Hay que comer para vivir, no vivir para comer
Cicerón.
La empanada tiene personalidad. Es de los alimentos el que más me atrae. Podrán decir que su cresta es amorfa y que parece la comida preferida de los punkeros. Puede ser. Pero es de todas las comidas rápidas la más lenta, la que más se ve. Tal vez porque es antigua y sigue vigente.
La empanada —por lo general— es una media luna de masa de maíz, trigo u hojaldre rellena de carne, papa, arroz, hierbas; según la zona se hornea o frita. Es un alimento tradicional en España o Hispanoamérica. Y llegó a América con los conquistadores españoles.
El nombre proviene del castellano “empanar” que significa encerrar algo en masa para cocerlo.
Y me gusta más que la hamburguesa que es como una boca abierta dispuesta a tragarse el comensal, si se descuida; el perro caliente, más que perro es una babosa de salsa de tomate y mayonesa que busca solitarias; los panzerottis parecen una herramienta rudimentaria para pulir la madera.
Mejor la empanada con su cresta y aire lento, añejo, de Edad Media, cuando lo usaban para conservar la carne. A mí, en particular, y es una apreciación personal, poco objetiva, me gusta la cresta, le da un aspecto original, como de la época de los dinosaurios.
Ahora que estoy la mitad del tiempo en Bogotá y en Antioquia, he visto la diversidad de empanadas. Es que en Bogotá la comida está a otro nivel. Hay platos de todo el mundo: peruanos, japoneses, italianos, franceses, árabes, entre otros. Aun así, me quedo con las empanadas. Claro, también me he decepcionado de encontrarlas frías, poco aliñadas, aguachentas. Es que encontrarse una buena empanada, crujiente y bien aliñada es también una lotería, es como dar con una buena conversación. Hace falta muchos desencuentros para valorar uno que te agrade y te saque del automatismo que a veces nubla el cotidiano.
Y en las calles de Bogotá he comido empanadas argentinas rellenas de carne de res, pollo, jamón, queso, acelga o espinaca. Las condimentan con pimentón dulce, ají molido, comino. Son más jugosas. O las chilenas consideradas un alimento patrio por Salvador Allende cuando dijo que su política era una “revolución con sabor a vino tinto y olor a empanada”. Las chilenas, por lo general, llevan harina de trigo, carne picada, cebolla, aceitunas, ají de color y hasta huevo duro.
Claro, las preferidas son las nuestras que hacen parte de la gastronomía popular. Varían según la zona. La masa puede ser de maíz molido, yuca o de harina de trigo. Aunque el relleno tradicional pueda ser de arroz, carne desmechada de pollo o res, papa; se puede encontrar hawaianas con piña, queso y jamón; rancheras con salchicha, jalapeños y queso; paisas con chicharrón, fríjoles y maduros, entre otras.
Pero me quedo con las más básicas, las de cresta prominente, las rellenas de papa con carne o arroz carne o papa (las de iglesia).
Sobre todo, las de iglesia que son pequeñas, adictivas y se comen sin dimensionar la cantidad. Además, muchos gracias a las ventas de estas empanadas han estudiado en la universidad, han sostenido algunas parroquias o grupos juveniles.
En definitiva, muchos hemos crecido bajo el influjo de la empanada. Y algunos nos hemos ensoñado. Por ejemplo, en mi caso, recuerdo cuando mi madre las hacía y le quedaban crocantes, deliciosas. Y al comerlas —de niño— me atraían más que los muñecos de yupi, las botas con calcomanías del hombre araña y los cascabeles de tapas de gaseosa para las novenas navideñas. Se me convirtieron en seres animados que encerraban pequeños hombrecillos de cebolla, papa, carne molida, yuca. Así como uno tenía sangre y huesos, ellos verdura y sal.
Cierta vez me quedé vigilando a mamá para ver como capturaba esos hombrecillos y los envolvía en la masa amarilla para luego freírlos. Era una ensoñación medio fantástica y cruel. No hubo resultados.
Decidí preguntarle a mi madre por los hombrecillos y si también podía hacer empanadas. Ella dijo que no sabía nada de hombrecillos y que lo de las empanadas se podía arreglar.
Y me puso a moler papa, carne y yuca. Fue un trabajo agotador. Me inquieté porque había nada extraordinario. Por un tiempo dejé de pensar en los hombrecillos.
Sin embargo, cada tanto, cuando me comía una empanada, observaba el relleno, por si me encontraba una piernita o una manita de algún hombrecillo.
Nunca encontré nada, pero aún conservo la esperanza. Algunos amigos me miran perplejos por mi fascinación con la empanada. No los debato ni les hablo de los hombrecillos. Y a la vez, me sonrío y me dijo:
“Camilo, sos un huevón. ¡Hombrecillos! ¡En qué estás pensando!”
Pero me siento fantasioso, vivo y niño.
A veces, hoy día, cuando como empanadas, miro si los que están a mi lado, también comiendo, se sonríen. Si lo hacen también les sonrío porque tal vez saben algo de los hombrecillos. Y es que la vida es más intensa cuando está precedida de pequeñas complicidades.
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