“Quizás ésta es la palabra más importante: “colaboración”. Cuando nos sabemos frágiles y nos reconocemos como iguales, se hace paso más fácilmente a la colaboración, pues nos podemos dar cuenta de que las seguridades que se construyen durante la vida pueden derrumbarse, como lo ha mostrado esta crisis.”
Nadie podría haber imaginado que en el 2020 la Humanidad entera tendría que vérselas contra un enemigo común: el COVID-19. Si bien hay muchas críticas contra la denominación de la lucha contra este virus como una “guerra contra un enemigo”, no se puede negar la fuerza con la que ha golpeado al mundo: cifras estrepitosas de contagiados y muertes, sistemas de salud colapsados y economías contraídas. Se ha llegado a hablar incluso del desafío más grande para ciertas naciones después de la II Guerra Mundial. Por todo ello, hay una indiscutible disputa frontal en la mayoría de los países contra este virus que, velozmente, se ha desplazado, en primera clase, en el avión de la globalización.
Ahora bien, esta contienda es particular porque el enemigo es invisible. Éste es, quizás, un punto crucial que hace la diferencia, porque es probable que, si se pudiera detectar a simple vista, no se estaría en la situación actual. Pero no sólo es invisible en el sentido de la vista humana, sino también de la capacidad de detección de la ciencia, pues al poder habitar en una persona sin producir síntomas, es sumamente complicado saber quién lo porta.
Así pues, la invisibilidad del COVID-19 exige que nuestra respuesta deba ser “a ciegas”. De hecho, las precauciones contra el contagio se hacen desde la ceguera. Se nos requiere, pues, aprender a confiar menos en nuestros ojos y más en nuestra razón para evitar su propagación. De aquí la dificultad cultural tan fuerte en respetar las medidas de confinamiento propuestas, pues fácilmente se puede creer que las personas y las cosas alrededor no portan el virus porque nuestros ojos no visualizan nada extraño. El problema es que esto no es más que un autoengaño. Por ello, la razón debe ser aquí la que nos debe guiar, lo que significa todo un reto cultural.
Este apunte es fundamental porque, como lo hemos visto, la respuesta de los gobiernos frente al virus depende de nuestra respuesta: es en realidad cada ser humano el que debe luchar contra el virus mediante el autocuidado. Actualmente no se puede delegar esa responsabilidad a nadie más: ni a la ciencia porque aún no se tiene la forma de contener el virus, ni a los gobiernos porque éstos dependen de la ciencia.
Como se ve, la Humanidad parece necesitar más que nunca de la ciencia, la misma que ha mostrado una gran eficacia, pero, a la vez, una gran insuficiencia: una eficacia porque se logró reconocer en tiempo récord el nuevo virus, pero una insuficiencia porque no ha pasado lo mismo con la determinación de un tratamiento universal o, lo ideal, de una vacuna. Frente a ella, estamos en el “sí, pero aún no”. Y es ese “aún no” el que regresa la responsabilidad de esta lucha a cada persona.
Ahora bien, la causa de que esta situación sea así no se debe únicamente a la insuficiencia (esperamos que temporal) de la ciencia, se debe también al sistema imperante. Hemos sido testigos de la tensión entre economía y vida reflejada en las decisiones torpes y/o tardía de muchos gobiernos. Estados Unidos y Reino Unido son el mejor ejemplo. Su reticencia para tomar medidas en contra de la economía y en favor de la vida, provocó, incluso, el peligro de muerte del Primer Ministro inglés Boris Johnson. Se trata, efectivamente, de un problema de prioridades. Allí donde la acumulación de riqueza y cierta noción de libertad predominan, es difícil comprender las medidas que confinan a las personas en sus hogares para protegerlas del virus.
Pero, ¡atención! La insalvable dicotomía entre vida o economía que parece levantarse en ciertos discursos, es cierta únicamente si se comprende por economía el capitalismo salvaje. En realidad, la economía es necesaria en nuestro orden social. Sin economía, difícilmente se podrá sobrevivir. Por eso el gran reto del mundo es coordinar la reactivación de la economía a la vez que se mantiene el control sobre la propagación del virus. Además, el desafío es pensar un nuevo orden social que sea más solidario con la igualdad de los hombres y con los recursos limitados de nuestro planeta. Lo que sí parece quedar claro es que, en esta coyuntura, el sistema capitalista neoliberal no parece ser la opción. Así lo explica, por ejemplo, David Harbey, cuando habla de “Políticas anticapitalistas en tiempo de coronavirus”.
Precisamente en el marco de esos retos, quisiera presentar aquí otra posible razón que invita a repensar nuestra sociedad: el develamiento de la fragilidad humana. La mayoría de las generaciones vivas, por no decir que todas, jamás habían visto tan expuesta la fragilidad humana. El hecho de que los gobiernos y la ciencia sean incapaces actualmente de dar una solución efectiva al COVID-19, hace que, como se explicó, la responsabilidad recaiga sobre cada ser humano. Pero es allí donde se devela la fragilidad humana: en realidad nuestra existencia es frágil. Lo que el filósofo italiano Giorgio Agamben llama “nuda vida”, por la que se aceptan las medidas sociales restrictivas, es el reflejo de una condición básica humana: la conciencia de nuestra fragilidad. Esta conciencia no es más sino la conciencia de que podemos morir. Y para evitar eso, somos capaces de sacrificar mucho, incluso nuestra vida social. El salir a bares, reunirse con amigos o salir a pasear resultan cuestiones de poca importancia cuando la vida está en peligro. La crisis del COVID-19 ha develado entonces la importancia de cuidar nuestra fragilidad humana.
