«Odié a Pinochet. Ha sido el único ser cuya muerte he deseado ardientemente. Y sufrí las consecuencias de mi militancia asumiendo el destierro para toda mi vida. Perdí al país en que nací y me crié, en el que fui educado y encontré la felicidad. Pero la verdad de los hechos es porfiada. La izquierda chilena está profundamente equivocada. Debe encontrar un puesto de acción y pensamiento en una sociedad moderna, debe democratizarse internamente y apostar al crecimiento de nuestro país y a la concordia de los espíritus. Pero por sobre todo: debe deslastrarse del marxismo congénito que la paraliza y obnubila. Ponerse a tono con las fuerzas liberadoras de nuestra región y renunciar a toda veleidad con las dictaduras castristas que asuelan a sus pueblos. No tiene otro camino.»«WAHRHEIT IST KONKRET»
HEGEL
Para Marx la historia era la ciencia de las ciencias. Y nada, absolutamente nada, escapaba a sus designios. Pues la esencia del hombre es histórica. De allí su desprecio a la metafísica, al cultivo de la ontología, a las certidumbres absolutas. Y sobre todo su rechazo a cualquier veleidad de eternidades. Todo es histórico, incluso el materialismo, y está condenado a desaparecer, le dijo en una ocasión a su adoradora, la marxista rusa Vera Sasulich. Pidiéndole, por lo mismo, que no lo absolutizara. Que hacerlo, era hacerle demasiado honor pero también demasiado escarnio. Como para su desgracia y la de la humanidad entera lo hicieran sus adoradores, comenzando por los discípulos de la Sasulich, Lenin, Trotski y Stalin, que convirtieran su teoría crítica por antonomasia en religión de Estado y su voluntad eminentemente liberadora en ideología del sometimiento y la esclavización de la humanidad.
No defiendo a Marx, que en su verdad concreta, como diría Hegel, se defiende solo. Fue en tanto crítico de la sociedad burguesa – y sus ideologías -empujada al poder por el fin del absolutismo, la revolución francesa y el industrialismo, uno de los más grandes pensadores alemanes de todos los tiempos. Y en un rasgo de incomparable oportunismo y genialidad política, él, que era un judío emancipado, supo aprovecharse del poder demoledor del Sermón de la Montaña y hacer a un lado el cristianismo como única utopía posible de la cristiandad. Si bien, confrontado con la realidad de quienes le hicieran caso al Manifiesto Comunista, queda como el charlatán más seductor y devastador de la historia. El ideólogo de las peores carnicerías sociales del siglo XX, incluido el socialismo soviético y el nazismo hitleriano, que no por azar fue bautizado por su creador como nacional socialismo. Ninguna de sus predicciones se cumplió. El socialismo, su teoría convertida en manual del cambio social, demostró ser una colosal estafa. El capitalismo, lejos de haberse derrumbado no sólo ha sabido y podido superar todas sus crisis estructurales: ha enriquecido a la sociedad hasta extremos absolutamente inimaginables en la época en que vivió el hijo de Treveris. Cuyos insólitos y fascinantes logros sólo tuvieron cabida en la afiebrada imaginación literaria de Julio Verne. Y si hubiera sido capaz de dejar la ferretería insurreccional del Manifiesto, él mismo hubiera podido imaginarlos, como se vislumbra en algunos pasajes de Los fundamentos de la crítica de la economía política, los Grundrisse, al anticipar el papel que podría jugar en el futuro mediato la automatización en el desarrollo de los procesos productivos. Pero Marx era un prisionero del iluminismo y las ideologías del Siglo 18. Finalmente, aunque muy pocos lo hayan advertido, el socialismo sirvió para medio nivelar el desarrollo global de la sociedad capitalista. Empujándola a la socialización uniforme de las fuerzas productivas, como en Rusia y en China.
