La guerra cultura de la derecha en el crepúsculo del siglo XX cobró un nuevo giro con la pérdida del enemigo soviético en 1991, cuando la caída de la URSS les dejó sin enemigo. Era el momento -en verdad una necesidad imperiosa-, de buscar un adversario a la altura. Porque a partir de ahí, desaparecido el Muro de Berlín, todos los problemas de la crisis del capitalismo se iban a cargar en el cuaderno de quejas del capitalismo.
Samuel P. Huntington (1997-2008) ofreció una salida eficaz con su artículo de 1996 «El choque de civilizaciones»: occidente estaba condenado a colisionar obligatoriamente con el mundo islámico. José María Aznar compró ese diagnóstico. No es gratuito que Rodríguez Zapatero, en aquel momento ya «jefe de la oposición», no se levantara durante la parada militar del 12 de octubre de 2003 cuando Aznar invitó a desfilar a los países que estaban en guerra en Irak. Tampoco que pusiera en marcha, ya en el Gobierno de España, la «alianza de civilizaciones», contrapunto al «choque de civilizaciones» que ofreció Huntington.
Terminando el siglo pasó algo también relevante. En el primer continente donde se habían aplicado, manu militari, las políticas neoliberales fue América Latina. Así que no es extraño que fuera también allí donde tuvieran lugar los primeros levantamientos populares y luego electorales para acabar con ese experimento. En 1998 ganaba de manera abrumadora las elecciones en Venezuela Hugo Chávez, un militar que apenas siete años antes se había levantado con las armas contra el gobierno corrupto de Carlos Andrés Pérez (que terminaría condenado y huido del país). Chávez pasó dos años en la cárcel, fue indultado y tras otros dos años recorriendo el país, entendió que la salida era electoral.
La derecha española, en el nuevo giro cultural, recuperó la mirada imperial. Las librerías se llenaron de panfletos, de mayor o menor calidad, sobre las bondades del imperio español y, otra vez, se regresó a hablar de la singularidad de España y su esencia (una idiotez orteguiana)
A partir de ahí, una marea rosa recorrió el continente con Lula Da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Pepe Mujica en Uruguay, Fernando Lugo en Paraguay, Mel Zelaya en Honduras, Daniel Ortega en Nicaragua (aunque ya empezaban a expresarse las ambigüedades), Gustavo Petro en la alcaldía de Bogotá, la izquierda en la alcaldía del DF de México y la isla de Cuba aguantando los embates. Estados Unidos se había «despistado» con la guerra en Oriente Medio y, además, los precios de las commodities daban una holgura presupuestaria a los gobiernos latinoamericanos que pilló con el pie cambiado a los Estados Unidos. La UNASUR sustituía a la OEA y América Latina empezaba a dejar de ser «para los norteamericanos». Bolívar sustituía a Monroe. Desde Washington y con sus nuevos aliados españoles, tenían que hacer algo. Como regresar a los golpes de Estado y rearmar una guerra cultural.
En España, ese giro lo empezó Aznar cambiando el eje de Tordesillas por un eje Washington-La Moraleja. Para que el ex Presidente pudiera poner los pies encima de una mesa en una reunión con Bush en el G8, España tenía que formar parte de la autorización de la guerra de Irak en las Azores, junto con Toni Blair y el paniaguado de Durao Barroso (al que también gratificaron, en su caso con la Presidencia del Consejo Europeo).
La participación española en la guerra sumó punto para los atentados de Atocha, sobre los cuales mintió deleznablemente Aznar diciendo a los españoles bañados en lágrimas que había sido ETA. También ayudó al propio Aznar, quien fue recompensado entrando en el Consejo de Administración de News Corporation y Atlas Network. Estos grupos, junto a FAES, son columnas del entramado revisionista que hoy retoman hoy Díaz Ayuso, VOX y el propio Aznar igual que lo reactivaron Reagan, los Bush y Trump en los Estados Unidos.
Quizá uno de los desatinos más llamativos fue el desafortunado título del historiador jesuita Guillermo Fernández de Cortázar, Historia de España: de Atapuerca al Estatut, que trasladaba desde el título la idea de que hace trescientos mil años ya existía la nación hispánica. Y los Neandertales vibraban con «suspiros de España».
No hay guerra cultural sin cambiar la historia o sin reventar el canon cultural y sustituirlo por otro más afín a los intereses e identidades buscadas. La derecha española, en el nuevo giro cultural, recuperó la mirada imperial y redobló sus odios a la idea de España como nación de naciones. Las librerías se llenaron de panfletos, de mayor o menor calidad, sobre las bondades del imperio español y, otra vez, se regresó a hablar de la singularidad de España y su esencia (una idiotez orteguiana que pretendía ligar el «ser de España» a los visigodos, como si los pueblos tuvieran esencias y no desarrollos históricos, estructuras sociales, clases y dispositivos culturales). Quizá uno de los desatinos más llamativos fue el desafortunado título del historiador jesuita Guillermo Fernández de Cortázar, Historia de España: de Atapuerca al Estatut, que trasladaba desde el título la idea de que hace trescientos mil años ya existía la nación hispánica. Y los Neandertales vibraban con «suspiros de España».
