La invención de Platón, el filósofo que condenó a los poetas

La escuela de Platón (1898). Jean Delville. Decoración destinada a la Sorbona que jamás se colocó. Alt. 260; Anch. 605 cm. Musée D’Orsay.

¿Hemos de permitir, pues, tan ligeramente, que los niños escuchen cualesquiera mitos, forjados por el primero que llegue, y que den cabida en su espíritu a ideas generalmente opuestas a las que creemos necesarios que tengan inculcadas al llegar a mayores? (Sócrates a Adimanto, en La República)

Después de exponer las razones por las cuales los niños no debían, jamás, estar expuestos a narraciones que contaran o pintaran las teomaquias, las gigantomaquias o las demás innumerables querellas de toda índole entre los dioses o héroes contra los de su casta y familia, Sócrates le dijo a Adimanto que si se aspira a una ciudad que se desenvuelva en buen orden, es necesario impedir, por todos los medios, que nadie diga que la divinidad, que es buena, ha sido causante de los males de un mortal.

Esta sería la primera de las leyes referentes a dioses y poetas en el Estado ideal que propuso Platón. Pues bien, en la ciudad platónica, los poetas tendrían normas para componer sus narraciones, y el primer mandamiento sería que la divinidad no es autora de todas las cosas sino únicamente de las buenas, lo cual debía constatarse en todo tipo de relatos.

A juicio de Platón, las historias que los griegos conocían por tradición, aquellas compuestas por Homero, contadas por Hesíodo y reinterpretadas por los poetas trágicos, eran peligrosas y debían ser supervisadas y, dado el caso, prohibidas. Y se lo advierte Sócrates a Adimanto en el Libro III de la República:

¿Bastará, pues, que vigilemos a los poetas, precisándoles a que nos presenten en sus versos un modelo de buenas costumbres, o no deberemos hacer nada de eso? (…) En cuanto a los que no pueden obrar de otra manera, ¿no deberemos prohibirles que trabajen en nuestra república por temor de que los encargados de la guarda de nuestro Estado, educados en medio de estas imágenes viciosas, como en malos pastos, y alimentándose, por decirlo así, cada momento con la vista de tales objetos, no contraigan al fin algún mal vicio en el alma, sin apercibirse de ello?

No cabe duda de que para Platón la imagen de los dioses es divina e inmutable, y que estos solo propician el origen de lo bueno y de lo bello. Pero el propósito de Platón en la República no es la defensa de la imagen de los dioses. ¿Cuál era, entonces, el motivo preciso de su disgusto por los poemas que relataban las hazañas y las guerras de los dioses y los héroes?

El diálogo citado entre Sócrates y Adimanto se lleva a cabo en medio de una discusión específica sobre la fundación de una ciudad, la república ideal platónica. En alguna de sus intervenciones, Sócrates le advierte a Adimanto que ellos, en calidad de fundadores, tienen «la obligación de conocer las líneas generales que deben seguir en sus mitos los poetas con el fin de no permitir que se salgan nunca de ellas». Están hablando sobre un asunto puntual de la fundación de la ciudad: la educación de sus futuros guardianes, filósofos y guerreros: «Pues bien — pregunta Sócrates — , ¿cuál va a ser nuestra educación? ¿No será difícil inventar otra mejor que la que por largos siglos nos han transmitido?».

A partir de esto podemos deducir que Platón tenía una gran preocupación por la educación de los futuros guardianes de la polis y en ella incide profundamente la poesía, puesto que, como lo explica el filólogo Luis Gil en su libro Censura en el mundo antiguo, «los poemas homéricos se habían convertido en el principal instrumento de educación de la juventud, y sus asertos gozaban ya de la autoridad del dogma».

Los relatos de los dioses no solo narraban las hazañas loables de aquellos héroes virtuosos. Por ello, advierte Sócrates, no hizo bien quien forjó «la más grande invención relatada», aquella historia de Hesíodo en donde Crono se venga de Urano, o aquella en la que se cuentan las hazañas de Crono y el tratamiento que le infligió a su hijo. Así, pues, el objeto de la crítica platónica no es únicamente la condena de los poetas por hablar mal de los dioses, como una defensa de la imagen de lo divino; más allá de esto, el propósito de la crítica platónica reside en la función de los poetas en el sistema educativo.

Cabe recordar que Platón desecha los principios de la democracia y se propone fundar, en palabras de Luis Gil, «una república a modo de estado funcionalista y totalitario regido por una oligarquía intelectual». Para ello se necesita, ante todo, conceder una importancia sustancial a la educación, con el ánimo de inculcar en los guardianes, guerreros y gobernantes de la ciudad, desde la niñez, cada una de las virtudes que les son propias y necesarias.

De ahí la inquietud que le manifiesta Sócrates a Adimanto: «¿Hemos de permitir, pues, tan ligeramente, que los niños escuchen cualesquiera mitos, forjados por el primero que llegue, y que den cabida en su espíritu a ideas generalmente opuestas a las que creemos necesario que tengan inculcadas al llegar a mayores?».

Por supuesto, en un Estado como el que proponía Platón, esto no resulta conveniente. Luis Gil lo explica muy bien: «la educación, por lo tanto, no es cosa que se deba dejar en manos de particulares, sino que ha de correr a cargo del Estado, y por tanto la urgencia del riguroso control de todos los medios que sirven para conferirla, la música, las arte y la literatura».

