Desde que el aislamiento comenzó, sin dudas hay más tiempo para pensar y reflexionar. La ventana se ha convertido en una especie de puerto en donde diversos pensamientos salen a flote y conviven en un mar dudas efímeras. Las calles están más vacías y el aire tiene un sinsabor distinto a cualquier otra época. En medio de mi propio encierro, me aventuro en todo y nada. Recuerdo el afán de los días de antaño y las charlas pesadas guardadas en mi memoria. Mi pieza está llena de objetos; mi mente de ideas vagas y personas.
Llegan a mi cabeza, por un lado, aquellos que más han sufrido las consecuencias de este encierro, y estarán pensando en cómo innovar y reinventarse para sostener su negocio o empleo, en otras palabras, seguir viviendo de manera digna. Las personas que han retornado a sus trabajos habituales con los protocolos requeridos o están en teletrabajo, también están presentes mientras pasa una brisa. En el otro lado, se encuentran muchos otros, que despreocupados y desde un lugar de privilegio, se maltratan día tras día en la espera de saber cuándo volverán las rumbas y las fiestas. Cualquiera de los grupos está estresado imaginando cuándo va a terminar el aislamiento y así regresar a la “normalidad”. Todos estamos pensando de más en mayor medida acerca de nuestras prioridades.
Sin embargo, la situación lejos de mejorar, se está agudizando en el mundo. Algunos piensan en cómo sobrevivir y otros solo ven pasar los días a través de las nubes del cielo o de una pantalla. Además, bien dijo el filósofo Fernando Savater, al afirmar que esta crisis sanitaria no nos ha cambiado, ni nos cambiará. “Vamos a seguir siendo lo mismo, pero un poco peor”, expresa el pensador español.
Ahora hay un poco más de gente en las calles. Llegan y entran personas en un abrir y cerrar de ojos. Entre ellos, muchas personas jóvenes, parecen estudiantes. No me olvido tampoco del sector educativo que se está quemando las pestañas, mientras piensa en cómo seguir adelante en modalidad virtual; además seamos sinceros, ningún estudiante está aprendiendo. No es culpa de los profesores, ya que muchos incluso están empleando horas extra en la planeación de sus clases, sin embargo, poco se puede hacer cuando la mayoría del estudiantado no está acostumbrado a esta dinámica desde el hogar y muchos aún tienen problemas de conexión.
Sin duda, de mi mente se escapan un sinnúmero de grupos más que han sufrido el encierro a su propia manera, solo ellos sabrán de su propia lucha y encierro. Yo por otro lado, hago parte del último grupo. Soy estudiante y como muchos de mis compañeros han afirmado, las clases virtuales tienen una carga extra. No paramos de pensar en el hoy y mañana. Últimamente divago en mi cabeza para estar más ocupado. Mi pequeña aventura comenzó cuando estábamos en una normalidad aparente, en donde no sentía la presencia de los objetos —materiales o inmateriales — que me rodeaban. Fue a partir de ahí. No estaba acostumbrado a sentirlos en el hogar; solo a interactuar con ellos porque creía que no cambiaban y mucho menos me podían cambiar.
Pensé que los cambios solo se limitaban a las personas, pero estaba equivocado. Gracias al encierro, me di cuenta que un libro, una radio, una canción o un computador pueden cambiarte la vida. Solo me limitaba a realizar mis deberes académicos y a mirar mi habitación como una especie de celda; nunca pensé en los pequeños detalles dentro de ella, tampoco que estaba rodeado de ellos por todas partes. Si algo me ha enseñado este aislamiento es a apreciar lo que tengo. No solo porque los objetos me ayudan a desempeñar mis tareas, sino porque me ayudan a tolerar el insoportable encierro.
Desde que soy consciente de su importancia, he aprendido a valorar más las palabras de un libro, escuchar de otra manera las historias de la radio, sentir las letras de las canciones y disfrutar de una buena película. Ahora vivo entre ellos, no son útiles nada más. Están vivos o al menos me han dado un poco de su vida.
La fragilidad del tiempo
El aislamiento también me ha permitido pensar en el tiempo y en mi propio encierro. No reflexioné mucho porque corría el riesgo de perderme en mis pensamientos y caer en el abismo del existencialismo. Ya he leído suficiente de Sartre, Heidegger, Kafka, Nietzsche, Camus y compañía. Además, plantada frente a mí se encontraba ya la náusea de pensar que estaba aliviando con escribir; era suficiente para mí.
Recientemente me invade la misma reflexión que Sartre realizó a través de Antoine Roquentin, en su libro La Náusea. No hay término medio entre la inexistencia y la abundancia en éxtasis. En medio del encierro, importa poco pensar si vivo o pienso que lo hago. Solo sustraigo mis aprendizajes para hombres y mujeres dormidas; solas y con mucho tiempo al igual que yo.
