Vivimos una época plagada de profetas de la felicidad, una gente con información seudo-científica que aprovecha lo que no conocemos de termodinámica, neurología, psicología y física cuántica, para hacernos creer que el poder de la mente, el aura, la programación neurolingüística, las buenas energías y el pensamiento positivo pueden cambiar la realidad que vivimos; toda una parafernalia de poses, palabras, manías y rituales para enfrentar a punta de voluntad el miedo que como especie siempre hemos tenido a la incertidumbre; la felicidad es la nueva respuesta a la pregunta por la trascendencia.
Soy una persona optimista, lo confieso, a veces incluso cuando no existe ninguna razón para esperar mejores cosas del futuro o de la gente, mantengo la esperanza; pero realmente me preocupa la metafísica de la felicidad, que sirve como excusa para no enfrentar la incertidumbre, para creer que las cosas malas que pasan devienen de la actitud negativa, de la falta de ritual, de utilizar palabras en negativo; conozco mucha gente que piensa positivo, parece feliz, se levanta todos los días con el pie derecho y decidió cancelar todos los pensamientos negativos y de todas formas no tiene trabajo, no porque no tenga una posición positiva sobre la vida, sino porque la economía genera excedentes del mercado laboral, para desvalorizar la mano de obra ocupada, sin desempleados los salarios serían muy altos, por eso vale la pena tener cesantes, así los cesantes estén aparentemente felices y hayan aprendido a no fracasar.
El pensamiento positivo por el contrario facilita el control de la fuerza de trabajo, si todos somos emprendedores o “nuestros propios jefes” construimos una base sólida de consumidores que hacen circular la economía si las garantías sociales necesarias. Gente pobre, desigual pero contenta, en búsqueda de que llegue el día de la suerte, que tal vez nunca llegue, si todo depende de nosotros mismos no hay causas sociales.
El pensamiento optimista metafísico que critico es una caricatura del pensamiento posmoderno; esa lectura acomodada de la crítica a la modernidad, la reflexión sobre el lenguaje y la duda epistemológica al paradigma físico newtoniano que nos facilitó la física cuántica, construye un entramado discursivo del todo relativo – típica caricatura del pensamiento posmoderno – equiparable a la magia o el sofisma, pero que paradójicamente utiliza la duda posmoderna como una herramienta para nuestra manida estrategia cultural de darle el sentido a la vida que biológicamente no tiene. Por eso es una estafa, porque se sustenta en las ideas que ponen en vilo la certeza racional, para construir otro castillo de arena movediza basado en el optimismo.
La versión posmoderna del discurso de la laboriosidad moderna, es la felicidad, un producto de la industria cultural para garantizar el poder sobre los cuerpos; si en la modernidad teníamos cárcel para la vagancia, en esta vertiginosa realidad tendremos otra institución de control de la época para castigar la tristeza.
Por tanto, si la resistencia contracultural a la idea de progreso moderno era la vagancia, la vida improductiva; la resistencia contracultural al nuevo discurso de control de masas será el pesimismo racional, la tristeza creativa. No me refiero a la depresión que puede causarnos ser positivos y además de los esfuerzos por sonreír fracasar, esa frustración patológica puede ser el catastrófico resultado en la salud mental que puede tener tanto coaching.
Me refiero a aceptar la incertidumbre, a sentirnos una parte del todo y aceptar nuestra absoluta insignificancia para la energía del universo. Sentirse moderadamente frustrado es sano, negar que no estamos contentos puede ser peor; mi invitación por tanto no es a la tristeza como pose, tan mala como la felicidad esforzada, sino a enfrentar nuestra insignificancia con espontaneidad, a enfrentar conscientemente la realidad a sabiendas de que no todo depende de nuestro esfuerzo, considero más valiente afrontar responsablemente la contingencia que construir expectativas ciertas en una realidad que se caracteriza por la incertidumbre.
Tampoco promuevo la renuncia a la metafísica, ni siquiera a la magia o a la fe, ¿qué sería de nosotros sin creer? Hay que creer sin miedo a la inevitable decepción, me preocupa que no entendamos que la felicidad profética puede hacernos más daño en el futuro; invito a la tristeza como resistencia, a aceptar la frustración para que cuando llegue la felicidad que merecemos sea genuina.