La naturaleza se encarga de demostrarnos lo frágil que es la humanidad, independiente de las condiciones en las que cada quien viva.
La llegada del COVID-19 evidenció vacíos en muchos aspectos. No solo tomó a los gobiernos por sorpresa y dejó al descubierto problemas en los sistemas de salud, los cuales se hacen más evidentes en los países en vías de desarrollo, sino que mostró las grandes desigualdades sociales que enfrentamos en el mundo. Pese a los continuos esfuerzos realizados por estos gobiernos no ha sido posible superar la pobreza, y ahora con la pandemia, nos alejamos cada vez más de la meta de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, según algunos expertos.
Después de seis meses de vivir en un mundo casi paralizado, con más de 31 millones de personas contagiadas y casi un millón de fallecidos; vemos cómo esa lucha contra el coronavirus va más allá de entenderla como una enfermedad que solo afecta la salud, especialmente en América latina donde la pandemia es la llaga que evidenció un problema social.
Así como el virus experimenta mutaciones biológicas, esas mutaciones son la mejor analogía para las repercusiones sociales que se están viviendo en la actualidad. Mientras que en algunos países europeos y asiáticos la reactivación económica va de la mano de gobiernos y economías fuertes, de disciplina y de tecnología, en América Latina las medidas utilizadas han develado los altos índices de desigualdad, las altas tasas de desempleo formal y los riesgos de acrecentar la pobreza extrema.
Si bien es cierto que el virus puede ingresar al organismo de cualquier persona, en términos socioeconómicos, el impacto no es igual para todos. Estadísticas recientes del DANE, señalan que las muertes en los estratos 1, 2 y 3 representan el 90.3 % en el país, donde los estratos 1 y 2 concentran el 69 % del total nacional. Mientras que en el estrato 4, 5 y 6 los porcentajes son menores.
El COVID-19 nos obligó a estar en cuarentena, con el objetivo de preparanos y evitar el colapso del sistema de salud. Sin embargo, la cuarentena no fue para todos posible. En un porcentaje alto de las familias de bajos recursos el hacinamiento impidió el distanciamiento social; la informalidad laboral, obligó a salir al rebusque del día a día. Incluso aquellos con empleos no calificados, siguen más expuestos al virus, y junto a ellos, se incluye el personal de la salud, quienes estando en la primera línea para la atención, evidenciaron una profunda precarización laboral.
Es innegable que a menor educación mayor es el riesgo de desinformación. Muchos terminaron sin aplicar los protocolos de bioseguridad debido a que no creen en el coronavirus, lo que se ha denominado el negativismo, a otros simplemente el hambre y la prioridad del subsistir, les impide poner enteramente su atención en el cumplimiento de todos los protocolos de bioseguridad. A esto se suma una idiosincracia que puede ser renuente al cumplimiento de la norma, más desobediente, y con menos confianza en las instituciones y en el Estado.
También es cierto que las dificultades económicas de los más vulnerables les impide tener acceso a la información de manera oportuna, o tener garantizado la conexión vía internet. Esa brecha digital fue una más evidenciada por el COVID-19.
De acuerdo con el análisis del Grupo de Investigación de Macroeconomía de la Universidad de los Andes, para alguien que vive en estrato uno resulta 10 veces más probable ser hospitalizado o fallecer por el virus y seis veces más probable ir a una UCI, comparado con una persona de estrato seis.
Todos estos factores unidos hacen que la pandemia hoy afecte por muchos lados a los más vulnerables. Ahora nos queda entender cómo en medio de nuestra fragilidad estamos frente a la inminencia de actuar para recomponer la situación de quienes tenían poco y hoy tienen mucho menos.
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