de Justicia en 1985. Estas acciones, particularmente el asalto al Palacio de Justicia, donde murieron más de 100 personas, incluyendo magistrados de la Corte Suprema, marcaron profundamente al país y resaltaron la peligrosidad y determinación del grupo.

En 1990, tras años de conflicto y una creciente presión social y política para encontrar una solución pacífica, el gobierno de César Gaviria logró un acuerdo de paz con el M-19. Este proceso de negociación incluyó la entrega de armas y la reintegración de sus miembros a la vida civil. El acuerdo culminó en la desmovilización de los guerrilleros y la transformación del M-19 en el partido político Alianza Democrática M-19. Este movimiento hacia la paz se considera un punto de inflexión en la historia de Colombia, ya que permitió la incorporación de excombatientes a la vida política legal y contribuyó significativamente a la redacción de la Constitución de 1991, una de las más progresistas de América Latina en términos de derechos humanos y democracia participativa.

La comunidad internacional observó este proceso con gran interés y lo valoró positivamente. Organismos como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA) aplaudieron el acuerdo por su enfoque innovador hacia la reconciliación y la inclusión política. El éxito de este proceso de paz se vio como un modelo para otros conflictos en la región, demostrando que era posible convertir a un grupo armado en un actor político legítimo.

Diversos países europeos también expresaron su apoyo y ofrecieron asistencia técnica y financiera para facilitar la transición. La comunidad internacional consideró este acuerdo no solo como un avance para Colombia, sino como un ejemplo de cómo los conflictos internos podían resolverse a través del diálogo y la negociación.

El acuerdo con el M-19 sentó las bases para futuros procesos de paz en Colombia, mostrando que la integración de excombatientes en la vida política era posible y beneficiosa para la estabilidad y la democratización del país. Este hito histórico subrayó la importancia del diálogo inclusivo y la necesidad de ofrecer alternativas políticas a los grupos armados, estableciendo un precedente para posteriores negociaciones con otros grupos guerrilleros.

Entre 1998 y 2002, el presidente Andrés Pastrana inició un ambicioso proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), conocido como el proceso del Caguán. Este esfuerzo incluyó la creación de una zona desmilitarizada de 42,000 kilómetros cuadrados en San Vicente del Caguán, destinada a facilitar las negociaciones. Sin embargo, el diálogo fracasó en 2002 debido a la intensificación de la violencia y la falta de confianza mutua.

Durante este periodo, Colombia experimentó una escalada significativa en la violencia. Según datos de la época, el número de secuestros aumentó dramáticamente, alcanzando un pico con más de 3,000 personas secuestradas en el año 2000, en su mayoría atribuidos a las FARC. Entre los secuestros más notorios se encuentra el de Ingrid Betancourt, una destacada política y candidata presidencial, capturada en 2002 mientras realizaba campaña en la zona del Caguán. Betancourt permaneció en cautiverio durante seis años, y su caso se convirtió en un símbolo internacional del conflicto colombiano y la brutalidad de los secuestros.

Paralelamente, los cultivos de coca, la materia prima para la producción de cocaína, también se incrementaron significativamente. En 2000, Colombia tenía aproximadamente 163,000 hectáreas de cultivos de coca, alimentando tanto el conflicto armado como el narcotráfico. El aumento de estos cultivos reflejaba no solo la capacidad de financiamiento de las FARC, sino también la complejidad del conflicto, donde la economía de la droga jugaba un papel central.

El fracaso del proceso del Caguán dejó un legado de escepticismo sobre la posibilidad de negociar con las FARC. La falta de avances concretos y el incremento de la violencia durante las negociaciones llevaron a una desconfianza profunda tanto en la sociedad colombiana como en la comunidad internacional. Las críticas señalaron que la zona desmilitarizada se había convertido en un refugio para las actividades ilícitas de las FARC, incluyendo el secuestro y el narcotráfico, sin que hubiera un compromiso genuino de la guerrilla con la paz.

La comunidad internacional, que había observado con esperanza el inicio de las conversaciones, se mostró decepcionada por el desenlace. Organismos como la ONU y la OEA manifestaron su preocupación por el aumento de la violencia y la falta de progreso tangible. Los esfuerzos de paz de Pastrana, aunque bien intencionados, subrayaron los desafíos inherentes a negociar con un grupo armado profundamente involucrado en actividades ilícitas.

Este fracaso pavimentó el camino para la política de «seguridad democrática» del siguiente presidente, Álvaro Uribe, quien optó por una estrategia militar más agresiva contra las FARC y otros grupos armados, marcando un cambio significativo en la aproximación del gobierno colombiano al conflicto armado.

El mandato de Álvaro Uribe (2002-2010) se caracterizó por una estrategia de seguridad democrática que buscaba debilitar a las guerrillas mediante acciones militares contundentes. En paralelo, Uribe impulsó la desmovilización de los grupos paramilitares a través de la Ley de Justicia y Paz de 2005. Esta ley permitió la desmovilización de aproximadamente 31,000 paramilitares pertenecientes a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), una confederación de diversos grupos paramilitares que operaban en el país.

