En uno de sus libros recientes, las flamantes filósofas Judith Butler y Athena Athanasiou han acuñado a su aparato crítico el concepto de desposesión (mismo nombre del libro), que definen como “la condición de quienes han perdido la tierra, la ciudadanía, la propiedad y una pertenencia más amplia al mundo”. Hay subjetividades a las que se les quita la posibilidad de poseer el espacio público, el bienestar, la salud y la salud mental; se ha condenado, desde la desigualdad económica, a una vida precaria que imposibilita poseer la vida misma. En el texto Butler y Athanasiou afirman que poseer implica materializar la existencia (más allá de la idea de la posesión privada capitalista).
Partiendo de esta idea, una de las condiciones contemporáneas por excelencia es la de desposeer el tiempo. Tal vez suena extraño pensar que el tiempo nos pertenece, pero esa no es la idea, la idea es diferente: lo que poseemos es aquello que posibilita, lo que lo habita, llena y rellena. Desposeer el tiempo implica una falta de reconocimiento y acceso a recursos vitales que son necesarios para la apropiación de la vida.
La sociedad salvaje de la multitarea, el cansancio y la aceleración hace del tiempo una precariedad. No sólo no tenemos tiempo, también carecemos del sentido de este. El tiempo hoy no debería ser únicamente un a priori de la experiencia sino un derecho, un bien común tan necesario como el agua, la paz, la vivienda y la no-violencia. Las demandas actuales de los movimientos sociales en el fondo piden volver a poseer el tiempo; los médicos en instituciones públicas quieren más tiempo para atender y escuchar a sus pacientes; las nuevas madres y padres quieren tiempo para compartir con sus bebés; los feminismos hablan de la temporalidad del cuidado, de permitirse charlar sin prisa, de tocarse sin la violencia de la aceleración; la gente muchas veces sólo quiere descansar. La explotación, además de acabar con los recursos naturales, también acaba con los recursos psíquicos y con el mismo deseo que se desprende de la posibilidad de tener tiempo. Una enfermedad moderna es la de no saber qué hacer con el tiempo libre porque abruma asumirse como seres que poseen algo fuera del devenir del capitalismo. “No hay tiempo para nada”, dicen. Cada vez estamos más preparados anímicamente para una vida sin tiempo libre. Y si continúa la lógica de la aceleración y la desposesión quedará como historia la experiencia humana de usar el tiempo para ser y no sólo para trabajar.
El capitalismo favorece todo tipo de pertenencia menos la del tiempo. Nos apresuramos sin medida, por eso Marx decía que seguimos en la prehistoria humana, y conoceremos la historia y nuestras capacidades cuando el tiempo no se use únicamente para la supervivencia. Si tenemos que precisarnos como generación será a partir de la sensación constante de desbordamiento. Escuchas que los días deberían tener más horas y que no rinden, cuando en realidad se trata de otra cosa: la sensación de duración. Del tiempo parece haberse dicho todo. Sin embargo, es Bergson el pensador que nos da las coordenadas más precisas para entender las potencias políticas del tiempo. Partamos de la idea de que el tiempo es duración (durée réelle); no son nada más los minutos, horas, meses y años que la tradición ha hecho creer, también es lo que está dentro de los minutos, horas, meses y años que no pueden ser equivalentes cuantitativos, Un minuto de un concierto no es igual a un minuto de una clase de metodología, por más que en su “medición” sean semejantes. Y ahí está el debate, las demandas se multiplican, el tiempo se acelera y sólo podemos producir y consumir: nos devoramos el tiempo.
Nos devoramos el tiempo
Los días pasan como un frenesí que no llega a ser completo, porque se la pasa anunciando lo próximo: la siguiente actividad, el sucesivo trabajo, la otra canción en la radio, el día deviene en un por- venir. Con la vista en lo que sigue, en lo que está delante. La vida se acelera y nos devoramos a nosotros mismos en el transcurso de la duración. La metáfora para hablar del tiempo la pintó Goya. En la más negra de sus pinturas negras, el genio español construyó una versión de Cronos (Dios del tiempo) comiéndose a su hijo. De las muchas interpretaciones que tiene la obra, la política de la guerra entre Francia y España o la psicológica del miedo a la muerte y la vejez, la que más se ha asentado en la crítica artística es la que dice que el tiempo se devora así mismo.
La figura de Cronos (Saturno) es una representación de la sociedad actual, que parece devorar el tiempo sin contemplación. El dios se erige como una figura insaciable. Goya se centra en lo cruel y despiadado del acto: el infanticidio y canibalismo. Cronos que es un dios, no lo parece, sus ojos están aterrorizados como un mortal más que teme de lo que tiene que hacer para “asegurarse” su futuro. Saturno debe comerse a sus hijos para que estos no lo destronen. Devorarse a sí mismo en ellos. Sí, una melancolía que no cesa ni con el acto más brutal, pero de igual manera un dios que deviene monstruo, desencajado y torpe. Un dios o un humano sin tiempo son simplemente horror, alienación y anonimato.
Del goce
En el fondo de la profunda aceleración y alienación social del tiempo viene una neurosis relacionada con el goce. El goce tan complejo de entender ha cambiado ampliamente en la propuesta de Lacan desde su inicio hasta el fin. Lo cierto es que ha pasado de la idea de júbilo hasta la idea más jurídica de usufructo. Sin embargo, el goce es lo que cambia los umbrales del principio de placer. No es una simple satisfacción, es extender el continuum de lo disfrutable y básicamente las individuaciones contemporáneas disfrutan lo indisfrutable. Benjamin habla de cómo se ha perdido la experiencia en los procesos de modernidad, y del enriquecimiento multidimensional y multisensorial del mundo se pasa a la colonización del trabajo sobre la vida. Los atareados y desesperados contemporáneos viven tan aprisa que el mundo se escurre y con él la posibilidad de gozarlo. La experiencia necesita continuidad, lentitud, aburrimiento, darse al juego de lo inservible.
El concepto de goce lacaniano une las ideas pulsionales de Freud, es decir, que en el goce hay irremediablemente vida y muerte, no obstante, el goce implica auto-reconocimiento, responsabilidad y hacerse cargo, y sin tiempo pasamos más a las simulaciones que a lo real. El goce en Lacan se sostiene en el discurso y no es precisamente en el lenguaje o el habla sino en las relaciones estructurales o vínculos que se establecen mediante el discurso. En otras palabras, el goce descansa en las ataduras que formamos en el Otro, de tal manera el tiempo es fundamental: ¿a quién le brindamos nuestro tiempo? ¿A quién le regalamos lentitud? La respuesta probablemente es a quien más gozamos. ¿Se puede gozar profundamente sin tiempo? La respuesta es no.
Annie Ernaux en su novela Pura pasión escribe la historia de pasión de una mujer con un hombre casado. Esperarlo, disfrutar el poco tiempo, y volverlo a esperar. La escritora francesa muestra la arquitectura de la espera como el tránsito entre dos acontecimientos que no dependen de la voluntad de la paciente amante. Tras volverlo a encontrar llega la angustia de la espera por volverlo a ver; “es como si el tiempo sólo pasara cuando estamos juntos”. El tema del goce y del tiempo radica en que la apasionada protagonista se encoleriza con el detalle de que el hombre casado nunca se quita su reloj ni para el sexo ni para las conversaciones, es como si cada reencuentro consumiera su tiempo y al final se consumiera a ella misma. Y eso pasa hoy: desposeemos el tiempo, desposeemos las relaciones con los otros, nos deposeemos a nosotros mismos acelerando sin llegar a ningún lugar.
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