Krampus: un relato aún latente entre la luz y la oscuridad de la navidad precristiana

Una noche casi silenciosa y apacible abraza las montañas de algún poblado cerca a los Alpes. Un pueblo o una agrupación de casitas que parecen apelmazar la montaña se pierden en una gélida oscuridad sin fin. Es una oscuridad blanca, con cúmulos de nieve regados a lo largo del piso, de los techos, de los ornamentos, los postes y hasta sobre la misma montaña. Lo único que parece escucharse es el leve sonido de las ventiscas polares rebotando contra todas las edificaciones. Se presentan como soplidos terroríficos, silbidos que suenan en la oscuridad y que parecen anunciar el inicio del fin de los tiempos. En la intranquilidad pacífica del ambiente, empieza a escucharse el sonido de unas pesadas cadenas que se arrastran a lo lejos, que hacen eco y retumban en todo el lugar. El resonar de las cadenas es cada vez más estridente, punzante a la par de bramidos de un animal gigantesco que las trae consigo después de haber recorrido un largo camino. Ahora sólo hay ruidos de metales que se zarandean sobre placard, cadenas que se agitan por los movimientos de algo violento que ahora está suelto y que, como un vil engendro, va corriendo y estragando todo el lugar. Más bien ya no es uno, sino varios. Sí, se trata de una invasión bestial, de muchísimas fieras que han invadido el lugar. Se trata de algo parecido a una legión de demonios salvajes que acechan la carne humana, que buscan encontrar a algún desgraciado dentro de las personas ausentes en este pueblo casi fantasma. Parece más una desafortunada noche de Walpurgis que alguna noche común de diciembre.

Las imágenes en la oscuridad pueden resultar distorsionadas, algo engañosas. Entre este infinito desierto de oscuridad, silbidos apocalípticos, cadenas estridentes y demonios sueltos sí podría haber algún rastro de luz; aunque tenue. Las casitas. Las casitas parecen estar iluminadas en su interior, parece que aún preservan un fuego y una calidez tenue que, si la comparamos con la escala de la inmensidad en las pequeñas cosas, pasa a opacar completamente todo lo que está sucediendo en la frialdad de la intemperie. Sí, la bestia está afuera acechando, tomando, destruyendo y matando mientras se agazapa en la oscuridad. Pero es una noche de navidad. Nada debe arruinar una noche de navidad. La celebración debe continuar pese a la inminente locura que amenaza con tomarnos, llevarnos a lo más profundo del abismo sólo para despedazarnos. Sólo debemos posar frente a la ventana, mirando todo a la par de la fiesta. O por lo menos de este principio parte de la presencia del Krampus como una figura poco nombrada pero siempre presente en las celebraciones navideñas. De cómo la luz y la primavera se esfuerzan por perdurar entre las tinieblas del invierno.

La presencia del Krampus, o de una figura demoníaca que puede resultar algo paradójica en la concepción navideña de algunas culturas, resulta sumamente interesante en este caso porque podría abrir algunas brechas sobre el trasfondo de la navidad. No siempre pudo haberse tratado de una víspera en la que una entera alegría, devoción, generosidad y júbilo se entregan de una forma gratuita sólo a partir del nacimiento del redentor judeo-cristiano. Tratar un símbolo como el Krampus, que yace en la oscuridad de las raíces de esta celebración, genera precisamente un juego a partir de una lógica de lo que eran las fiestas de la navidad precristiana en los pueblos germánicos. Siempre se ha tratado de un juego que es menester captar desde la navidad entendida como un baile que celebra e incentiva el florecimiento de la vida sobre los días más oscuros del año, cuando las largas noches de invierno evocan el decaimiento y la devastación de la vida comprendiendo que, los períodos equinocciales de sol pleno a lo largo del año se ven siempre mitigados por un ciclo de oscuridad de cinco meses. La ausencia de luz durante este ciclo del año creó el espacio más acogedor para las sombras que habitan en los sueños de los pueblos antiguos.