Las AUC, fundadas en 1997, incluyeron destacadas facciones como las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio (ACMM), las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), y el Bloque Central Bolívar (BCB), entre otros. Sin embargo, a pesar de la desmovilización formal de estos grupos, muchos excombatientes regresaron a la vida delictiva, formando nuevas bandas criminales conocidas como «bandas emergentes» o BACRIM (Bandas Criminales Emergentes). Estos grupos continuaron involucrándose en actividades ilícitas como el narcotráfico, la extorsión y la minería ilegal.

La Ley de Justicia y Paz, aunque innovadora en su enfoque de ofrecer penas reducidas a cambio de confesiones y reparaciones simbólicas a las víctimas, fue objeto de críticas por diversas razones. A muchos les preocupaba que las penas reducidas no fueran proporcionales a la gravedad de los crímenes cometidos. Además, hubo problemas significativos en la implementación del proceso de justicia, con denuncias de que algunos desmovilizados no confesaron todos sus crímenes o que continuaron sus actividades criminales incluso después de desmovilizarse.

Durante el periodo de desmovilización, se documentaron numerosas masacres atribuidas a los grupos paramilitares, tanto antes como después de su supuesta desmovilización. Por ejemplo, en 2005, año en que se aprobó la Ley de Justicia y Paz, se reportaron más de 100 masacres, resultando en cientos de muertes de civiles inocentes. Entre los eventos más notorios están la masacre de Mapiripán (1997) y la masacre de El Salado (2000), perpetradas por las AUC antes de la desmovilización, que resultaron en decenas de muertos y desplazados.

Después de la desmovilización, el recrudecimiento de la violencia por parte de las BACRIM mostró la dificultad de erradicar completamente el paramilitarismo. En 2008, las BACRIM fueron responsables de numerosas masacres, como la masacre de La Gabarra en Norte de Santander, donde al menos 10 personas fueron asesinadas. Las cifras oficiales de la fiscalía general de la Nación indican que, durante los años posteriores a la desmovilización, se registraron al menos 260 masacres atribuibles a estas nuevas bandas criminales.

La comunidad internacional, incluyendo organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, expresó su preocupación por la impunidad y la continua violencia. Mientras que la Ley de Justicia y Paz representó un esfuerzo significativo para desarmar a los paramilitares y ofrecer justicia a las víctimas, la persistencia de la violencia y la reconfiguración de los grupos criminales subrayaron los desafíos de lograr una paz duradera en Colombia.

En 2016, el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC firmaron un histórico acuerdo de paz tras cuatro años de negociaciones en La Habana, Cuba. Este acuerdo buscaba poner fin a más de 50 años de conflicto armado, que dejó más de 220,000 muertos y millones de desplazados. Las negociaciones incluyeron la colaboración de académicos y expertos nacionales e internacionales, quienes aportaron su conocimiento en temas de justicia transicional, derechos humanos y construcción de paz. Entre estos académicos se destacó la participación de figuras como Eduardo Pizarro y Alejo Vargas, quienes ayudaron a dar forma a los términos del acuerdo.

El acuerdo estableció varios mecanismos importantes, como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. La JEP tiene la tarea de investigar y juzgar los crímenes más graves cometidos durante el conflicto, ofreciendo beneficios jurídicos a quienes contribuyan a la verdad y la reparación. Hasta la fecha, la JEP ha recibido más de 13,000 informes de violaciones de derechos humanos y ha abierto casos significativos contra antiguos líderes de las FARC, así como miembros de las fuerzas militares.

La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad busca ofrecer un relato comprensivo y plural de lo sucedido, reconociendo el sufrimiento de las víctimas y promoviendo la reconciliación. Desde su creación, la Comisión ha realizado múltiples audiencias públicas y ha recogido miles de testimonios de víctimas, perpetradores y testigos, con el objetivo de construir una memoria histórica inclusiva del conflicto.

Sin embargo, el proceso de paz no estuvo exento de controversias. En octubre de 2016, se llevó a cabo un referéndum para ratificar el acuerdo de paz, en el que la campaña del «No» ganó con un estrecho margen del 50.2%. Esta campaña, liderada por figuras como Álvaro Uribe y otros opositores del acuerdo, argumentaba que los términos eran demasiado indulgentes con los excombatientes de las FARC. Finalmente, el acuerdo fue modificado y ratificado por el Congreso de Colombia en noviembre de 2016, incorporando algunas de las preocupaciones expresadas por los opositores.

Tras la firma del acuerdo, las FARC se transformaron en un partido político llamado Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC), conservando sus siglas. Desde entonces, el partido ha participado en elecciones legislativas y locales, aunque con resultados modestos. En las elecciones de 2018, el partido FARC obtuvo menos del 1% de los votos y se aseguró 10 escaños en el Congreso, como estaba garantizado por el acuerdo de paz.

