“Caminando por el barrio, aunque dura esté la vuelta,
sumergidos en compases y con la bota bien puesta.
Como lección nuestra rima,
mira hacia arriba,
seres alados buscan salida,
entre el ocaso de la ciudad de las mentiras,
donde los seres se contaminan”
Laberinto ELC
Hace tres semanas, aproximadamente, se estrenó en cines la película colombiana “La ciudad de las fieras”. Este texto no pretende ser una crítica del filme, sino rescatar algunos de sus elementos más representativos y resaltar, a muy grandes rasgos, su relevancia en el marco del estudio de la historia de la ciudad de Medellín.
La cinta narra la historia de “Tato” (Bryan Córdoba), un joven que habita las turbulentas calles de algún sector periférico de la ciudad -cuyo nombre no se menciona en la cinta- y que, empujado por fuerzas externas que atentan contra su integridad, se ve obligado a abandonar su hogar y desplazarse a casa de su abuelo paterno (Oscar Atehortúa) en el corregimiento de Santa Elena. Aparece, entonces, un primer punto importante que golpea con fuerza al espectador: el choque entre lo urbano y lo rural. Efectivamente, a partir del viaje del protagonista, los planos de calles estrechas, plagadas de grafitis y movimiento, se ven abruptamente reemplazados por las múltiples tonalidades florales que embellecen el paisaje en la finca de don Octavio. Las tomas se superponen constantemente entre una Medellín gris y caótica y otra verde y exuberante, que refleja un pasado preindustrial. Es casi como si la ciudad de la eterna primavera y el valle del software* conversaran durante toda la película, recordando dos facetas importantes de la historia de Medellín.
Pero el contraste no termina allí: El arte es protagonista también durante toda la película. Por una parte, a través de las rimas que “escupe” el protagonista en las batallas de gallos (freestyle) a las que asiste con frecuencia; por otra, materializado en el arte de la silletería que practica don Octavio como parte de la importante tradición que representa al corregimiento de Santa Elena. Indiscutiblemente, el primero es una práctica eminentemente urbana, mientras que el segundo está estrechamente relacionado con la ruralidad; sin embargo, existen dos matices que vale la pena resaltar, pues no parecen haber sido puestos allí por casualidad. El primero es que ambas prácticas se asocian con grupos sociales tradicionalmente excluidos y/o marginados: campesinos y habitantes de sectores populares, víctimas del desarrollo y el “olvido estatal” dentro del imaginario popular, en muchos casos obligados a migrar entre uno y otro mundo por causa de la violencia y la falta de oportunidades. El segundo es que, paradójicamente, los primeros han recibido tradicionalmente el respaldo popular, mientras que los segundos han sido estigmatizados y despreciados. Así, mientras que a los barrios periféricos llegan policías y soldados a realizar retenes y detenciones, a ver los campesinos se desplaza una porción considerable de los habitantes de la ciudad. Ambas escenas aparecen explícitamente dentro de la película.
Un último punto que vale la pena mencionar se relaciona con algo que he dado en llamar “el desplazamiento del lenguaje”. En ese sentido, vale la pena citar un texto de Ricardo Aricapa, que, a su vez, se basa en los aportes teóricos de los profesores Luz Stella Castañeda Naranjo y José Ignacio Henao Salazar. Dice el cronista que: “A comienzos de los años ochenta, cuando en Medellín se aceleraron las contradicciones sociales y su mapa urbano quedó partido en dos -un sur privilegiado y un norte marginado- en este último se empezaron a escuchar ciertos terminachos raros; palabras nuevas nacidas en las esquinas, que viajaban en boca de los muchachos. (…) Lo que lo que para ellos empezó como un juego de jerga se convirtió en un dialecto social: el parlache, en el que cabe íntegra su realidad, desde las armas, el dinero, la muerte, la droga y los negocios raros hasta la vida, los sentimientos, el amor, el sexo y todo lo demás”. Este particular fenómeno lingüístico está muy bien representado en la película, especialmente en boca de “Tato” y sus amigos; pero se hace especialmente evidente cuando se pone en contraste con el dialecto de don Octavio, de tipo campesino. Así, las conversaciones entre los dos protagonistas de la cinta, más allá de estar dotadas de un contenido valioso para la trama narrativa, poseen en sí mismas un valor lingüístico en tanto representan dos partes radicalmente diferenciales de la población medellinense.
En ese sentido, la película es un interesante intento de representar dos mundos aparentemente opuestos, pero directamente relacionados. Ahora, dado que las representaciones no pueden medirse en términos de “verdaderas” o “falsas”, no tiene sentido disertar al respecto. Lo que sí puede afirmarse, con total seguridad, es que el filme es una valiosa forma de poner a conversar a dos ciudades que, paralela y paradójicamente, son una misma.
*La expresión “valle del software” se toma del discurso del actual alcalde de Medellín, Daniel Quintero, y se usa para representar la ciudad que persigue el ideal de “progreso”. De ninguna manera pretende ser apologética.
Referencias
Aricapa, R. (1998). Medellín es así. Editorial Universidad de Antioquia.
Rincón, Henry. (2021). La ciudad de las fieras [film]. Héroe Films.
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