La muerte asistida le fue aprobada, así que legalmente nos tomará una leve ventaja este sábado 12 de agosto
Crucé mis primeras palabras con Guillermo Antonio Arango Aristizábal en la inmensa casa de don Evelio Villa en la calle principal de Entrerríos por allá en 1988. Estampaba camisas con su buen amigo Jaime Londoño. Por ahí Humberto Pérez se lo cuentió para que vendiera velas, y de lo que pasó después, decía Guillermo que «Parafino» le había descubierto un talento que ni él mismo se conocía: el de vender.
Pasaron 10 años y en 1998 que me enrolé también con el cuento de las velas, fui su compañero para más luego hacer una amistad que superó de lejos el ego y desafió preferencias políticas y religiosas que entre ambos nunca coincidieron.
Un contertulio con el que siempre quedé con saldo negativo porque mi discurso y repertorio jamás alcanzaron a su conocimiento y sabiduría. Eso sí, estaban estos oídos listos al deleite de saber en un hombre socialmente anónimo, condensado el conocimiento mismo con el coherente proceder lejos de anhelar para sí, reconocimiento alguno.
Jamás conocí persona que expresase sus puntos de vista sin acudir al alza de voz. Es que tampoco los expresaba si no le eran solicitados. «Ustedes verán…así pienso y no me molesta que ustedes no piensen igual,» decía.
Le daba lo mismo hablar con el humilde y el encopetado. A todos correspondía su cortesía o su indiferencia.
El molde con el que hicieron a Guillermo hace 74 años se perdió. Es de los pocos que se dio el lujo de «trascender» el día por él dispuesto. La muerte asistida le fue aprobada, así que legalmente nos tomará una leve ventaja este sábado 12 de agosto.
Aspiro a que lea mi columna en Al Poniente antes de partir, y quede en la memoria el «chiste del burro y el perro» que siempre fue el abrebocas de nuestras charlas. Chao perro. Te extrañaré. Salúdame a Óscar Pérez si te topas con él.
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