Hablo de develamiento porque el confinamiento y la crisis del COVID-19 le ha quitado a nuestra fragilidad el velo que es puesto por nuestro orden social: en realidad ella siempre ha estado ahí, pero es la sociedad la que se encarga de encubrirla y de ocultarla, como si fuera algo que es mejor ignorar. Este ocultamiento, por no decir “velamiento”, se realiza desde nuestra infancia: siempre hubo ahí quienes se encargaron de proveernos todo para evitar nuestra muerte. Cuando nos hacemos mayores de edad, el encubrimiento se realiza por medio de las funciones en la sociedad que están llenas de otros sentidos diferentes al básico: proteger nuestra fragilidad humana. Si nos ponemos a pensar, muchas acciones que realizamos en nuestro diario vivir están ordenadas a evitar morir: comemos para no morir; trabajamos para poder comer y no morir; hacemos ejercicio para mejorar nuestra condición física y no morir, estudiamos para trabajar, comer y no morir. En la base, siempre está la lucha contra la muerte.
Por supuesto, esto no quiere decir que todas las actividades que realizamos tengan la finalidad consciente de evitar o retardar nuestra muerte. Sería un exceso sostener algo parecido. Hay, de hecho, una cantidad de acciones desarrolladas con muchas intenciones diferentes a la explicada. Pero todas ellas sólo pueden ser planeadas y desarrolladas cuando las básicas ya fueron resueltas. Parece que las actividades humanas se agrupan por niveles: las que están en el primer nivel son las universales porque son las que resisten a la muerte. En ese nivel todos somos iguales. Es en los demás niveles donde aparecen las desigualdades porque las actividades dependen de la posición cultural, económica y social. Pues bien, la crisis del COVID-19 nos ha regresado la vista a ese primer nivel donde prima la protección de nuestra fragilidad humana. Ahí no hay discriminación de ningún tipo: ni rico ni pobre, ni blanco ni negro, ni religioso ni ateo, ni heterosexual ni transexual; todos somos iguales porque todos somos frágiles frente a la muerte.
Esa igualdad la podemos verificar aún más con el confinamiento en el que está sumida buena parte de la población del planeta. Hoy se puede hablar con gente en Canadá, en Perú, en Camerún y en Francia y todos se encuentran en la misma situación: en sus casas protegiéndose del virus. Es cierto que se podría leer la situación desde el punto de vista de los gobiernos que imponen la cuarentena (Protestas por las restricciones a la privacidad o a la libertad no se han hecho esperar). Pero más allá de las acciones o decisiones estatales, se encuentra la necesidad de proteger nuestra fragilidad, en esta ocasión, amenazada por un enemigo invisible.
Ahora bien, para ciertas personas, esta medida significa otra lucha contra la muerte: la del hambre. Ciertamente, el confinamiento acentúa lo que nos hace desiguales. Por eso, en muchos casos la fragilidad no es develada únicamente por la necesidad de protegerse del virus, sino de no morir en el intento. El dilema se torna así más o menos: si se sale se expone a morir, pero si no se sale también. Obviamente estoy hablando de quienes no cuentan con lo mínimo necesario para sobrevivir a una cuarentena. Pero no sólo los pobres tienen que enfrentarse a esta disyuntiva, muchos adinerados podrían estar en la misma situación si las medidas se postergan indefinidamente. Es allí donde el retorno a la conciencia de nuestra fragilidad humana, se convierte en una oportunidad para la colaboración.
Por esa razón, lo más interesante de este escenario no se encuentra tanto en volver la mirada a nuestra frágil condición humana, como en reconocer al otro que es quien cuida o puede cuidar esa fragilidad. Desde pequeños siempre hubo un “otro” para ayudarnos y de grandes también: nunca se es mayor de edad para dejar de ser frágiles, por lo que nunca se es mayor de edad para necesitar al otro. La cuarentena tiene mucho de este sentido: el quedarse en casa no significa únicamente protegerse a sí mismo, sino proteger a los demás, porque este virus parece retar nuestro modo de aprender y dar respuesta, ya que puede habitar en alguien sin producir ningún síntoma. Éste es realmente un desafío colosal, pues no podemos tener certeza de que alguien no tenga el virus. Todos somos sospechosos. Por eso, el mantenerse distanciado de los demás es un tema de mutua colaboración.
Quizás ésta es la palabra más importante: “colaboración”. Cuando nos sabemos frágiles y nos reconocemos como iguales, se hace paso más fácilmente a la colaboración, pues nos podemos dar cuenta de que las seguridades que se construyen durante la vida pueden derrumbarse, como lo ha mostrado esta crisis. En ese punto, el otro es el que se mantiene como la oportunidad de cuidar nuestra fragilidad. Pensemos que, incluso, grandes talentos empresariales están solicitando ayuda a los gobiernos, porque no podrían resistir a una cuarentena prolongada. Y si ahora es por cuenta de este confinamiento, mañana podría ser por cualquier otra razón, porque, como indicó Heidegger, estamos sujetos a múltiples posibilidades y, muchas de ellas, podrían de nuevo develar nuestra fragilidad humana, volviéndonos al nivel básico de la vida… aquel dónde somos más dependientes que nunca del otro. Por eso, esta es una oportunidad para pensar un orden social basado no solamente en el talento personal, sino también en la mutua colaboración humana.
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