Yo entiendo que los indígenas, o al menos los que así se autoidentifican en un país de infinitas mezclas raciales en el que la mayoría somos mestizos, fueron maltratados por los conquistadores españoles; que fueron semiesclavizados, sus culturas destruidas, sus tierras confiscadas muchas de ellas y sus riquezas saqueadas por los españoles y muchos de los que continuaron en el poder político y económico.
Hay pues, una deuda histórica con ellos. Como la hay con las comunidades negras cuya gente llegó como esclava y ha sido por siglos explotada, humillada, excluida en la colonia y en la república. Que todos los grupos y culturas que conquistan apelan a la violencia y que esa conducta no es propia exclusivamente de los españoles es un hecho. Y que algunos que han sido conquistados pueden actuar como conquistadores, es otro un hecho: basta mirar la manera como algunas comunidades indígenas del Cauca reclaman violentamente la tierra de los negros y que las guerras de expoliación y sometimiento que naciones indígenas han efectuado en el pasado ha sido arma de expansión mucho antes de que llegaran los conquistadores españoles.
El punto, entonces, es que un estado con minorías étnicas debe tomar medidas para resolver su exclusión, conocidas como discriminación positiva, consistentes en una serie de medidas sociales, jurídicas y políticas y culturales destinadas a mejorar la vida de algunos grupos que han sido históricamente discriminados con el objetivo de crear condiciones de igualdad.
Es en virtud de esa discriminación que el estado colombiano ha tomado acciones de discriminación positiva y no por la narrativa que nos venden como gente pacífica, con una cosmovisión idílica, respetuosa de los otros, cuidadora del bosque y el medio ambiente y respetuosa de los otros algo que no es cierto en muchos casos.
El doctor Luis Guillermo Vélez publicó el 19 de marzo de 2019 un magnífico artículo sobre la historia de la legislación de protección a los indígenas, ya desde la colonia y los efectos perversos que dicha legislación ha tenido, La minga indígena extorsiva y la perpetuación del atraso indígena, que recomiendo leer (http://luisguillermovelezalvarez.blogspot.com/2019/03/la-minga-extorsiva-y-la-perpetuacion-de.html?m=1).
Yo quisiera aportar algo desde el punto de vista filosófico. La regla esencial de la democracia liberal es la igualdad de derechos de todos los individuos. Hacia los 80, algunos filósofos como Charles Taylor propusieron que en estados no homogéneos culturalmente, en las que una cultura había sometido a otra (como los castellanos y los aragoneses a los catalanes o a los vascos en España, los franceses de Canadá, los flamencos en Bélgica), la primera imponía su economía, su lengua, sus instituciones jurídicas y políticas, lo que convertía a la conquistada en una minoría nacional a la que había que garantizarle derechos colectivos, por encima de los individuales, a la lengua, a las tradiciones culturales y sociales, a cierta autonomía institucional y jurídica, etc.
Esa concepción termina con el concepto de igualdad de todos ante la ley y permite a los gobernantes del territorio minoritario imponer a todos – miembros o no de la nación- asuntos tan vitales como la lengua en su uso público, sus fuerzas de seguridad, etc.
Es lo que ocurrió en Colombia. Pero se ha hecho mal. Como dice Vélez, el resguardo es una institución creada por los reyes españoles -es decir no son de origen indígena- que los concentró en territorios y les otorgó colectivamente la posesión de la tierra, para protegerlos de los voraces españoles, y, añado yo, considerándolos incapaces de tomar sus propias decisiones y para facilitar su evangelización. Con la Independencia, heredera de la Revolución Frances, la tendencia fue a incluirlos políticamente asegurándoles los derechos individuales que tenían los otros colombianos, especialmente, el de poseer individualmente propiedad del suelo, para liberarlos de la sumisión que producía la propiedad colectiva. Pero con la Constitución del 86, primó otra vez el concepto del “buen salvaje”, considerándolos como menores de edad que debían ser educados por la Iglesia.
En la Constitución del 91, quedaron explícitos los derechos culturales de las minorías indígenas (y negras), que incluyeron la reafirmación del resguardo como unidad política, jurídica y administrativa y la propiedad colectiva de la tierra.
Muchas minorías han reivindicado el multiculturalismo y se les han reconocido sus derechos colectivos. Las que optaron por la propiedad colectiva, han fracasado, como los indígenas norteamericanos que viven de administrar casinos en sus territorios, convertidos en alcohólicos decadentes; mientras que aquellas que han mantenido los derechos individuales a la propiedad han progresado, como los catalanes, los vascos, los francófonos de Canadá, los flamencos en Bélgica.
Los indígenas colombianos pertenecen al primer grupo. Poseen grandes extensiones de tierra, pero su producción es de subsistencia, salvo los cultivos de coca que hay en su territorio. Reciben billones del gobierno, pero no mejoran ni la economía ni la calidad de vida. Los individuos carecen de independencia política, atrapados al resguardo y en manos de los jefes políticos que los controlan y que no permiten el disenso. No parece haber una cultura del trabajo ni del esfuerzo para generar riqueza individual. Están atados a los subsidios a los que sus jefes les permiten acceder y a los eventuales ingresos del narcotráfico.
Sus dirigentes se quejan de que los están matando. Y es verdad. Pero buscan el ahogado rio arriba. Saben perfectamente que quienes asesinan a los indígenas son las organizaciones dedicadas al narcotráfico como la llamada Segunda Marquetalia, o el Eln u otras organizaciones armadas narcotraficantes que operan en sus territorios, que dicen controlar, pero no lo hacen, mientras hostigan al ejército en la erradicación de los narcocultivos o le impiden el ingreso para neutralizarlos.
Hablan de la paz que no se aclimata mientras conviven con los grupos que hacen la guerra. Marchan a Bogotá para participar en los eventos que se preparan para el paro nacional del 21 de este mes, cuyos convocantes, entre ellos los jefes de la minga, buscan desestabilizar la democracia colombiana, mientras niegan olímpicamente la infiltración, documentada más allá de toda duda, de organizaciones armadas.
La minga funciona como un espectáculo hollywoodiense, con gran despliegue y protagonismo, fanfarria, declaraciones altisonantes y desafíos en la que los actores consideran que están por encima de la ley y de los derechos de los demás colombianos.
Cada cual es libre de montar su propio show, pero lo que no puede hacer es pasar por encima de las normas sociales y gubernamentales para la protección de la salud pública en tiempos de pandemia, creando conglomeraciones, desechando las medidas de bioseguridad y avanzando por medio país haciendo fiestas colectivas enormes, viajando arrumados en vehículos de los que ocupan hasta el techo, parando donde desean y echándole a los gobiernos locales y a los ciudadanos la responsabilidad de los muy seguros brotes masivos de coronavirus y justifican esas acciones criminales con la apelación a la medicina tradicional. ¿En serio? Si tienen el secreto de la cura o de la inmunidad ¿por qué no se lo han entregado a los colombianos y al mundo? Serán responsables de la gran ola de infección que están dejando ahora y dejarán la próxima semana en Bogotá y las ciudades y poblaciones por las que han pasado.
Están violando la ley, de manera consciente. Han mostrado en qué consiste su solidaridad con los otros colombianos, que comienzan a entender de qué hablan y qué hacen los indígenas que se movilizan. La ley es para todos, nadie es intocable por su condición étnica, ni por ella tiene todo permitido. El gobierno central, el gobierno de Bogotá y el juez ante quien se tramita la acción popular para detener esta locura, tienen que reaccionar y actuar en consecuencia.
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