“(…) algunos pretenden hacer pasar su apego al poder, su nostalgia de privilegio y su complacencia con la corruptela como la más irrestricta devoción a la democracia, como el más profundo respeto a la división de poderes y al imperio de la ley. Pero no es así”.
‘La República de Colombia está en peligro. La sociedad más democrática, pluralista y equitativa de América Latina está en riesgo y, por supuesto, bajo amenaza está también una de las economías más sólidas de la región’. Estos son, en síntesis, los lamentos y las advertencias de aquellos pregoneros del desastre; esos que gritan movidos por el deseo, esos que describen un país que, en sentido estricto, no ha existido, uno que no anhelan y que en tantos años no han querido construir.
Gritan ‘¡Peligro! ¡Peligro!’. La pregunta es: ¿Para qué? ¿Qué se pretende cuando se alza la voz más de lo acostumbrado? Es importante desentrañar la intención de un grito: gritamos cuando tenemos la intención de expresar miedo, gritamos porque algo nos atormenta y nos sirve para manifestar nuestra conmoción ante una tragedia; pero también gritamos para denotar la felicidad. En fin, dar grandes voces no significa siempre lo mismo. Claro está que no todo grito da cuenta de dolor, tampoco de felicidad; no todo grito te alerta, no todo grito te salva, tampoco te moviliza. Mejor dicho, hay gritos que paralizan.
En ese sentido bien podrían ser interpretados los lamentos y las advertencias de la oligarquía colombiana. Gritan ‘¡Peligro!’ para promover el desasosiego entre la población, para generar un sentimiento de indignación que se concrete, posteriormente, en la desestabilización del gobierno progresista que asumió las riendas del Estado y, más importante aún, para impedir que se lleven a cabo los cambios estructurales elegidos por mandato popular. Esos son, pues, gritos paralizantes.
Más que gritos, de hecho, son bramidos. Con estos se busca sabotear cada intento de reforma. No es crítica pertinente, no es resistencia necesaria; es saboteo intencionado. ‘¡Ni la reforma ni la revolución!’. Esa parece ser la consigna de quienes tradicionalmente han ejercido el poder en las diferentes esferas del Estado. Muchas de esas voces que se manifiestan con extraordinaria violencia en contra de la gestión de este gobierno solo pretenden sostener el statu quo. Lo que en realidad buscan es la conservación de sus intereses, de sus privilegios; y para ello necesitan impedir que la sociedad se movilice.
‘¿Un gobierno progresista? ¡Qué miedo! ¿Una mujer afrodescendiente como vicepresidenta? ¡Qué horrible! ¿Reformas históricamente necesarias para el país? ¡Improcedentes! ¿Una terna de mujeres con todos los pergaminos morales y académicos para ser la Fiscal General de la Nación? ¡Qué difícil esa elección! ¡No nos podemos apresurar!’. En realidad, lo que quieren es que permanezcan las viejas estructuras políticas y económicas clientelistas, todas esas prácticas corruptas entre funcionarios del Estado; que sigan instaladas esas mentalidades y actitudes clasistas, racistas y sexistas.
Así, en medio de todo este saboteo al cambio, los poderosos y sus lacayos de los medios de comunicación ahora hacen ruido con la Corte Suprema de Justicia. Entonces nos dijeron: ‘El pasado 8 de febrero hubo un asedio, una presión indebida a la Corte Suprema de Justicia para que haga su trabajo de elegir a la nueva Fiscal General de la Nación’. Y no contentos agregaron: ‘Está en peligro la institucionalidad’. En este y otros tonos vocearon por aquí y por allá los altoparlantes del poder.
De hecho, la misma Corte consideró inaceptable que los jueces fueran sitiados y que se pusiera en duda su independencia. Por ejemplo, el magistrado Gerson Chavera, presidente del alto tribunal, señaló en entrevista para Red+ Noticias que ‘En un Estado de derecho como el colombiano, la función judicial solo está sometida al imperio de la ley’; además, que ´la democracia está en vilo’, señaló el togado. Y esas, hay que decirlo, son inquietudes legítimas de todo demócrata honesto, de todo ciudadano que objetivamente pretenda proteger las instituciones.