Algunos intentan vivir sus días, otros viven por los recuerdos, incluso habrán aquellos que solo ven pasar los días, pero sin lugar a dudas todos estamos pensando más de la cuenta.
No tengo la costumbre de contar lo que me sucede, pero si no lo transmito en palabras, mis pensamientos me nublan. El tiempo ha sido una gran incógnita desde siempre. Aunque por estos días, se puede hacer más pesado y agotador, la aventura de este escrito apenas comienza, el tiempo recobra su blandura y ligereza mientras escribo. Qué extraño y conmovedor que su existencia sea tan frágil, sin embargo, la vida pasa tan deprisa que apenas se nota.
El tiempo se vuelve más ameno cuando se tienen a los familiares cerca; padres, hijos, abuelos, y eso nos permite sentir la cuarentena como cualquier otro momento. ¿Pero qué pasa con aquellos a los que su presencia es efímera sin la presencia de los otros? Ellos estarán solos hasta nuevo aviso. Ni el tiempo en donde interactúan con otros por videollamada ni al salir pueden llenar ese vacío. Se refugian en objetos y en recuerdos para salir de su propio encierro. No quiere decir que los objetos puedan reemplazar personas, pero sí rescatar un pequeña parte de su esencia para recordarlas. Aunque no estemos en las mejores condiciones, el francés nos recuerda que no perdamos nada de nuestro tiempo; quizá hubieron mejores, pero este es el nuestro.
Desaparecieron las nubes. La brisa es más helada y las teclas de mi computador ya están calientes. En estas circunstancias, lo inverosímil se esfuma al mismo tiempo que los amigos. A veces, los objetos impregnan de recuerdos nuestra casa, pese a que no nos demos cuenta. Cuando la existencia no tiene memoria, ellos se encargan de recordar por nosotros. Me apiado del dolor ajeno. Yo por otro lado, no puedo recibir de estas soledades nada más que un poco de cordura trágica. A mi lado reposan “El ser y el tiempo” de Martin Heidegger y un par de pósteres que me regalaron de Fernando Pessoa.
Así también lo pensaba el protagonista de La Náusea, Antoine Roquentin en sus reflexiones sobre el tiempo: “Así es el tiempo, el tiempo desnudo; viene lentamente a la existencia, se hace esperar y cuando llega uno siente asco porque cae en la cuenta de que hacía mucho que estaba allí”. Me da un poco de pena no aprovechar más mi tiempo. Siempre ha estado junto a mí una pintura o algo que apreciar. Los objetos siempre han estado presentes y tienen pasado. Cargan con un poco del nuestro. Existen mientras seamos conscientes de su presencia y posean un valor tal como para hacerlos parte de mí y de mi tiempo.
Desde el principio fui invadido por la náusea de escribir y ahora se suma a la de pensar. No me abandonarán tan pronto. No son una enfermedad ni un sentimiento pasajero. Las teclas de mi computador están ardiendo en mis dedos, y la respiración se me acorta. La pantalla es color de luna y estoy divagando de nuevo. Una ‘cachetada’ del viento me golpea en la cara y el hastío me despierta. Sigue mi aventura de pensar.
Encerrado por mis propios pensamientos
¿Qué estaba diciendo? Ah sí, los días pierden su lentitud y se hacen más ligeros, pero mis pensamientos me hostigan. Escribir me pesa, luego encontraré el motivo. No es una situación privilegiada pero quiero convertirla en un momento de inspiración. Me encuentro rodeado de algunos libros más, me río de mí mismo y luego recupero la calma. Es cuestión de redirigir el hastío. No hay nada más que me interese en el mundo que escribir.
Sin duda, estos días me han cambiado. Ando más desorientado que de costumbre. Estos pensamientos son un sueño y una estupidez. Aunque según Sartre, “soñar en teoría, es vivir un poco, pero vivir soñando es no existir”. Otra vez el gran dilema de algunos existencialistas: ¿vivo para soñar o sueño para vivir? No lo sé. Solo sé que el tiempo se desprende de manera fugaz y se vierte en una taza de chocolate caliente. Estas palabras salen y el sentimiento de aventura se desvanece con el fin de estas palabras. Todo ha sido descubierto menos cómo vivir. Aunque me hastíe de mi falta de comprensión, no necesito entenderlo todo. En suma, es la idea del fin lo que le da valor al comienzo de este fugaz camino de reflexión.
Todo acabará algún día. Saldremos de nuestras casas y veremos el mundo igual, justo como dice Savater. Quizá seamos más cuidadosos, quizá no. Lo cierto es que este pensamiento se desvanecerá hasta que de nuevo mis manos acaricien las teclas del computador, tome una taza de chocolate y me aventure a la náusea de pensar.
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