He conocido personalmente a tres secretarios generales de la Organización de Estados Americanos: César Gaviria, Luis Miguel Insulza y Luis Almagro. De los anteriores he sabido por inercia mediática: jarrones chinos de la Dinastía Ming made in Singapur. De los tres, el único capaz de representar un liderazgo al nivel de la altura de sus responsabilidades, según las clásicas normas establecidas por el presidente norteamericano John Quincy Adams – servir de ejemplo y enseñanza a sus conciudadanos -, fue el ex canciller uruguayo. En los escasos dos años al frente de su cargo ha logrado el milagro de despertar del letargo a un viejo elefante parapléjico, consumido en su espeso aliento burocrático y formalista, absolutamente inútil, paraíso veraniego para la tercera edad de políticos puestos por los gobiernos de sus naciones de origen en elegante cuarentena. Como bien aprendimos a considerarlo los venezolanos, una cofradía de ex presidentes o candidatos a serlo y de embajadores enviados a disfrutar de los cerezos de Washington en flor. Vacaciones de postín para pasar sus años sabáticos en un londinense club de gobiernos. Los pueblos, ni en fotografías.
Gaviria usó sus diez años de secretariado para visitar museos y enriquecer su personal colección de obras de arte. Solía moverse entre las ruinas de la región de puntillas, con un pañuelo de seda en la nariz y la elegante parsimonia de un cachaco. Insulza, llamado entre los suyos el Panzer no precisamente por su delicadeza, fue en plan de engorde a preparar su candidatura presidencial, dejándole el intermezzo a su camarada de tolda, la socialista Michelle Bachelet. El favor se lo hizo Ricardo Lagos, quien esperaba más de él, ya ensombrecido internacionalmente por haberle servido de coraza protectora a Augusto Pinochet, salvándolo de las garras del juez Baltasar Garzón y ganando eventuales respaldos entre los empingorotados miembros de la derecha pinochetista chilena. Logró por ello, en ese extraño interludio de entendimientos de la Concertación Nacional, la respetabilidad de ser caracterizado como la única unanimidad nacional. El Panzer brillaba y era tratado con condescendencia por moros y cristianos.
Ninguno de los dos pasará a la historia por su diplomático desempeño. Gaviria por insulso. Inzulza por haberse apoltronado a echar huevos sobre el nidal de la Carta Democrática, usada como parapeto para no tocar a Chávez ni con el pétalo de una rosa y a la sombra de Barak Obama apostar él también a la rentrée de Cuba en el organismo regional. Sin una sola condición de mínimo respeto a la Carta Democrática. Es decir: a su pueblo. Fue el secretario más oscuro y tenebroso de cuantos lo han sido, lo que no es poco decir. Escudado en la patológica apoplejía de las cancillerías latinoamericanas descubrió el mecanismo perfecto de la inmovilidad del gobierno forajido venezolano: sin su aprobación y la de sus aliados – Brasil, Nicaragua, Ecuador, Bolivia, Argentina, República Dominicana y el enjambre de islitas caribeñas – la organización a su cargo no podía cuestionarlo. Ergo: la OEA se convirtió en el zoológico de cristal del gorilato venezolano. Hasta su llegada.
Tampoco es que su apoltronamiento obedecía a su natural complexión sanguínea y voluminosa. Se debió a su descarado alineamiento con el Foro de Sao Paulo y la cancillería cubana, en el período más sórdido de la región, cuando a partir del triunfo del teniente coronel venezolano y la libre disposición de sus cuantiosos recursos financieros facilitados por la coyuntura extraordinaria de los altos precios del petróleo, Cuba se hiciera con el control directo o indirecto de la región. Casi nada. Recuerdo tres momentos particularmente ominosos de su alcahuetería filo castrista: la negativa a intervenir en el desarrollo de la tragedia venezolana, su intervención abierta en el caso hondureño y sus denodados esfuerzos por convencer a Fidel Castro de regresar al seno de la OEA. Que en Venezuela ya no gobernaba Rómulo Betancourt, sino una ficha de obsceno servilismo ante el castrismo, Hugo Rafael Chávez Frías. Quien un día, sin saber que sería su más obsecuente seguidor, lo calificó de insulso. Castro lo dejó con sus crespos hechos. Como Trump a Obama, en parecidas circunstancias. Él no era un Don Nadie como para sentarse junto a los Estados Unidos. Un homérico desprecio.
