¿Hay diferencias entre la derecha actual y la que representaban Margaret Thatcher y Ronald Reagan? ¿Son Boris Johnson o Donald Trump equiparables a los que estuvieron dirigiendo a los tories o a los republicanos hace tres décadas? ¿Podría estar hoy Adolfo Suárez en el mismo partido que Pablo Casado o Isabel Díaz Ayuso? ¿Es el mismo Aznar el que pactó con el PNV y la CiU de Pujol, se sentó con ETA y habló del movimiento vasco de liberación nacional?
Para quien no quiera ver con ojos contaminados, es evidente que el conservadurismo ya no es el mismo, aunque mantengan rasgos que nos permiten identificarlos como parte de un mismo tronco común. Sin embargo, difícilmente podrían convivir en el mismo espacio esas derechas de ayer con las derechas de hoy. Por eso sorprende la derecha alemana de Merkel, casi la única que insiste en que nunca pactarán con la extrema derecha (han preferido gobernar con el Partido Socialista). Si volvemos a suelo hispano, la evolución de algunos personajes les ha convertido en una caricatura.
Pero no pensemos en generación espontánea: una parte de la ultraderecha siempre ha convivido dentro de la derecha bipartidista en todo el ámbito occidental. El fundador de Alternative für Deutschland militó siempre en la CDU, igual que Santiago Abascal viene del PP. Pero esas derechas neonazis, revisionistas, franquistas han aprendido a juntarse en el cambio de siglo. Y están arrastrando al conjunto de la derecha. De manera clara, en el revisionismo histórico, que antaño era una tarea de neonazis y hoy es moneda común en España, Brasil, Alemania, Estados Unidos, Chile o Argentina.
Las derechas de los años ochenta y noventa del siglo pasado tenían esperanza. Las actuales la han perdido. Si no hay futuro, la alternativa es apropiarse con violencia del presente.
¿Hay alguna explicación que dé cuenta de las diferencias que vemos en el Partido Popular o en los republicanos norteamericanos? Atrevamos una: las derechas de los años ochenta y noventa del siglo pasado tenían esperanza. Las actuales la han perdido. O dicho en otros términos, la derecha fin de siglo tenía un modelo de futuro, mientras que la derecha actual sufre la pérdida de perspectivas que padece toda la sociedad. Si no hay futuro, la alternativa es apropiarse con violencia del presente.
Por eso, en no pocos casos las derechas democráticas se deslizan hacia lo inamovible, esto es, hacia la derecha directamente nazi o fascista (como la que desfiló por barrios de Madrid el sábado 18 de septiembre con el brazo en alto diciendo que para ser español había que ser blanco y amenazando al colectivo LGTBI). Esa nueva/vieja derecha, sin embargo, tiene rasgos nuevos que les generan contradicciones, aunque nunca ponen en cuestión el statu quo. Por ejemplo, la líder de Allianz für Deutschland, el partido de ultraderecha alemán, está dirigido por Alice Weidel, una lesbiana que vive con su pareja y sus dos hijos.
El optimismo de la vieja derecha coincidía con un momento de tranquilidad económica. En 1989 caía el Muro de Berlín y dos años después la Unión Soviética se desintegraba. Un año después, Francis Fukuyama decretaba el fin de la historia. El modelo neoliberal había sido abrazado incluso por la socialdemocracia y la globalización, internet, el consumo y el uso de los recursos naturales se leían con unas lentes radicalmente optimistas.
Nuestro tiempo es de incertidumbres, de cambios telúricos bajo nuestros pies, en un momento de impasse de la idea de emancipación y con un enorme desasosiego social. La frustración y la inquietud son el caldo de cultivo del autoritarismo
La gran recesión de 2008 y la consiguiente irrupción de una ciudadanía indignada, la recuperación económica y política de Rusia y China, la creciente consciencia del agotamiento medioambiental, las migraciones en un momento de penuria económica nacional, la robotización de la economía… todos los cambios que nos permiten afirmar que cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas, nos permiten igualmente afirmar que nuestro tiempo es de incertidumbres, de cambios telúricos bajo nuestros pies, en un momento de impasse de la idea de emancipación y con un enorme desasosiego social. La frustración y la inquietud son el caldo de cultivo del autoritarismo.
Todas las grandes crisis económicas –basta mirar lo que pasó en 1929 o en 1973- obtienen una respuesta desde la izquierda, lo que a su vez genera una reacción en la derecha. A veces esa articulación de la derecha es una respuesta que articulan las élites solo por miedo, aunque no haya una respuesta popular a la situación de deterioro económico. Las élites suelen sacarle varios cuerpos de ventaja al grueso de la ciudadanía.
La globalización, el desarrollo tecnológico, el afianzamiento de un capitalismo financiero y la crisis económica han generado desempleo, precariedad, ruptura de los vínculos sociales y, como decíamos, una enorme incertidumbre. El avance del feminismo genera igualmente una reacción –como le pasó a la clase obrera o le pasa a la reividicación afroamericana-, que hace que algunos varones argumenten no que pierden privilegios, sino que pierden derechos. Y otro tanto ocurre con la mano de obra inmigrante, bien recibida en momentos de bonanza económica, pero demonizada cuando los empleos escasean. La crisis fiscal del Estado, que se materializa en el hecho de que ni los ricos ni las grandes empresas pagan impuestos gracias a las guaridas fiscales, recargan a las clases medias y a los sectores populares, que empiezan a tener oído musical para el discurso contra «la política».