En términos de entrega de armas, las FARC entregaron más de 8,000 armas a la Misión de la ONU en Colombia, y más de 13,000 excombatientes han sido acreditados como desmovilizados y están en proceso de reintegración a la sociedad civil. Sin embargo, ha habido desafíos significativos en la implementación de los programas de reintegración y desarrollo rural prometidos en el acuerdo. La autoría mediata, un concepto desarrollado por el jurista alemán Claus Roxin, qué refiere a la responsabilidad penal de aquellos que, sin cometer directamente un delito, ejercen un control efectivo sobre quienes lo cometen. En el caso de las FARC, este principio cobra relevancia al considerar cómo la estructura jerárquica y organizativa del grupo guerrillero permitía la perpetración de crímenes atroces a gran escala, incluso cuando los comandantes superiores no estaban directamente involucrados en su ejecución, según el académico Vicente Torrijos, el concepto de conflicto en Colombia se centra en la complejidad del fenómeno armado en Colombia, donde no solo las FARC sino múltiples actores, incluyendo el Estado, otros grupos guerrilleros y paramilitares, y el narcotráfico, han influido en la prolongación y la naturaleza del conflicto. Torrijos ha señalado que cualquier proceso de paz debe abordar las raíces económicas y sociales del conflicto, así como la desconfianza entre los diferentes actores armados y la sociedad civil. Para Torrijos, el acuerdo de paz con las FARC es solo un paso en un proceso mucho más amplio de construcción de una paz sostenible en Colombia.

El gobierno de Gustavo Petro ha intentado revivir el espíritu de paz y reconciliación con la ley 418, conocida como Paz Total. Sin embargo, hasta ahora, los resultados han sido limitados. La implementación ha enfrentado desafíos significativos, incluyendo problemas de financiación y falta de cooperación de algunos actores armados. Esto ha generado críticas sobre la efectividad y el compromiso real del gobierno con la paz duradera.

El camino hacia la paz en Colombia ha sido largo y lleno de obstáculos. Desde los primeros acuerdos con el M-19 hasta las recientes iniciativas del gobierno de Petro, cada esfuerzo ha dejado una huella en el marco jurídico y en la memoria colectiva del país. La paz, aunque frágil y muchas veces esquiva, sigue siendo una meta fundamental para construir un futuro más justo y reconciliado.

Pepe Mujica, el expresidente uruguayo y conocido defensor de la paz y la justicia social, ha reflexionado sobre el conflicto en Colombia como un desafío complejo que requiere un enfoque compasivo y pragmático. Mujica ha destacado la importancia de comprender las raíces económicas y sociales del conflicto, así como la necesidad de abordar las desigualdades y las injusticias que lo alimentan. En sus palabras, «la paz no es solo la ausencia de guerra, sino la presencia de justicia y equidad para todos los ciudadanos».

Según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica, más de 260,000 personas han muerto y al menos 80,000 han desaparecido como resultado del conflicto armado en Colombia. Estas cifras son impactantes y subrayan la urgencia de abordar las secuelas del conflicto y ofrecer justicia y reparación a las víctimas.

Ferragioli, ha enfatizado la importancia de aprender de los errores del pasado para construir un futuro más pacífico y próspero. Según Ferragioli, la clave para alcanzar la paz duradera en Colombia radica en la voluntad política de todas las partes involucradas, así como en la capacidad de la sociedad civil para exigir rendición de cuentas y participar activamente en la construcción de la paz.

En última instancia, el camino hacia la paz en Colombia es un proceso continuo que requiere el compromiso de todos los sectores de la sociedad. A pesar de los desafíos y las dificultades, la búsqueda de la paz sigue siendo una aspiración noble y necesaria para construir un país más justo, inclusivo y reconciliado.


Todas las columnas de la autora en este enlace: Melissa Arboleda

Melissa Arboleda

Melissa Arboleda, comprometida y apasionada he dedicado mi carrera a explorar temas de relevancia social y promover el diálogo público sobre cuestiones fundamentales para nuestra sociedad contemporánea.

Con una sólida formación académica que incluye estudios en Historia del Arte, Ciencias Políticas y actualmente en Derecho, poseo una perspectiva multidisciplinaria que enriquece mi análisis y comprensión de los temas que pretendo aborda en las columnas.

Mi interés por la política y la participación ciudadana ha sido una constante a lo largo de mi vida, impulsándome a involucrarme activamente en debates y discusiones sobre el rumbo de nuestra sociedad. Como defensora de la justicia social, abogo por políticas inclusivas que garanticen la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos.

Además de mi compromiso con la política y la justicia social, soy es una amante apasionada de la literatura. Con un profundo aprecio por las letras que me ha permitido desarrollar una voz única y perspicaz que refleja una sensibilidad hacia las complejidades del ser humano y su entorno.

creo firmemente en la necesidad de un sistema legal que priorice la rehabilitación y la reintegración de los individuos, en lugar de enfocarse exclusivamente en la retribución punitiva. Comprometida con la humanización del derecho penal reflejo en cada una de mis columnas, la búsqueda para generar conciencia y promover el debate sobre esta cuestión crucial para nuestra sociedad.

A través de este espacio, busco inspirar el pensamiento crítico y fomentar un diálogo constructivo que contribuya al avance de nuestra sociedad hacia un futuro más justo y equitativo.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.