A propósito de Yule y Navidad: su lugar en el año germánico (1899), la verdadera fiesta navideña del solsticio de invierno (Yule) se prestaba generalmente para dos propósitos simultáneos dentro de lo que eran tres días de celebración, bebida descontrolada y sacrificios para saciar la sed de sangre los Dioses. El primer propósito era despedir una etapa de luz y florecimiento que iba muriendo poco a poco, a lo largo del año, dando paso al invierno como un estado de muerte total. Una época en la que era necesario disponerse no sólo para recibir el solsticio, sino para aguardar por entes tanto mundanos como sobrenaturales que recobraban sus fuerzas para visitar y hacer estragos en el mundo de los hombres. El segundo propósito se sustenta en este acto de aguardar dentro de una época final y crucial para el equilibrio del universo. Yule en este caso venía siendo un canto que se mantiene en la adversidad del hielo y de los espectros. Se trataba de una búsqueda por un equilibrio mientras los Dioses del sol y la primavera dormitaban, esperando a marzo (Ostara) para florecer una vez más.

Sin embargo, el hecho de que los pueblos germánicos se esforzaran de mantener la alegría y la esperanza como estandartes de la primavera mediante las fiestas de invierno, no significaba directamente que tales entidades que encarnan lo abyecto del corazón humano se ignoraran. Como algo propio de estos pueblos, la presencia de lo oscuro y lo abominable es algo que nunca ha tratado de negarse ni de ignorarse; inclusive hoy. Por esta razón, el relato del Krampus como contraparte de Papá Noel e hijo de los espectros germánicos logra mantenerse hoy en la tradición decembrina de los pueblos centro-europeos. Sólo que, para desenmascarar esta entidad es necesario hablar de quien podría ser su versión más primitiva: Grýla, o la reina islandesa del horror navideño.

El relato que antecede al Krampus es la leyenda de una especie de Circe ogro que, básicamente, suele salir cada invierno de su cueva en las zonas rocosas y volcánicas del Dimmu Borgir para raptar niños y adultos que se portan mal con el fin de preparar un estofado navideño con sus cadáveres. No obstante, la existencia de la misma Grýla como ícono escandinavo que se despliega de lo que podría ser una creencia muy antigua y germánica, podría ser la esencia de lo que es la profundidad sobre la cual se erige Yule. Básicamente, Grýla siempre ha sido una especie de deformación y representación de lo que es la Hela de la mitología nórdica, quien habita Helheim o el mundo de los muertos indignos. Hela es simplemente la personificación misma de lo irracional, de lo enigmático e impenetrable para el hombre. Es la maestra y ama de lo oscuro, que amenaza constantemente al ser humano con el desorden de lo trágico, con el caos y la destrucción que antecede al orden de la nada. Un caos que reina en su mundo de muertos e impotentes que sólo son alimento para sus dos mascotas. Sólo que Hela, siempre presente para recordarle a los hombres pese a qué es necesario celebrar el solsticio de invierno, ha pronunciado más su inmanencia al trasladarse a las montañas o volcanes europeos y también ha ido tomado diferentes formas, permaneciendo en el tiempo para algo más que castigar niños maleducados y personas pérfidas. Quizás está ahí cada cinco o veinticuatro de diciembre para mostrar una cara que es propia de la naturaleza humana pero que es difícil reconocer. Esta forma de Hela o Grýla, de la profundidad irracional en cada ser racional que habita la tierra, es ahora la que se empieza a identificar como Krampus.