De una plumada y sin arrodillarse ante nadie, en horas, el joven ex canciller uruguayo – asumió su cargo recién cumplidos sus 52 años – desempolvó la Carta Democrática, la leyó cuidadosamente y sin tener más compromisos que con sus principios éticos y morales y su hondo sentido de la responsabilidad pública – caso absolutamente inédito en la OEA fundada hace setenta años durante los terribles disturbios del Bogotazo, en 1947. E hizo del más grave problema vivido por la región desde el asalto al cuartel Moncada y la crisis de los misiles, el bombardeo a La Moneda y las dictaduras del Cono Sur, la prueba de fuego de su gestión: liberar a Venezuela de la autocracia dictatorial militarista y hacer brillar la transparencia de los principios democráticos en la región. Un propósito absolutamente admirable: tomar en serio su cargo y asumirlo con la plena responsabilidad de un líder y un estadista. Un tournant copernicano.
Imagino que el ex canciller de Pepe Mujica, hombre de izquierdas de orígenes bolcheviques, tenía perfecta consciencia del espinoso terreno por el que se aventuraba. Llevar la contra a la política de alcahuetería con el castrismo y su criatura venezolana mantenida por su predecesor no iba a encontrar el beneplácito de un continente prisionero de sus delirios filo castristas y pronto a la solidaridad automática con una tiranía que se proclame de izquierdas. Incluso militarista, lo que raya en la esquizofrenia, visto los sufrimientos que el militarismo le provocara en el pasado a la izquierda castrista y pro soviética latinoamericana. Y el descomunal desborde de las peores taras y desafueros del populismo, del caudillismo y sus últimas excrecencias: el narcotráfico y el terrorismo islámico. ¿Quién iba a imaginar que esa izquierda pobre de solemnidad, puritana y honesta a carta cabal que conociéramos de tiempos del Che Guevara y Salvador Allende iba a despeñarse por el sendero del saqueo, el robo, el narcotráfico y el terrorismo islámico, sin provocar una indigestión homérica? Es el caso: los comunistas y la ultraizquierda chilenos se deshacen en elogios, ditirambos y reconocimientos a Nicolás Maduro, sin importarles el que sea una comprobada ficha del gobierno cubano, algunos de sus más cercanos colaboradores sirvan a la plataforma de penetración del ISIS en Occidente, el estado mayor de sus ejércitos haya constituido el más poderoso cartel de la droga de la región y se mantenga en el poder gracias a obscenos y descomunales fraudes electorales.
Tuvo Luis Almagro la fortuna de que su mandato coincidiera con gobiernos liberales en Brasil, en Argentina, en Perú. Países cuyas cancillerías se han sumado a los esfuerzos de las cancillerías de otros grandes de la región, como México, Canadá y desde luego Los Estados Unidos, por intentar rescatar la democracia venezolana. Sin encontrar más oposición que la de las insignificantes islas del Caribe, mendicantes y menesterosas del auxilio petrolero de la dictadura venezolana. Lo que sin embargo, riza el rizo del absurdo es que haya sectores de la propia oposición venezolana que rechacen y se opongan a la decisión del Secretario General de denunciar los abusos de la dictadura y las insólitas inconsecuencias de quienes, en lugar de compartir su ardorosa defensa de nuestra democracia, prefieren acogerse al miserable espacio de poder que les permite el régimen dictatorial venezolano.
El disgusto expresado por algunos políticos y comunicadores venezolanos con las recientes palabras del primer aliado de Venezuela en el mundo, considerado por el pueblo como el uruguayo más venezolano de su historia, y el extraño contubernio que parece haberse establecido entre algunas dirigencias y el régimen dictatorial, me lleva a recordar una dolorosa afirmación del historiador alemán Sebastin Haffner quien, en La Historia de un Alemán, recordase el horror de la condescendencia, pusilanimidad y cobardía de comunistas, socialistas, conservadores, clericales y demócratas de centro con Adolf Hitler, quien acababa de perder las últimas elecciones antes del ascenso al Poder. Fue tal el asco que esa oposición pusilánime y cobarde provocó en el pueblo alemán, que muchos de los opositores, hasta entonces mayoritarios, cansados de tanta concupiscencia, o abandonaron la lucha o se sumaron directamente a las filas del nacionalsocialismo. Hitler no necesitó de una Tibisay Lucena para arrasar luego en todos los procesos electorales que necesitó para convencer al mundo que el suyo era el más democráticos de los regímenes políticos de Occidente: fue aplastantemente mayoritario, de verdad verdad.
Ese trágico abandono de la lucha no sucederá en Venezuela. No tanto por la capacidad de reflexión autocrítica de un liderazgo en crisis que se niega a comprender la gravedad del momento histórico que vivimos, prestándose gustoso una y otra vez a las celadas electoreras de la dictadura. Como por la indómita resistencia de nuestra juventud y la fortaleza e integridad de quienes, desde el exterior, como Luis Almagro, no cejan en la defensa de nuestros intereses. Tal como también lo hacen los expresidentes agrupados en el Grupo IDEA. Jamás lo olvidaremos.