“Si estamos en paz o buscamos la paz, como dicen ¿Para qué mantener un aparato bélico permanente? ¿Para qué obligar a un joven a dedicar una parte de su vida a la guerra? Esa disposición permanente para la guerra es una insensatez.”
Estamos en paz, o eso nos dicen. Nos dicen también, que los miles de muertos cada año son hechos aislados, que las explosiones son celebraciones y no el retumbe de las bombas y que el incesante flujo de refugiados ya no responde a la violencia del campo. Todos estos son logros de la paz, serena paz, que ha sido, desde el inicio de la república, el objetivo nacional que nunca llega y que siempre parece estar llegando. Estamos en paz, pero permítanme dudar de ello, permítanme decirles mentirosos a todos los que quieren taparnos los ojos para que no veamos los muertos que rebosan por todas partes y que quieren llenarnos la boca con esa paz que es solo para ellos, pero no para nosotros.
No quiero darme a entender en términos de lucha de clases, pues no quiero ser catalogado como marxista, porque no lo soy, sencillamente hablo con la verdad, la que veo y analizo, no la que el poder espera que yo replique. Para entender más fácilmente esta mentira de la paz, lo reduciré todo a un sencillo algoritmo; quien ostenta el poder, manipula los hechos para los que no ostentan ese poder, y estos últimos acogen esos hechos manipulados como verdad. Así, se presenta la verdad manipulada con tal insistencia y tal convencimiento que esas mentiras se van convirtiendo en algo incontrovertible. Esa es nuestra realidad distópica. Nos han generalizado un orwelliano ministerio de la verdad, que replica y resuena los ecos de las interpretaciones que el poder pretende presentar como realidades.
De tanto resonar y replicar, esas interpretaciones del poder se han vuelto verdades colectivas, que no son más que las interpretaciones a las que la mayoría ha querido acogerse, sea por imposición, insistencia, comodidad, irreflexión o ignorancia. Con este sencillo mecanismo nos han vendido la interpretación de que tenemos derecho a la paz, más aún, que vivimos en paz y esto es, cuando menos, una interpretación errada. Mejor dicho, una mentira. Así que, inconforme con esta verdad imperante, voy a exponer brevemente mi interpretación, esperando que usted, estimado lector, replantee también la suya.
Desde la Constitución nos dicen que tenemos derecho a vivir en paz, también que mientras no sea declarada, no podemos considerarnos en un estado de guerra. Sin embargo, la realidad es muy distinta, porque en Colombia a todos los hombres se nos exige dedicarle mínimo un año a la guerra, activa o no. En otros lados, se exige más de un año y se incluye a las mujeres en esa obstinación bárbara e insensata de mantener un aparato bélico bien aceitado para defendernos ¿De qué? ¿De quién? ¿De otros seres humanos que son iguales a nosotros? O acaso se les olvidó decirnos que ese aparato armado sirve es para mantener a los de abajo, ahí, en el fondo como cama para el sostenimiento de los privilegios que ostentan los dueños del poder, que son también los dueños de las armas que nunca empuñan porque tienen a otros, a los de abajo, para que las empuñen en su nombre y maten a los pobres, los miserables, los desvalidos y los abandonados allá lejos de la vista de lo que ellos llaman civilización y poder así, convencer a los del medio y a los de arriba, de que, en medio de la comodidad de los suburbios citadinos, vivimos en paz.
¿Acaso no es esta predisposición a la destrucción mutua un estado de guerra permanente? Si estamos en paz ¿para qué obligar a un jovencito o jovencita a portar el uniforme? ¿Es para separarlo del resto de sus iguales que también están abajo? Logran imponernos, mediante el servicio militar obligatorio, la idea de que nos tenemos que separar y matar para mantener esa separación imaginaria, como si de verdad existiera la sangre azul, como si hubiese vidas que valen más que las otras, como si existiesen los buenos muertos y como si no viniéramos todos -los seres humanos- de África, compartiendo la misma historia y habitando el mismo planeta.
En medio del curso de los horrores que ha sido nuestra historia arriba de la tierra, nos hemos reconocido iguales en la diferencia y hemos entendido, o al menos tratado de entender, que los problemas de cada ser humano son los problemas de todo el mundo. Luego de eso, nos hemos puesto a debatir y a llegar a ciertas conclusiones. Desde esta óptica surgen los objetivos comunes del desarrollo, que son unas metas que reconocemos necesarias como especie para evitar la autodestrucción a la que nos dirigimos, esto quiere decir que nuestra supervivencia y prosperidad como raza humana depende de nuestra capacidad de llevarnos mutuamente a la consecución de esos objetivos comunes. Lastimosamente no lo conseguimos, y es un fracaso rotundo cuando a través de la guerra nos llevamos mutuamente, no a la prosperidad, sino a la aniquilación. Es entonces, la única posibilidad lógica el concluir que la guerra es una derrota evolutiva y un retroceso natural en el progreso histórico del ser humano y, por consiguiente, la preparación permanente para la guerra es, cuando menos, una insensatez.
En este punto, creo haber argumentado claramente por qué el servicio militar obligatorio no es más que un engranaje de sostenimiento de una guerra permanente y si estamos en guerra permanente, lógicamente, no podemos estar en paz. En consecuencia, y como es mi derecho, exijo la verdad y exijo la paz, la verdadera paz, no esa paz de mentiritas con cifras en el noticiero y reclutamientos en las calles. Exijo que se respete mi repudio hacia la guerra, pues la repudio desde mis posturas pacifistas y antimilitaristas, posturas que, naturalmente, riñen con cualquier manifestación del servicio militar puesto que los objetivos comunes del entendimiento y el orden social no pueden ser conseguidos a través de la fuerza impuesta con las armas, pues no solo no serán duraderos por este camino, sino que de paso significa la destrucción de los derechos más fundamentales para quienes terminan del otro lado del cañón y el desconocimiento de las libertades básicas de quien empuña el fusil o porta el camuflado, independientemente del bando al que pertenezca, dado que la disciplina castrense, y más aún la obligatoria, constriñe la voluntad del conscripto, la voluntad de disentir y de dar continuidad a su proyecto de vida en amparo de su también derecho fundamental a la paz.
Yo asumo mi compromiso natural a evolucionar y a mover la maquinaria del progreso en favor de un mundo mejor para aquellos que me sucederán y por eso me opongo a la violencia y a las instituciones militares, legales o ilegales, pues como humanista no distingo más bando que el de la humanidad y, por tanto, éticamente, no concibo la opción de participar en un engranaje bélico que destruya los derechos y libertades de otros iguales a mí. Yo no puedo hacerlo, considero que nadie debería estar obligado a hacerlo y, utópicamente, creo que nadie debería querer hacerlo.
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