El Krampus ahora, se presenta como el hijo de una tradición pangermánica que intenta mantenerse en pie ante las inclemencias de los tiempos y los santos en la edad media. Ahora la reina de los hielos vendría a tomar el cuerpo de Satán para reencarnar tras su supuesta muerte. Cuando el solsticio de inverno dejó de ser Yule para convertirse en la celebración de la natividad del dios cristiano, o celebraciones en honor de la obra y muerte de algún santo, el espíritu de las profundidades se demonizó y empezó a caminar tras la sombra de San Nicolás. Según algunos textos como El primer libro de la Alemania occidental (1919) o El Krampus y la oscuridad navideña: las raíces y el renacimiento del mal folclórico (2016), se piensa que desde la tradición feudal alpina se empezó a hablar de una figura similar al demonio que castigaba, secuestraba y atormentaba niños a la par de que Santa Klaus daba recompensas y regalos. Como poseedor de facciones diabólicas, tales como los sabidos cuernos, patas de carnero y una lengua larguísima, desde hace algún tiempo se ha dicho que el Krampus está principalmente para reprender a los niños desobedientes, llevándoselos a una cueva o al infierno para colgarles de las puntas de los dedos gordos de los pies, o de las orejas, para luego azotarles con unas varas de abedul antes de devorarles.

Aunque lo anterior designe claramente una primera relación con la leyenda de Grýla, en cuanto a la conducta demoniaca de torturar niños antes de comérselos, lo cierto es que el verdadero sentido de la presencia de este demonio de las nieves está realmente justificado en una segunda creencia. En un segundo supuesto de aquello que puede suceder si se olvida mantener la primavera, la efervescencia de la fiesta y de la alegría en el frío lúgubre del invierno. Se trata de algo que podría invocar al Krampus, a la garra que asciende del abismo para tomar y sumir todo lo vivo entre el caos, el sufrimiento y la nada tras la pérdida de toda esperanza.

La creencia de que el Krampus aparece cuando la zozobra, el egoísmo, el odio y la falta de jovialidad reinan en los corazones humanos, surge de una idea de equilibrio fuera de la tradición cristiana. Esta idea que vale la pena recordar aquí, y que por supuesto va más allá de una noción judeocristiana de recompensa-castigo, es la que otorga al Krampus un verdadero valor y lugar en las celebraciones navideñas que no sólo se estanca en lo que podría ser una figura netamente satánica. Esta entidad siempre ha estado presente en las culturas alpinas, mientras empieza a ser ampliamente reconocida en la cultura americana, por el hecho de que en sí misma representa el propósito y el valor intrínseco de la navidad. El Krampus está para recordar que el hecho de festejar variadas celebraciones a lo largo del último mes del año, no estaría ligado a una infinita noción de recompensa gratuita que se ve reflejada en la entrega de regalos, ni mucho menos en la prolongación de un eterno sacrificio de un ícono inmolado que nos salvó de los interminables y desconocidos males del mundo. El Krampus es un espejo, un reflejo propio de algo que podríamos llegar a ser o que somos, del desorden, de la irracionalidad y la maldad que hace parte de nosotros; pero que no nos impide florecer como buenos seres. Que nuestra primavera surge en virtud de nuestros inviernos, y que eso, merece ser reconocido por el hecho de que celebrar un Yule perdido después de siglos y siglos de cristianismo es también celebrar la vida.

Sea desde el reconocimiento de una leyenda europea que se está haciendo popular con la masificación de nuestros días, o sea la comprensión neta de este cuasi demonio como fenómeno cultural dado a las alegorías del invierno y a los males humanos que simbolizaba la llegada del invierno para los pueblos pangermánicos, lo cierto es que el Krampus ha ido haciéndose notorio para captar nuestro interés sobre alguna verdad terrorífica en ‘la época más alegre del año’. Quizás nos interesa la figura de un demonio que corre borracho, arrastrando cadenas en los pueblos y en plena navidad, por el hecho de que en el fondo sorprende saber que podemos gozar y celebrar la vida abrazando el terror mismo.

Ante esto, ya no es de mucho interés que el frío congele nuestros pueblos y nuestras montañas. Que la noche se presente densa y confusa. Que las criaturas que acechan a lo lejos se escuchen en la oscuridad, ni que sus chillidos, ni sus sonidos de animales agonizantes y furiosos se presten como combustible para nuestras imaginaciones siniestras. Las luces interiores, que se erigen como estrellas en la oscuridad del firmamento, siempre estarán guardando la verdad. Una verdad que el Krampus, desde el exterior, observa impávido y díscolo sin acercarse, pero sin dejar de acechar.

Julián Moreno Galvis

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