Pero cuidado, ahí precisamente está el engaño de la gritería y del bullicio: algunos pretenden hacer pasar su apego al poder, su nostalgia de privilegio y su complacencia con la corruptela como la más irrestricta devoción a la democracia, como el más profundo respeto a la división de poderes y al imperio de la ley. Pero no es así. La crisis de la institucionalidad, del Estado de derecho, la debacle del imperio de la ley no son las genuinas preocupaciones de algunos sectores de la sociedad. Entonces cebe preguntarse: ¿No saben esto los magistrados de la Corte Suprema? Puede que ellos, honorables juristas, tengan buenas intenciones y seguramente sí estén muy preocupados por las disposiciones constitucionales y los tiempos de la función judicial. ¿Pero desconocen que su demora en la elección de la Fiscal pone en jaque todo aquello que deben proteger? Es poco probable que así suceda. Para decirlo más claramente: los magistrados deben saber que todo el tiempo que se demoren en cumplir con su deber de elegir nueva Fiscal General, es un tiempo de gracia para que la institucionalidad siga en manos del hampa. Si de lo que se trata es de proteger y garantizar la independencia y permanencia de las instituciones democráticas, valdría la pena que las siguientes preguntas hicieran parte del proceso de deliberación de los magistrados:
¿Ha sido desproporcionada y temeraria la actitud del actual fiscal general en el cumplimiento de sus funciones? ¿Ha sido improcedente —y más todavía, negligente— el fiscal Barbosa para tramitar casos que afectarían a personas cercanas? ¿Ha entorpecido así la administración de justicia para favorecer y proteger a sus padrinos políticos? Y ya, ad portas de su salida, ¿No es cuando menos objetable que una institución como la Fiscalía General de la Nación vaya a quedar en manos de la vicefiscal Martha Mancera, personaje que le debe tantas explicaciones al país por sus todavía poco claras actuaciones? ¿Acaso esto no pone ya en vilo la democracia? ¿Por qué cuesta tanto elegir a una mujer, entre tres, todas idóneas para el cargo? ¿Por qué aplazar el nombramiento de una funcionaria que tiene la terea no menor de restaurar cuanto antes la imagen de una institución como la Fiscalía ante la opinión pública?
No habría que dedicarse a meditaciones profundísimas ni esperar a revelaciones divinas para saber que los funcionarios antes mencionados han desdibujado la institucionalidad y han sustituido el imperio de la ley por su caprichosa, vanidosa y acomodaticia voluntad. No hace falta cavilar demasiado para comprender que —para estos funcionarios, así como para tantos otros que vociferan y hacen ruido—, lo que está en peligro, a punto de ser desmantelada, no es propiamente la institucionalidad, sino la institucionalización del crimen. ¿Acaso es eso justamente lo que los agobia? ¿Por eso les inquieta tanto el hecho de que se vaya a arrebatar una institución como la Fiscalía de las manos de presuntos colaboradores de narcos y clanes políticos corruptos? Todas estas preguntas ponen a la Corte Suprema de Justicia frente a una última cuestión: ¿La movilización social que los hizo sentir vulnerados en su independencia se ha producido porque hay una crisis institucional o porque hay una institucionalización del crimen? ¿Qué es lo que deben resolver, entonces, con una pronta elección de la fiscal?
Esperemos, en última instancia, que lo de la Corte Suprema de Justicia se trate de juiciosa y pertinente deliberación, no de nociva y cómplice dilación. Los griegos nos enseñaron que vale la pena vivir en un Estado donde la ley, la justicia y sus administradores son objeto de confianza de todos —porque la reconocen y acatan como el bien común máximo, que permite una solución imparcial a las discordias entre ellos—. Únicamente en un Estado así se puede vivir dignamente y sintiendo que vale la pena pertenecer a él.
Comentar