Entonces Platón condena a los poetas, no desde un punto de vista estético y no solo como un acto de defensa de la imagen de los dioses, sino por el efecto que, según él, trae la poesía en la formación moral de los ciudadanos. En la república platónica, la poesía sería, junto a la música y las bellas artes, un mecanismo para corregir y armonizar las almas de los jóvenes con el ánimo de trazar en ellos los lineamientos adecuados para vivir en un Estado feliz.

La condena de los poetas: antes de Platón

La censura de los poetas no es un invento de Platón. En Censura en el mundo antiguo, Luis Gil expone cómo la idea de una censura religiosa en las libres creaciones de los poetas había emergido en las mentes de algunos filósofos anteriores, aunque de una manera vaga e imprecisa. El historiador helenista atribuye este inicio de la censura de los poetas a aquel momento en el que los griegos, liberados del pensamiento mítico, empezaron a descubrir la esfera de los valores morales. Ya los presocráticos habían advertido un cierto «peligro» en aquellas narraciones que mostraban una imagen de los dioses que desafiaba o cuestionaba el concepto de divinidad. Y, según especifica Gil, la polémica entre filosofía y poesía había comenzado desde el momento en que Jenófanes expresó, tajantemente, que:

a los dioses Homero y Hesíodo imputaron

cuantas cosas entre los hombres motivo son

de oprobio y reprobación: robar, cometer adulterio,

y engañarse los unos a los otros

Jenófanes critica a los poetas por atribuirles a los dioses las pasiones de los hombres, y también por representarlos con rasgos humanos; Heráclito, por su parte, insatisfecho con condenar las ficciones de Homero, el padre de la épica griega, y de su sucesor, Hesíodo, llegó al extremo de negar cualquier valor o autenticidad al testimonio de los poetas, y «proclamó con su apasionamiento característico que Homero y Arquíloco deberían ser expulsados a bastonazos de los certámenes literarios»; y el sofista Isócrates, ya en tiempos de Sócrates, hizo notar en uno de sus discursos, refiriéndose a Homero, Hesíodo y Orfeo, que «los poetas habían dicho tales cosas sobre los dioses como nadie se atrevería a decir sobre sus enemigos».

Las críticas de Platón hacia los poetas surgen en un momento de crisis de la democracia ateniense, posterior a la guerra con Esparta. En aquel momento, la principal preocupación de los hombres de la época era dar con una fórmula perfecta que garantizara la estabilidad y seguridad del Estado frente a la inconsistencia de los regímenes políticos del momento, luego de percatarse de los efectos nocivos de los sistemas oligárquico y democrático. Entonces, si bien la censura de los poetas tiene antecedentes, en Platón resulta como uno de los mecanismos de control de su propuesta de Estado ideal para garantizar una vida feliz.

La lectura que hace Halliwell sobre Platón es sugestiva en tanto que sugiere que el temor de Platón frente a la imaginación es el temor de un pensador y escritor que no solo estigmatiza algunos tipos de arte por peligrosos y corruptores, sino el de alguien que revela, conoce y aprecia, desde su propio interior, el poder seductor y transformador que puede llegar a tener la experiencia con el arte. Sugiere, además, que Platón es particular en tres sentidos: en la riqueza exploratoria y el carácter imaginativo de los diálogos; en el repetitivo reconocimiento de todos los placeres seductores de la poesía y de las otras artes; y en la extensa cualidad literaria de la escritura, incluyendo sus propios mitos.

Platón, además de inventar un mundo ideal mediante la palabra escrita — lo cual es propio de la función poética del lenguaje —, y de proponer un esquema de vida, pensamiento y conducta bajo el presupuesto romántico de una ciudad ideal, revela, simultáneamente, una profunda sensibilidad y entendimiento de las artes y de la poesía.

Hay más: antes de Platón existían diversas formas para comunicar las ideas filosóficas, como el tratado, la sentencia o el apotegma. Pero Platón empleó una forma de comunicación filosófica en donde el diálogo asume una función relevante. Es, pues, la forma dialógica, la preferida por Platón para expresar sus ideas. Y si tenemos en cuenta que la forma dialógica es propia del drama, podríamos sugerir que la filosofía platónica es un drama filosófico, o, mejor aún, una forma estética de dramatizar las ideas. Es decir: Platón también era una poeta. Además, los diálogos platónicos fueron siempre una recreación tardía de las escenas que relatan; es decir: son una reconstrucción creada por el filósofo a partir de sus recuerdos, ornamentados con su imaginación.

En consecuencia, los dialogantes platónicos — por no decir los actores — , son, en cierto modo, una invención de personajes; o, para decirlo mejor, son una estilización literaria de sujetos que expresan sus ideas en un sentido bastante amplio. Los diálogos platónicos son, en esa medida, depositarios de un fuerte contenido poético literario, y, en tal virtud, es razonable decir que Platón era también un poeta y un literato, cuya mayor creación fue el Sócrates que hoy conocemos. Si bien existió en tanto hombre, hoy asistimos a él y a su pensamiento, principalmente, a través de la invención platónica. Como lo expresó Gadamer: «toda la obra de Platón es un retrato único, un retrato de Sócrates, y al mismo tiempo representa un autorretrato del propio Platón. Nos damos cuenta también de la tensión que existe entre una efigie y un retrato literario».

Si aceptamos que Platón era, además de filósofo, un poeta y un literato, podríamos decir que su obra también admite ser leída como literatura. Su personaje principal es uno de los fundadores de la filosofía occidental, cuyas ideas, aun casi 2400 años después de haber sido concebidas, se siguen discutiendo y estudiando, lo cual las hace vigentes. Sócrates es, pues, el gran invento de Platón — el filósofo que condenó a los poetas — , y es un hombre que perdurará, por los siglos de los siglos, como la gran literatura.