Fue en esta misma esquina donde empezó nuestro asombro juvenil por el centro de la ciudad, cuando tuvimos la osadía de salir solos, luego del colegio, contigo, los compañeros del salón y esas minifaldas de uniforme que semejaban cinturones anchos, epicentro de unas piernas monumentales que iban en contravía de la sensatez.
Mis primeros recuerdos contigo van dibujados con estas mismas calles y nuevos embelesos. Aquí, en este punto de La Playa, empezaba un recorrido mágico que había estado guardado para estos afectos milenarios que ahora concentro en vos y que van en proporción directa a los años con los cuales la ciudad y nosotros vamos creciendo, como uno solo, órganos vivos que en mutualismo perpetuo reinventamos la vida.
Te lo dije esa tarde: las calles del centro de Medellín tienen nombres de batallas, y casi todas ellas van a morir, indefectiblemente, hacia el Parque de Bolívar. Y fue aquí donde empezamos a librar nuestras propias batallas de amor, no las del cuerpo ni del corazón ni de la mente, sino las de la persistencia de la memoria, que es el único amor que te mereces, porque a ti como a la ciudad hay que amarlas por todo lo que representan y no por sus manifestaciones individuales.
Ya no estaba en la esquina el Teatro Junín, que vimos pasmados en fotos ya solo como un recuerdo, y en su lugar se iban levantando pisos y pisos de cemento del Edificio Coltejer, que permitió en el entretanto la exhibición de la Bienal de Arte de Medellín, un llamado a la rebelión de las costumbres que nos grabó nombres que luego estarían en perpetuo movimiento de la memoria: Grau, Botero, Caballero, Morales, Obregón, Rayo, todos exponentes de una nueva forma de ver la vida, que para nosotros, entonces, también iban acompañados de la falta de alimento por ir a ejercer el verbo que ya nos atrevíamos a conjugar en todos los tiempos: juninear.
Era a la salida del colegio cuando se armaba ese amasijo de voluntades por explorar los ignotos recintos donde los adultos hacían maravillas que nosotros, adolescentes aún, apenas alcanzamos a intuir, más por la audacia y la rebeldía que por una vocación genuina de conocimiento. De La Playa hasta el Parque de Bolívar, unos pocos metros donde todo parecía diferente en pleno centro de Medellín; se percibía un ritmo diferente, unos tiempos más pausados en el andar y el mirar de las personas, con los mismos habitantes que dos cuadras antes deambulaban taciturnos, antes de esta angosta calle con aire bohemio que invitaba a una nueva dimensión del habitar de la ciudad.
Fue nuestra primera aproximación a la elegancia: lo que había en Junín parecía originario, incluidos los descomunales buñuelos de Fuente Azul, que para morderlos por primera vez había que desencajar completa la mandíbula. Pero ese no era nuestro propósito de invasión bárbara al pleno corazón de Medellín. Ahora que estamos en el comienzo de este otoño existencial, con tantas ausencias y tantas vivencias a cuestas, tomar el algo en Versalles sigue siendo una provocación. No tanto por la empanada argentina, sino por ese discreto encanto de las teteras con café y leche para un autoservicio distinguido, que entonces, muchachos, nos hacía sentir residentes de una nueva versión de la vida.
Éramos jóvenes y todo nos lucía, total que ahorrar un mes entero para ir de ronda por Junín, con la mira puesta en Versalles, era la justificación de una buena porción de la existencia, siempre que estuvieras a mi lado, como todos estos años, como todos los que faltan. De esa época en que construimos nuestros recuerdos de Junín, data esa mirada entre vigilante y tierna de don Leonardo Nieto, un argentino que vino a conocer el lugar donde murió Gardel y nunca regresó a su país, para ser desde entonces uno de los mejores ciudadanos de Medellín, a la que le ha regalado desde la Casa Gardeliana hasta el Festival del Tango. Y aún nos mira, socarrón el viejo, como si fuéramos testigos de su arraigo entre malevos.
Y después del algo, por consenso, me podía liberar un poco de tu mirada para concentrarla en mi otro propósito complementario de vida, después de ti y contigo, pues la mejor parte del recorrido, del junineo, era el ida y vuelta entre La Playa y el Parque de Bolívar, y de paso en paso dar con el centro de la galaxia, ese mágico encuentro con uno mismo, con su ignorancia y un apetito diferente al del estómago. Porque en Junín era obligado, para nosotros, hacer escala sin relatividad de tiempo en las librerías de esta calle angosta y pertinaz.
La Librería Marín solo de paso, un abrazo por la cintura y el pretexto de mirar hacia los estantes repletos; en la librería de los Restrepo siempre entramos, un beso entre los anaqueles y tu ternura hacía el resto. Pero en la Librería Continental, que tuvo su origen aquí en Junín, mucho antes de que se trasladara con sus asombros ecuménicos hacia Palacé, se forjó el escenario natural para este amor profundo que hemos ido construyendo contigo y la ciudad. Pacho, el inefable Pacho García, con más cara de niño que nosotros, el discípulo preferido de don Rafael Vega Bustamante, fue desde entonces nuestro librero celestino, de amores y saberes.
La Librería Continental, en su época de Junín, tejía un entorno extraño para todos los que entrábamos en sus aposentos sagrados. Había de todo en medio del olor erotizante del papel (único que compite con el tuyo) y las primeras oportunidades de ver cientos de libros con la pasta hacia arriba, porque hasta entonces las librerías de Medellín parecían más bibliotecas, con estantes llenos de sabiduría y placer pero vistos solo desde el lomo, pero aún así la cuota inicial de lo que sería nuestra vida compartida. Dijiste que te encantaban mis lecturas, las narraciones propias que hacía para ti de todo lo que iba descubriendo a través de las palabras. Y solo por esa mención quedé atado a ti desde entonces, pero también a esta ciudad que, como tú, va siendo más bella con los años que asimila.
Te invito a comer moros con jugo de mandarina en el Astor, mientras te cuento que Pacho García ya no vende libros pero será librero hasta su muerte. Y que en el Junín de ahora empieza una remodelación de formas para hacerla más acorde con la nueva realidad urbana, para buscar traer nuevos habitantes a sus espacios llenos de historia pero nunca de nostalgia. Y aunque extrañe los perros de El Colmado y aún me desmesure con los helados de Fuente Azul, del Junín de entonces, como el de ahora y el de todo, me ha importando más tu compañía, porque te repito que una ciudad no se concibe sin sus amores, ni los amores con la escenografía propia donde nace y crece, que para nuestro caso es esta ciudad incomprendida donde todo es posible.
Digan lo que digan, esta calle tiene la extraña vocación de que su mejor día siempre es aquel en el que uno atraviesa su paisaje, sobre él y alrededor de él. Porque finalmente la magnitud de Junín no está construida de ayeres sino de mañanas y en su espacio mágico hay una invitación permanente a mermar el agite, a bajar el ritmo, a percibir una parte de la ciudad que tiene tanto de nosotros como nosotros de ella. En esa adolescencia nuestra decorada de Junín, en cumplimiento de esta promesa de amor que nos pasó por la literatura, por la música y los saberes, que nos hace mejores ahora que entonces, he encontrado en las palabras de Lawrence Durrell la mejor descripción para nosotros: “Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes”.