Cuando nos referimos a palabras como “bondad” o “caridad” es difícil imaginarnos que pueda surgir un hecho perjudicial, tanto para los que la reciben, como para quienes ejercen dicha acción, debido a que como individuos, y a pesar de no generar algún lucro económico de la caridad, si tenemos un incentivo posterior que se acerca más al bienestar o a la satisfacción emocional que nos produce ayudar a otras personas. Claro está, siempre y cuando estas acciones respeten su naturaleza voluntaria, puesto que algunos utilizan medios coercitivos para obligar a las personas, aun sufriendo necesidades, a cumplir con sus caprichos de bondad.
Desde nuestra génesis hemos encontrado un sinfín de estos caudillos que han levantado su voz en virtud de las necesidades de los menos favorecidos, ya sea en defensa de los derechos, empoderando a cierta parte de la población o, incluso, abogando por la supremacía racial; estos “líderes” han maleado una multitud de sus seguidores para ejercer presión sobre lo que hoy llamamos voluntad popular, ponderando el bienestar general sobre las libertades y el bienestar individual.
Los caudillos en mención ostentan de poseer una moral superior al grueso de la población, y apelando a la persuasión por medio de las emociones, terminan imponiendo su voluntad mediante leyes, decretos o mandatos que crean impuestos y programas de transferencia monetaria o de beneficencia estatal que, en última instancia, socavan la libertad y el poder adquisitivo de los contribuyentes, puesto que sobre ellos(nosotros) recae una presión tributaria insostenible que elimina cualquier incentivo que pueda tener el ser humano para luchar por su bienestar, haciendo uso de la redistribución de la riqueza y dejando atrás la creación de la misma.
Esto, como hemos visto antes, lleva a lo que Franklin D. Roosevelt llamaba la degradación moral del ser humano, ya que en el ambiente de incertidumbre nacido gracias a las decisiones de tal verdugo moral, cada individuo termina por creer que está bien vivir a costas del esfuerzo del prójimo, y en la medida que pasa el tiempo, esta visión de sociedad se va arraigando en las costumbres y las leyes positivas; algo que, indefectiblemente, conduce a que los ciudadanos dependan tanto social como económicamente de ese Leviatán que llamamos Estado y del totalitarismo.
La bondad, sin duda, es uno de los principales valores que debe tener toda civilización. Sin embargo, cuando tenemos a estos iluminados morales que dicen conocer las necesidades de todos los agentes de la sociedad y les entregamos las herramientas para ejercer esa bondad, terminan por limitar todas y cada una de las libertades que poseemos, utilizando el monopolio de la violencia para alcanzar los objetivos que, según ellos, son los mejores para la nación; ello con el riesgo de que si llega a fallar en su Plan de Gobierno dicha bondad desmedida, los únicos perjudicados serán los ciudadanos de a pie, los ciudadanos de bien.
Como ciudadanos es menester ejercer una veeduría constante sobre nuestros funcionarios públicos, sobre nuestros políticos, y más aún, sobre aquellos que gozan de esta bondad desmedida… de esta bondad excesiva.
Este artículo apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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