El Estado no funciona, los recursos son escasos y los líderes autorizan a los miembros de sus pandillas a perpetrar todo tipo de pillajes. ¿O no es esa la promesa de Donald Trump? ¿No es con ese discurso con el que ganó Isabel Díaz Ayuso la alcaldía de Madrid?¿No es el resultado lógico cuando triunfa la idea de que la sociedad «no existe» que defendía Thatcher?
Cuando se disuelven los lazos sociales, triunfa quien ofrezca una solución efectiva o que parezca efectiva. Es la oferta de la extrema derecha a las sociedades frustradas: les otorga una identidad nacional y, al tiempo, un enemigo –en verdad varios enemigos, tanto interiores como exteriores-; ofrece un modelo de familia, si bien autoritaria, donde ni las mujeres ni los hijos tienen derechos; una idea de religión donde desaparece la redención. En América Latina han proliferado iglesias evangélicas (la que se llama teología de la prosperidad que defiende el enriquecimiento y la acumulación). Y todo dentro de un modelo de propiedad donde el que gana tiene derecho a llevárselo todo.
En 1979, el año que ganó las elecciones Margaret Thatcher, se publicaba Mad Max, una película de Georg Miller protagonizada por Mel Gibson. Una película de carretera en un mundo postapocalíptico. El Estado no funciona, los recursos son escasos y los líderes autorizan a los miembros de sus pandillas a perpetrar todo tipo de pillajes. Un mundo de todos contra todos donde las únicas lealtades son a la interna de la pandilla (y sólo frente a gente de fuera del grupo). Un parecido enormemente parecido a las promesas de las nuevas derechas. ¿O no es esa la promesa de Donald Trump? ¿No es con ese discurso con el que ganó Isabel Díaz Ayuso la alcaldía de Madrid?¿No es el resultado lógico cuando triunfa la idea de que la sociedad «no existe» que defendía Thatcher?
Los líderes políticos –de Berlusconi a Jesús Gil, de Sarah Palin a Isabel Díaz Ayuso, de Reagan a Abascal- trasladas a sus potenciales votantes un mensaje: tenéis derecho a ser como yo. Hay que despreciar a los débiles, reírse de los que ejercen la fraternidad, ejercer la intolerancia contra los que nos disputan el modelo de país, defender el país como una propiedad y defender la propiedad como si fuera nuestro país. Esa comunidad necesita, claro, enemigos y funciona quemando más combustible del que puede permitirse una sociedad. Ese ataque a lo político, esa expulsión de los modelos alternativos de familia, de nación, de espiritualidad –que representa el feminismo- o de propiedad –que representan las diferentes izquierdas- genera la adrenalina que necesitan los que van en ese viaje a ninguna parte viviendo el día a día del consumo o la esperanza de ser algún día parte de los que reciben el botín.
Una derecha Mad Max frente a la cual la izquierda no puede ser débil, ni ponerse de lado ni ser tan ingenua como para pensar que son solo una moda que pasará pronto. Son el plan B del capitalismo en crisis. Es verdad que no suelen durar mucho (salvo en el caso del franquismo, aunque en se caso se debió a que la guerra fría apuntaló el régimen), pero el daño que hacen es enorme.
El problema no está en los concienciados de ese comportamiento. En los psicópatas que piensan que sus genes son mejores que los de los demás y no tienen ninguna responsabilidad social con ellos. Esa gente vive en la lucha de clases del siglo XIX y la respuesta, en caso de que se hagan mas fuertes, es la propia de la lucha de clases (que habrá que actualizarla al siglo XXI).
El problema está en la gente normal que cae en ese discurso y en esa lectura terrible del momento político. El control de los medios de comunicación, el uso espurio de la judicatura y la inclinación de los cuerpos y fuerzas de seguridad hacia posiciones de extrema derecha son el principal riesgo, junto con el silencio de los demócratas, de nuestras democracias.
A la derecha Mad Max se le frena con políticas de izquierda y con coraje democrático. Hacer políticas de derecha les brinda alfombra roja. Y la falta de confrontación es un error. Porque terminarán sumando, además de a los frustrados que engañen, a los indiferentes y a los más asustadizos.
Custodia Moreno Rivera, una enfermera y activista de 78 años escogida para leer el pregón de La Mercé en 2021, explicaba por qué la deriva electoral hacia esa derecha Mad Max: «cuando la gente vota a unos y no les resuelven sus problemas, miran a ver si estos otros lo solventan». El blanqueamiento de la extrema derecha en los medios hace que ese paso se normalice.
Por eso se equivoca el sector del Gobierno que no entiende que las políticas sociales son la principal vacuna contra el auge del fascismo. Y por eso también se han equivocado los colectivos LGTBI que no han dado pelea para evitar que los nazis paseen por Chueca insultándoles y queriendo echarles del barrio con el brazo en alto. A la derecha Mad Max se le frena con políticas de izquierda y con coraje democrático. Hacer políticas de derecha les brinda alfombra roja. Y la falta de confrontación es un error. Porque terminarán sumando, además de a los frustrados que engañen, a los indiferentes y a los más asustadizos.
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