Mientras en América Latina caminaban en la dirección contraria, la derecha española quiso poner a la altura de Lorca, Machado, Hernández a autores, algunos mejores , algunos peores, que no chocaran tanto con su mirada amable con el franquismo y les ayudaran a ocultar la dictadura equiparando las culpas entre los «dos bandos». En ese intento, Aznar incluso quiso recuperar a Azaña, si con eso callaba a Negrín, a Largo Caballero o a Dolores Ibarruri.
La victoria Chávez, un militar bolivariano que, como decía, había dirigido un levantamiento contra Carlos Andrés Pérez (quien además de amigo de Felipe González y del Emérito, fue Presidente de la Internacional Socialista), empezó a alimentar una mirada sostenida en la herencia de Simón Bolívar que, necesariamente, era antiimperialista, como lo había sido la gesta de la independencia. El pasado de España no era tan glorioso.
El descubrimiento de América se convirtió en la conquista de América y luego en la invasión del continente. En vez de celebrarse el 12 de octubre como el día de la Hispanidad o el día de la raza (algo que también se hizo durante la II República), empezaron a conmemorar el día de la resistencia indígena. En vez de conmemorar a los Reyes Católicos, a Fernando VII o a Franco, reivindicaban, en la parte española, a Bartolomé de las Casas, a los liberales de Cádiz o a los exiliados republicanos que fundaron editoriales o poblaron las universidades.
Nadie con dos dedos de frente puede sacar pecho de la violencia militar de la conquista; del genocidio –por enfermedades y por la brutalidad de la invasión y la posterior colonia-; de la aculturación igualmente violenta; del ocultamiento de la historia y la cultura anterior; del robo incalculable de los bienes del continente; del traslado de millones de seres humanos desde África.
Vale que Hernán Cortés y los suyos se valieron de la condición a su vez semi-imperial de los aztecas, vale que lograron sumar a algunas de las tribus sometidas a la tarea guerrera, vale que recibieron la ayuda malinchista de algunos indígenas, vale que llevaron la lengua y la tecnología más avanzada (aunque despreciaron otros avances), vale que el mestizaje hoy es un regalo incalculable, vale que otros imperios pueden haber sido más rapaces, exterminadores y brutales que el español, pero nadie con dos dedos de frente puede sacar pecho de la violencia militar de la conquista; del genocidio –por enfermedades y por la brutalidad de la invasión y la posterior colonia-; de la aculturación igualmente violenta; del ocultamiento de la historia y la cultura anterior –la Catedral del Zócalo levantada sobre el templo de los mexicas (aztecas) y la Asunción de María ocultando a Quetzalcóatl y a Huitzilopochtli-; del robo incalculable de los bienes del continente; del traslado de millones de seres humanos desde África para esclavizarlos en las minas y las plantaciones cuando el genocidio indígena generó para los colonizadores un problema de mano de obra. En el desprecio de las comunidades negras en América coinciden Trump, el Ku Klus Klan, Aznar, la Asociación Nacional del Rifle, Charlton Heston, Santiago Abascal, Rocío Monasterio o Isabel Díaz Ayuso.
Ese giro cultural de Aznar y la FAES ha regresado otra vez como farsa, ahora con Santiago Abascal y VOX y con el Partido Popular de Madrid, Aznar, Almeida y Díaz Ayuso. Los giros culturales no son sencillos y el PP suele expulsar a los pocos intelectuales que se les acercan. De manera que tienen que vivir de excrecencias que escriben en La Razón, en OK Diario o dirigen programas de radio de disminuida condición moral. ¿Quién dicta los mensajes a quién? Desde el PP se insulta a los latinoamericanos, Abascal golpearía al Presidente catalán y ambas derechas defienden a la golpista Jeannine Añez que entró en la casa de gobierno de Bolivia después de golpe con una Biblia y mandando al infierno a los indígenas. Por supuesto, en un año se robaron el país. Todo encaja.
En definitiva, desmontar el artículo 1 de la Constitución Española que, con el empuje de la victoria de la izquierda en la Segunda Guerra Mundial, consagró el modelo de Estado social y democrático de derecho. Y de paso, regresar a las mujeres a un papel subalterno.