Para nuestra inmensa desgracia, ya chatarra inservible en el Primer Mundo aunque coleteando en figuras deleznables como las de Pablo Iglesias y Melanchon, el marxismo sigue siendo la ideología ajena y de segunda a mano para las fuerzas críticas del subdesarrollo. Con lo cual renuncian a su potencial crítico convirtiéndose en fuerzas de la regresión y el atraso. Venezuela es el caso paradigmático de ese quid pro quo: el más rancio, añejo e incomprensible marxismo alemán colado por las fiebres tropicales y rumberas de la estupidez afrocubana bajo la engañifa del «socialismo del siglo 21». Que han impedido objetivamente el tránsito de la sociedad venezolana a la modernización cuando estuvo a un paso de lograrlo, con la complicidad y el aplauso de las fuerzas más conservadoras y reaccionarias de la sociedad venezolana.
2
Es una contradicción aberrante, pero propia de los caprichos históricos y la estupidez que suele regir los destinos del hombre, que Chile superara sus ancestrales contradicciones y su atraso de una ruralidad secular de la mano de un general de ejército y no de un tribuno civil. Tuvo, para hacerlo, lo que sólo las fuerzas armadas tenían ante tamaño desafío: la fuerza. Chile se modernizó siguiendo a pie juntillas su lema inaugural: por la razón o la fuerza. No salió de su arraigo rural y decimonónico gracias a la estatización de fundos y su entrega al campesinado, al desalambre y la expropiación o a la estatización del escaso acervo industrial entregándoselo a sus trabajadores: salió llevando a cabo una profunda revolución estructural, que no respetó taras y vicios atávicos, como un estatismo y un clientelismo congénitos y un populismo ancestral, sino motivada por incentivos capitalistas, como por lo demás lo hicieran todos los países desarrollados. La agro industria, convertida en sostén del desarrollo, no fue ni un proyecto ni un logro del socialismo chileno: fue un logro de la dictadura y la capacidad gerencial y emprendedora de las élites intelectuales de la derecha chilena. La conversión de los chilenos en ciudadanos liberales y emprendedores fue el resultado de una terrible dictadura ilustrada, portaliana en el más auténtico de los sentidos. Con sus dos caras, aparentemente inexorables: la represión y el emprendimiento. No era la primera ni será la última vez en la historia que el progreso, para poder cumplir sus propósitos, deba recurrir a la fuerza. Baste el ejemplo de Iván el Terrible, de Napoleón y de Ilich Ulianov. Por no mencionar a Bolívar, que terminó ahogándose en la orilla.
Pero los hechos son indesmentibles: ha sido la sumatoria de lo hecho durante los diecisiete años de dictadura y los veinte años de Concertación Democrática – el período del comportamiento colectivo e individual más racional y sensato de los chilenos en toda su historia – lo que ha puesto a Chile en el primer puesto del desarrollo en América Latina. Y a contar con un ingreso per capita comparable a los de España, Italia y Portugal. ¿Echarlo por la borda bajo la calentura y el capricho adolescente e ignaro de la ultra del Frente Amplio, el Partido Comunista, el Partido Socialista y sus artesanos culturosos? ¿Que medran de los ingresos de un Estado de bienestar para socavar las bases de lo conquistado con tantos sacrificios y tantos dolores?
Odié a Pinochet. Ha sido el único ser cuya muerte he deseado ardientemente. Y sufrí las consecuencias de mi militancia debiendo asumir el destierro para toda mi vida. Perdí al país en que nací y me crié, en el fui educado y encontré la felicidad. Pero la verdad de los hechos es porfiada. La izquierda chilena debe encontrar un puesto de acción y pensamiento en una sociedad moderna, debe democratizarse internamente y apostar al crecimiento de nuestro país y a la concordia de los espíritus. Pero por sobre todo: debe deslastrarse del marxismo congénito que la paraliza. Ponerse junto a las fuerzas liberadoras y renunciar a toda veleidad con las dictaduras castristas que asuelan s sus pueblos. No tiene otro camino.