La conquista del yo es un imperativo revolucionario, es una obligación irrecusable para el hombre en la actualidad, es tan importante como la conservación de su espacio vital, es la conquista de su espacio interior frente a los infinitos poderes que buscan arrebatárselo.
El Yo es aquella significación propia respecto a la totalidad, según Carl Jung; es una síntesis, es decir, el resultado de una mezcla, según Soren Kierkegaard; el yo es otro según Kertesz; aquello que nos es propio, afirmaba Stirner, solo yo me pertenezco, solo mi yo es de mi entera propiedad; lo esencial, como le llamaría Spinoza, de nuestro ser, aquello sin lo cual no podría concebirse, concluiría.
Cuando el niño emerge del vientre, según la fábula de la bondad innata de Rousseau, su yo es puro, limpio de todo pecado original -contrario a otros exponentes del contractualismo y las teorías teológicas de la expulsión del Edén-, es la sociedad la que se encarga de volverlo un ser enfermo y precario.
Si bien las inclinación instintivas y naturales del hombre -como el placer- no son buenas ni malas -como lo propondrían las escuelas de la autarquía individual, tales como la epicúrea y la estoica-, el placer solo es necesario para desprendernos del dolor, a falta de dolor, para que el placer” (Epicuro).
Pese a que no todos los antiguos lo miraran con los mismos ojos, como por ejemplo “El placer y el dolor son dos males opuestos entre sí, mientras que el bien es lo que queda en medio de uno y otro” (Espeusipo), también “El placer es indiferente, es decir, que no pertenece ni al mal ni al bien” (Zenón) y “El placer es malo, da lugar a otros muchos males, como la injusticia, la pereza, el olvido de las obligaciones y la vileza” (Critolao)“, el placer como una manera de conquistar el yo, fue una pregunta que preocupó a los antiguos.
Es por esta razón que es necesario enfermarlo en su yo, negarle el placer como reconocimiento de ese yo; iniciar persecuciones contra cualquier manifestación natural de este, como la inquisición idealista contra el cuerpo y el placer; dosificar su acceso, el conocimiento de si mismo, encerrar al yo en manicomios con tratamientos farmacéuticos a base de opiáceos o condenarlo a la cárcel.
las maquinarias de destrucción masiva de la sociedad unidimensional buscan con ahinco suprimir su yo, negar esa alteridad, ya que puede llegar a desvirtuar la legitimidad del orden social imperante.
El primer ente regulador -como lo afirma Engels en el origen de la familia- y corregir, es la familia. El Demian de Herman Hesse ilustra muy bien la manera en que el mundo familiar es el primer universo del cual obtenemos explicaciones para nuestras preguntas, turbaciones y miserias espirituales.
Todas las respuestas tiendes a que el individuo converja cada vez más con los pareceres de la familia, defender el espíritu de la familia. O contestarlo todos y encender el tablero de ajedrez.
Si el niño se aparta de la égida de su padre, los denuestos y ofensas, la influencia moral negativa -pues, como diría Spinoza reduce la potencia para actuar y pensar del ser- sobreviene sobre el cómo una montaña de ladrillos, aplastando su dubitare (su duda absoluta).
No entraré en los pormenores del modelo familiar y como esta réplica el modelo de las escrituras, ni como en tiempos pasados la idea de un modelo de familiar único – que aun hoy se evidencia en los debates sobre la posibilidad de adopción por parte de parejas del mismo sexo- único, conformado por padre y madre -y regido por los principios teoréticos de la sagrada familia-, disponiendo un papel para cada uno y para el yo; evidenciando la influencia abismal de la religión en la familia – como una dimensión de la esfera privada- y por tanto en los individuos que la conforman, tanto en sus libertades positivas como negativas.
Eso lo dejaremos para aquellos acostumbrados, como mencionaba Epicuro, a discurrir sobre milagros y no hechos, que se deleitan buceando en esa ciénaga -como llamaba Erasmo a la locura que alimenta los éxtasis y las tesis de la teología-.
La primera cárcel para el yo es la familia y la religión. Luego viene la sociedad con sus responsabilidades civiles a sacrificar el último poco de yo y su autenticidad en las piras de su mentira totalitaria.
Cumplida la mayoría de edad se tiene acceso a las libertades políticas y civiles. La cantilena liberal afirma la existencia de dichas libertades en aras de preservar al individuo del despotismo, que no es más que una concentración y un actuar desmedido desde el poder.
