El aire de Medellín se ha venido deteriorando a lo largo de los años. Hoy se ha vuelto tóxico. La ciudad lleva días en alerta roja por contaminación. Se nos acaba el oxígeno. Y no es para sorprenderse. La ciudad tiene menos de una tercera parte de los árboles que recuerdo de mi adolescencia, y a cambio han surgido innumerables edificaciones que densifican el espacio público. La transformación urbana no tiene nombre: vivimos en otra ciudad. Tristemente, la transformación social, si bien se ha venido dando, no se construye de manera tan acelerada como la urbanística, por lo que el desarrollo se queda incompleto: mucho concreto y poco ciudadano. Y esta realidad se refleja en todo: en las calles, en las casas, en el río y ahora hasta en el aire.
La contaminación de Medellín tiene todo que ver con nuestra cultura ciudadana. Nada puede estar bien si el aire que respiramos no está bien. Los niveles de polución que tenemos representan una amenaza más terrible a la vida que los mismos homicidios. Somos 3.7 millones de habitantes en el Valle de Aburrá y contaminamos casi tanto como ciudades de 10 y hasta 20 millones de habitantes. Ya sé que tenemos factores en contra como las montañas, los vientos, el Sahara y otros, pero el problema sigue siendo fundamentalmente nuestro, de cada uno de nosotros.
¿Qué estamos haciendo mal? Pues mucho, por no decir que casi todo. Nuestra cultura, ese empuje paisa que tanto celebramos, es altamente inconsciente en términos de impacto ambiental. Acá todo el mundo está preocupado por el billete, por su propio éxito, pero casi nadie piensa por qué medios y a qué costo. Muchas empresas producen lo suyo y lo botan los deshechos al río o al aire, como si el problema no fuera con ellos. Todos vimos la sangre del matadero caer al río en el sur, y llegar al norte con ese olor fétido y mortecino que aguantan aún hoy los habitantes de las orillas desde Medellín hasta Bello y más allá. Todos vimos hasta hace unos años a Luker, la Fábrica de Licores, Peldar y Argos (por sólo mencionar algunas) con sus chimeneas echando humo de diferentes colores. Pero ni siquiera las empresas son el verdadero problema. Somos nosotros, todos los que salimos en la mañana en carros, taxis, Uber o bus sin pensar que son los vehículos los causantes del 70% de la contaminación del aire. No tenemos cultura de compartir el transporte. La mayoría de carros particulares van con solo su conductor. El carro es un símbolo de status y hay personas que lo sacan sólo a “pasear”, sin pensar que la consecuencia de un paseo la pagamos todos.
Pero además de que no contribuimos desde nuestra actitud individual, tampoco respondemos desde un rol de ciudadano. Somos pasivos y tolerantes con camiones, volquetas y a veces hasta automóviles que van dejando una estela negra imposible de respirar por las calles. Nadie se explica para qué sirve entonces la revisión tecnomecánica obligatoria. Tampoco exigimos a los camiones que hacen descarga en locales, que mientras realizan esta actividad apaguen el motor. Nadie se queja porque en los peores tacos se filtren vehículos que sólo llevan publicidad. Además, no nos gustan los proyectos de peatonalización, o de cesión de un carril de la vía para un transporte público. No respetamos las cebras ni privilegiamos al peatón o a las bicicletas. No nos gusta tener que pagar por parquear en el espacio público y odiamos los peajes. En pocas palabras, no queremos favorecer ninguna de las iniciativas que podrían comenzar a regular la contaminación del aire. Cambiamos sólo a las malas y con medidas de fuerza, pero no hacemos ninguna propuesta, no iniciamos ninguna acción por nuestra cuenta.
Últimamente he leído en medios que le echan la culpa al alcalde, al gobernador y al director del Área Metropolitana. Desde luego que ellos son las autoridades que deben actuar primero y dar ejemplo, brindando políticas y programas que propicien el cambio; pero convénzanse de que ellos no son los culpables. Ellos empezaron en sus cargos hace 3 meses. Si a los ciudadanos no empieza a dolernos este bello valle, que alguna vez fue llamado tacita de plata, vamos a seguir viviendo en el peor aire de Suramérica, muriendo lentamente como si fuéramos fumadores empedernidos de nuestros carros, nuestros afanes personales y nuestras ansias de “desarrollo”.
Lo que me gusta de este problema del aire, es que a diferencia de otros problemas sociales como salud y educación, son universales y plenamente democráticos. La toxicidad del aire no excluye, nadie se queda por fuera, nadie recibe mejor aire que otro, nadie puede comprar un aire privado o nuevos pulmones, por lo que todos somos vulnerables. Al mismo tiempo, este problema no permite que un caudillo venga a salvar al resto. Una sola persona no puede mejorar el aire. Una sola persona no puede hacer que deje de llover en Semana Santa. El pico y placa durante todo el día puede contribuir, pero considero que se deben generar incentivos, más que restricciones, para fomentar una transformación social.
Sólo entre todos y con un cambio colectivo de cultura ciudadana, como si fuéramos cardumen y no individuos, podremos ver la diferencia. No hay otra salida, al menos no por ahora. Por esto, limpiar nuestro aire es la causa perfecta, en el sentido en que nos exige unirnos como ciudadanos más allá de las ideologías porque nos hace interdependientes: nos obliga a entender lo conectado que estamos y cómo las causas de uno son las consecuencias de otro y lo insostenible que se vuelve nuestro sistema si nadie piensa más allá de su propio interés. Entre más rápido afrontemos la realidad y comencemos a resolverla, menos tiempo estaremos ahogándonos en nuestras propias emisiones. Es hora de que nuestras calles empiecen a cambiar, es hora de que salgamos todos a cambiarlas!
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