A la distancia de un par de semanas se apaga una nueva luz. Primero Francisco y ahora el Pepe Mujica. El líder elevado a un pedestal. Y esto es una contradicción porque lo que hace grande al Pepe es su sencillez. La conciencia política de la izquierda para una América latina que naufraga y zigzaguea en el ruido que producen charlatanes disfrazados de presidente. El mandato del Pepe fue, en términos de gestión, casi irrelevante. Uruguay no exigía un mártir, ni un redentor, ni un prócer. Y el Pepe nunca tuvo destellos de querer ser eso. Ahí está su grandeza. Ahí está el secreto de lo que debe develar y practicar todo presidente cruzado de izquierda que lo llora y lo llama suyo en el último adiós. Los gobiernos de izquierda en América latina han dejado un destello de escándalos, corrupción y desparpajo. Han utilizado la tribuna presidencial en favor de sus propios intereses (personales y partidistas). Han llevado a su pueblo a una polaridad infinita. Han utilizado el concepto de mandato popular al tamaño de sus ambiciones. Y todos, sin excepción, con un deseo exquisito de prolongar su periodo más allá de los límites constitucionales.
El Pepe Mujica encarnó el sentido político del buen gobierno que propuso el irónico Platón. Su noción de gobierno, en cabeza del rey filósofo, radica precisamente en el desinterés del sabio en gobernar. Despojado de ese interés, se deshace la perversión propia del aspirante a líder. Quienes tienen ese deseo de poder deben empuñar las armas o empujar el carruaje. La valentía del guerrero y la ambición del comerciante son incompatibles con la sabiduría de quien dirige la Polis, más allá de sus propios intereses.
La luz que se apaga con la partida del Pepe Mujica deja una chispa de lo que debe ser un buen dirigente y un líder para estos tiempos de incertidumbre. Un sujeto tranquilo con el don de procurar consensos, exigir un respeto inequívoco por la vida, superar toda expresión de violencia y respetar los recursos públicos; condiciones sobresalientes en una persona como el Pepe, que lo hacen un líder sencillamente inigualable. Por eso, y mucho más, duele tanto su partida.
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