Una de las razones más poderosas por las que me involucré en el servicio público, hace tres décadas, tiene que ver con la idea de poder aportar en el mejoramiento de la calidad de vida de la gente que más lo necesitaba. Por eso, a mi profesión de odontólogo, le sumé una especialización en epidemiología para poder aportar más en la consolidación de un sistema de salud pública que fuera protector de la vida, pero no la vida como un asunto de subsistencia sino de dignidad.
Más adelante, cuando, por invitación de Guillermo Gaviria, asumí la dirección de vigilancia y control de la Secretaría de Salud del Departamento, entendí que la única manera de vivir dignamente es a partir del compromiso ético que implica, como él y Gilberto Echeverri lo demostraron, el sacrificio de la vida misma si es necesario, antes que traicionar los principios.
Por eso continúo mi compromiso al lado de Aníbal Gaviria, porque con él me identifica la convicción de que la vida es sagrada y que si la de alguien está amenazada la del resto no puede estar tranquila. No son admisibles las excusas ni tolerables las supuestas justificaciones para acabar con la vida de otro. Tanto menos si se trata de menores, como ocurrió hace pocos días en Segovia en donde además de asesinar a una menor, cuyo cadáver luego se profanó, trató de justificarse el crimen con la idea de que estaba involucrada en una organización ilegal.
Cuanto más verdadero sea ese vínculo, mayor debería ser la vergüenza colectiva. Si una niña de 14 años se involucra con las estructuras criminales, está claro que fallamos como sociedad, que no estamos haciendo bien la tarea de cuidar a los niños y adolescentes, que no les hemos brindado las oportunidades que merecen ni señalado el camino correcto de manera contundente y efectiva. Por eso, si cada asesinato es un drama, cada vez que la víctima es un menor, el drama se convierte en fracaso social, es una vergüenza.
Como nos deben apenar la indiferencia y la falta de empatía. No podemos ignorar el dolor de las familias que viven en la incertidumbre porque desconocen el paradero de sus seres queridos. Su desvelo debería ser colectivo, como la alegría que apareja cada regreso. En lugar de ello, con inusitada frecuencia, como ocurrió esta semana, corremos a juzgar y a descalificar a quien regresa a su hogar, ponemos en duda su integridad y su responsabilidad, asumiendo un papel de gendarmes de la moral que no nos corresponde. Insisto, mucho menos cuando somos tan indiferentes al dolor y a la violencia.
La defensa de la vida, como cualquier otro postulado, requiere de una base ética firme. No podemos defender solo la vida de quienes se nos parecen, de nuestros aliados o de los que piensan como nosotros. La ética de la defensa de la vida implica, sobre todo, velar por el bienestar y la seguridad de quienes piensan distinto, de quienes nos incomodan y nos contradicen. Nace del reconocimiento del otro como distinto en sus intereses, formas y visiones, pero semejante en cuanto sujeto de derechos y merecedor de poder vivir una vida ética. Distinto pero semejante, así de profundo y de sencillo.
Ese reconocimiento de la diferencia es precisamente el que nos permite, basados en el respeto, convocar a la identificación de los propósitos y metas comunes, para apalancarnos ahí y trabajar UNIDOS en la materialización de los sueños colectivos. Nuestra convocatoria no incluye solamente a los amigos o a quienes están de acuerdo con nosotros, tampoco implica callar o disimular las diferencias, desdibujar la diversidad o procurar la uniformidad.
El nuestro es un llamado a construir desde la pluralidad, no a pesar de la diferencia, sino valorándola con respeto y decisión, anteponiendo los intereses colectivos, escuchando con la convicción de que una opinión es tan importante como la contraria, pero ninguna idea amerita jugarse la vida por ella.
¿Cuánta sangre y cuántas lágrimas tendremos que derramar antes de que logremos ese mínimo social de respeto por el otro y por la diferencia, esa valoración por la vida? Una reflexión que me embargaba el fin de semana en la Casa de la Memoria de San Carlos, lo mismo que hace días en el Salón del Nunca Más en Granada. Qué estela de horror y de fracaso hemos dejado en nuestros campos como herencia a las nuevas generaciones.
Esa capacidad de resiliencia que hemos demostrado como sociedad, ese coraje que lograron canalizar para el perdón y la búsqueda de no repetición en el Oriente, debe impulsarnos en la defensa de una vida digna y respetuosa de la diferencia, en la que la contradicción sea motivo de alegría y no de odio, en la que tramitemos con inteligencia los desacuerdos y podamos construir UNIDOS siendo distintos.
Por eso, la ética de la vida implica el compromiso con los principios, la defensa de La Vida como prioridad y la coherencia como forma de cotidiana actuación. Transparencia, unidad, equidad y vida, son los soportes éticos de nuestro ejercicio político y vital, por eso, nos da vergüenza que se trunquen los sueños y que nuestros jóvenes no conozcan el futuro del que deberían ser los protagonistas.
No se trata de un postulado menor ni de una pose. Tiene origen en la convicción profunda de que para avanzar nos resulta más útil la crítica ácida de quienes piensan distinto que la loa vacua de los áulicos que quieren agradar a todo el mundo. Quienes más nos cuestionan, nos impulsan a afinar los argumentos, a prever los vacíos y a corregir los yerros, quienes nos ayudan a afianzar nuestras convicciones.
Luis Efe Suárez.
Comentar