En su viaje a Estados Unidos -una manera de competir con Pablo Casado que desarrollaba su Congreso Itinerante del PP-, Ayuso insultó a las comunidades indígenas, equiparándolas con el comunismo, le reprochó al Papa y a López Obrador por su insistencia en que España debe una disculpa a México (el Papa la expresó en nombre del catolicismo, aunque está pendiente la del Rey en nombre de la Corona y la del Gobierno en nombre del Estado). Animados por la refriega, y como si estuvieran en una taberna, Aznar quiso reírse del nombre y apellidos de Andrés Manuel López Obrador por su origen hispano (como si los españoles no hubiéramos desterrado los nombres originarios a sangre y fuego) y completó el alcalde de Madrid, Martínez Almeida diciendo que España no tenía que pedir ninguna disculpa de la misma manera que, dijo, «yo no le voy a decir a los musulmanes que nos pidan perdón por la conquista del año 711». ¿Quién es ese «nos»? Que los árabes estuvieron siete siglos en la península no es ni un dato.
En la respuesta del Alcalde se resume el entramado. «Nosotros» somos los herederos de los Visigodos, de un Don Pelayo heroico –y no mal pagador que huyó al norte por sus deudas-, de un Cid Campeador cristiano (no el real, que mató a más cristianos que árabes), de unos conquistadores que sometieron a un continente, como diría un escritor castizo, «por sus enormes huevos», como si un equipo de futbol con cinco jugadores hubiera arrasado al campeón del mundo.
En esa lectura no necesitan ser muy finos. A la derecha le gusta Losantos, Vidal o Pío Moa por afinidad ideológica, les gusta Pérez Reverte por los temas que escoge y por su incorrección política (no porque les dé la razón en sus libros sobre el Cid o la guerra de España) o les gusta el Aramburu de Patria y su lectura parcial de la historia de ETA porque les refuerza su regusto victimista, tan propio de las culturas católicas.
La derecha va a ofrecer reconstruir los vínculos rotos por la globalización con una guerra cultural que reconstruya unas instituciones autoritarias en esta crisis terminal del capitalismo neoliberal. Su marco general es la cristiandad; el político, la nación y su misión histórica; el económico, una idea de propiedad curiosamente calvinista.
La derecha va a ofrecer reconstruir los vínculos rotos por la globalización con una guerra cultural que reconstruya unas instituciones autoritarias en esta crisis terminal del capitalismo neoliberal. Su marco general es la cristiandad; el político, la nación y su misión histórica -de ahí el odio a los otros nacionalismos; el económico, una idea de propiedad curiosamente calvinista que sanciona moralmente el éxito, dando igual cómo se ha logrado. Una religión autoritaria, una nación excluyente y agresiva sostenida sobre una idea de familia también autoritaria con, por supuesto, una judicatura de parte.
Todo ello en un capitalismo del éxito que destierra la idea de los derechos sociales y regresa la idea de caridad. En definitiva, desmontar el artículo 1 de la Constitución Española que, con el empuje de la victoria de la izquierda en la Segunda Guerra Mundial, consagró el modelo de Estado social y democrático de derecho. Y de paso, regresar a las mujeres a un papel subalterno.
Las bravuconadas insultantes recientes de Aznar, Ayuso y Almeida, no dejan nada que desear a las propias de la ultraderecha de VOX, y han generado problemas incluso con sus colegas ideológicos en México o en Estados Unidos. La extrema derecha solo hace alianzas internacionales en pie de guerra.
Esa tarea se logra, por supuesto, en los medios de comunicación, con una presencia constante de las figuras de la derecha y de la extrema derecha y una demonización de la izquierda; con refuerzo institucional –la parasitación de la administración con figuras como la Oficina del Español como recompensa en la disolución de Ciudadanos; tensionando los currículum escolares; con la privatización de la enseñanza; con la persecución judicial de lo que cuestione los principios de esa guerra cultural. Y con las bravuconadas insultantes recientes de Aznar, Ayuso y Almeida, que no dejan nada que desear a las propias de la ultraderecha de VOX, y que han generado problemas incluso con sus colegas ideológicos en México o en Estados Unidos. La extrema derecha solo hace alianzas internacionales en pie de guerra.
El cristianismo es una religión ecuménica. Oikoumenikos, es decir, lo que pertenece a toda la tierra habitada. Pero en la idea cultura de la derecha, basada en enemigos, todas las instancias que deben sumar se convierten en arietes contra alguien, sea la religión, la nación, la Constitución, la bandera o el Parlamento. Algo que ya hicieron los católicos fascistas en Croacia, Serbia, Rumanía o España en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. El supremacismo blanco y cristiano no es nuevo.
Hace falta sensibilidad para entender algunas cosas. Y la sensibilidad reniega del ruido. La derecha vive mutilada y mutilando. Una gente que quiere mucho a España pero, me temo, que no quiere a los españoles. Como para querer a América Latina. Vargas Llosa, por supuesto, no cuenta. Él sabe por qué.
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