La derrota de la izquierda

“Nunca antes la política inundó tantos espacios de la vida social. La mayor victoria de la democracia moderna es habernos permitido ser ciudadanos sin ser activistas. Pero mientras la izquierda se empeña en crear militantes, la derecha avanza en la privatización de la vida pública. La democracia se ve así amenazada por ambos flancos”.


No existe deporte más político que el fútbol. Cada cuatro años la Eurocopa nos permite presenciar los viejos rencores que dividen al viejo continente, igual que la Copa América nos muestra, en toda su extensión, nuestros complejos patrios de inferioridad y superioridad.

Los torneos de selecciones son la excusa perfecta para que aquellos que no se saben el himno de su país denuncien amargamente la presencia de jugadores nacionalizados en su selección, o para que el racista de turno se queje de que sean futbolistas de ascendencia africana los que llenen de trofeos las vitrinas de su seleccionado nacional.

Y son precisamente esta clase de torneos los que algunos futbolistas aprovechan para demostrar que, no por dedicarse a darle golpecitos a una pelota (la desafortunada frase es de una política progresista española), se encuentran aislados del mundo que les rodea.

Hace unos días, Kylian Mbappé provocó un gran revuelo al manifestarse abiertamente en contra de la ultraderecha francesa, que amenaza con hacerse del gobierno de su país (porque sí, aunque a algunos les disguste, Mbappé es un francés en toda regla). Creo que el escándalo suscitado es el síntoma más evidente de la enfermedad de nuestro tiempo. Que un futbolista o un artista hable sobre política nos resulta extraño. Es como si la pertenencia al mundo del entretenimiento le vetara del sano derecho a tener una postura política. Los Cantona o los Waters parecen estar pasando a mejor vida, para tranquilidad de muchos. Creo, sin embargo, que esto es ilusorio.

Las declaraciones de Mbappé —acompañadas posteriormente por Marcus Thuram y Thierry Henry— no fueron polémicas porque expresaran una postura política. Cuando un famoso pone una banderita de Israel o de Ucrania junto a su usuario de Twitter, ningún periodista u opinador profesional se rasga las vestiduras. El problema con Mbappé es que ha osado sugerir que la extrema derecha europea es una amenaza para la democracia.

Y es que, aunque algunos se nieguen a reconocerlo, la derecha también cancela. La diferencia es que es más efectiva que la izquierda haciéndolo. Y ese, me parece, es su mayor triunfo. La izquierda vive en un permanente estado de sospecha con respecto a las figuras públicas del mundo del entretenimiento. Todos son de extrema derecha hasta que demuestren lo contrario. Le ha cedido el terreno de la duda a su adversario. Entre los activistas de derecha y los activistas de izquierda se encuentra un mar de derechistas vergonzantes.

La izquierda exige a las figuras públicas ser como Maradona. La derecha se conforma con que sean como Messi. La izquierda asume que el que no opina es necesariamente un alienado. Para la derecha, el que no opina está de acuerdo con ella, pero tiene miedo a ser cancelado por el progresismo woke. La derecha ha entendido que sólo se cancela al que habla, no al que calla.

Y es que resulta que hay gente que, genuinamente, no se interesa por la política. O, por lo menos, por la política partidista. Que Messi nunca se ha pronunciado en política es algo casi verdadero. Casi porque lo hizo una sola vez: en apoyo a las Abuelas de Plaza de Mayo. La familia es lo único más importante para Messi que el fútbol, no por nada prefirió retirarse en Estados Unidos que en Arabia Saudita. Que una mujer no conozca el paradero de su nieto no debe resultarle especialmente afortunado a alguien que celebra cada gol apuntando al cielo en honor a su abuela.

Nadie asumió que Messi fuera kirchnerista por apoyar la lucha de las Abuelas; lo suyo era un “acto humanitario”, que es el tipo de nombre que le damos a los actos políticos cuando queremos fingir que no lo son. Ciertamente, el propio Messi no consideraría lo suyo como un acto político, y no hay nada de malo con ello. En democracia, la política es transversal a la vida en sociedad y, justamente por eso, no siempre somos conscientes de que estamos actuando políticamente.

A decir verdad, me parece políticamente más importante que un adolescente se conduela del sufrimiento ajeno a que funde una organización estudiantil para tomarse el control de su universidad, por más “revolucionaria” que sea su consigna —quien haya estudiado en la Universidad Central del Ecuador sabe perfectamente a qué me refiero.

Sospecho que los partidos y movimientos de izquierda actúan motivados por un peligroso sentimiento de superioridad moral. “Este país es tan pobre que grita más fuerte un gol que una injusticia”. Le han dado la espalda al hombre común, ese que quiere tiempo libre para jugar con sus hijos, para ir al estadio o ver una película, y no para asistir a un congreso de nuevas masculinidades. Y no quiero decir con esto que debamos aceptar lo que hay de malo en el hombre común. Lo que digo es que tratarlo condescendientemente, como el niño al que hay que enseñarle a saludar cortésmente a sus mayores, no es precisamente la forma más eficaz de ganárselo para la causa propia.

La superioridad moral no gana elecciones y, en democracia, para gobernar hay que tener el voto de la gente, del ciudadano común. La izquierda les exige a sus votantes, sean ciudadanos de a pie o figuras públicas, que sean activistas. La derecha los invita a ser personas ordinarias. La izquierda actúa como si los no activistas fueran territorio a conquistar; la derecha, como si ya los hubieran conquistado. Ahí radica su éxito electoral.

El hombre común no es apolítico, ni es un alienado por regla general. Le indigna la corrupción, la estupidez de los legisladores y los ministros, la ineficacia de las instituciones públicas. Pero no es un activista. El ideal cívico de los griegos es irrealizable en una sociedad que no se sostiene sobre el trabajo esclavo. Nuestras democracias representativas se sostienen sobre el sano principio de que podamos cederle la iniciativa política a un grupo reducido de personas, siempre a condición, claro, de que, en última instancia, podamos retirarle el mandato otorgado de forma pacífica.

Nunca antes la política inundó tantos espacios de la vida social. La mayor victoria de la democracia moderna es habernos permitido ser ciudadanos sin ser activistas. Pero mientras la izquierda se empeña en crear militantes, la derecha avanza en la privatización de la vida pública. La democracia se ve así amenazada por ambos flancos.

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Messi tiene todo el derecho del mundo a no interesarse por la política, así como Mbappé tiene la entera libertad de defender públicamente su preferencia electoral. Ambos son ciudadanos de países democráticos. La gran derrota de la izquierda es haber cancelado al primero por no ser como Maradona. La gran victoria de la derecha es haber logrado que el ciudadano común vea con recelo al segundo.


Todas las columnas del autor en este enlace: Juan Sebastián Vera

Juan Sebastián Vera

Sociólogo por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Estudiante de Política Comparada en FLACSO, Ecuador.

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