Para afirmar dicha ficción le agrega una ficción aun mayor que es la del poder hacer, que representan todas las leyes y tratados. Te dice, puedes hacer y ser contigo todo lo que te plazca, pero cuídate de no interferir en la libertad de otro; ese otro, ese otro lejano, distante, absoluto que requiere la postración de nuestro yo.
Sería ingenuo concebir la posibilidad de que la naturaleza engendre algo con el propósito de degenerarse a sí misma; si lo hace solo es pro de desprenderse de su imposibilidad, de su deficiencia; así lo hace la sociedad, representada por sus legisladores y jueces, censuran el yo, extirpan el yo, lo mutilan y vigilan.
Esta sociedad enferma no instituye y formaliza leyes para degenerarse y poner en riesgo su continuidad; Marx afirmaba que tras cada ley hay una anti ley que la suspende.
Por ello buscarán la estratagema -la gran causa, el ser superior- para esclavizar y “humillar su impotente yo” (Stirner) en cada oportunidad en que tu individuación -la exaltación del yo- te haga consciente de tu particularidad, esto es, de tu yo único, ese lugar donde el hombre se “encuentra a si mismo por segunda vez” (Stirner),
El individuo nunca ha sido dueño de sí mismo, nunca alcanzando la conquista de su yo, en tiempos antiguos se inmolaban en nombre de la majestad (según Stirner) de los reyes; conquistado el infierno de la herejía y hecho propio -aquello que Onfray llamó el casuismo del cristianismo, su primera ataraxia- se sacrifico en nombre de la fe; se percibieron los aromas y las dulzuras del yo, del buen vivir, del deleite en el Renacimiento, pero aterrado de su yo, se asustó, volvió a la religión fanática, esa religión de piras incendiarias de la que hablaba Lucrecio.
Se postró mansamente y asumió su vasallaje ante los espectros y fantasmas “como dios, el emperador, el papa, la patria” (Stirner) que su intelecto -por desconocimiento y miedo según Lucrecio y Epicuro- fabricó para explicarse el mundo.
La sociedad, la fe, el Estado, o cualquiera sea el nombre de esas idea absoluta, de ese concepto obnubilado elevado al plano de lo absoluto, ha dado los pasos en la dirección que se ha trazado. Llevamos siglos luchando por lucharon “por la fe de la iglesia, por la fe en el Estado o por las leyes morales del Estado” (Stirner).
La bomba atómica fue aplaudida. Las masacres de Ruanda fueron calladas. las pandemias de centro América tergiversadas y manipuladas para obtener regalías de ellas, la humanidad se alió en Kosovo e Irak para combatir la amenaza que representaban para la totalidad la conquista del yo.
En nombre de la humanidad, “su verdadera humanidad (ella es la que le hace hombre, hace de él un hombre” (Stirner) -como una de las más grandes mentiras totalitarias- se han cometido crímenes.
En nombre de ese ser supremo se han cometido los mayores vejámenes; el humanitarismo si ha conseguido algo, eso es, el haber instaurado el orden que le place a la humanidad en la totalidad del mundo, es decir, el mundo totalitario.
Su patología uniformante, homogenizadora, como una de las tantas tendencias de la modernidad según John Gray, representada en los campos de concentración, donde “cada uno de nosotros recibe su número” y “desde ese instante has perdido tu yo” (Gradowski), parte de la necesidad de aplastar ese yo desconocido, pues “para poder existir y preservarse, la sociedad debe someter esa potencia salvaje y sin ley” (Onfray).
Debe pues aniquilar la alteridad, como la llamaba Byung-Chul Han, el yo egoísta, ese “que logró convertirse en el hombre egoísta que domina las cosas a su antojo” (Stirner) y todo egotistas con sus sociedades secretas según Onfray.
¿Qué otra cosa afirmaba aquel partisano croata entrevistado en medios televisivos internacionales los matamos porque no éramos diferentes? ¿no afirmaba lo mismo Welzer cuando expresaba que la peores matanzas que surgen entre los hombres se dan no por ser diferentes, si no para serlo?
Por ello ante el sacrificio del yo en los alteras de los demonios abstractos, como lo llamó Isaiah Berlín, es necesario la objetivación, la defensa a ultranza del yo, la conquista del yo, ese yo que es “el primer encuentro con nosotros mismos, la primera profanación de lo divino, esto es, de lo siniestro, de lo espectral, de los poderes superiores” (Stirner).
Coda:
Para entender mejor la columna, léase la siguiente columna: https://alponiente.com/los-dominios-de-la-muerte/
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