El Libro de Job, una de las porciones más bellas y filosóficas del Antiguo Testamento, es quizás quien mejor muestre la desorientación del pueblo hebreo ante la posibilidad real de pasar al olvido; pero además el texto principalmente interpela acerca de la naturaleza de Dios y los límites que lo constituyen.
Si bien la tradición atribuye la autoría a Moisés, según los exégetas probablemente haya sido escrito entre los siglos V y II a. C., en tiempos posteriores al exilio, planteando el conflicto de aquella nación judía que habiendo sobrevivido al cautiverio en Babilonia debía ahora reinventarse.
En II de Samuel 7: 12-16 Yahvé le había prometido al rey David que su trono sería eterno. Sin embargo, nada de eso sucedió. Tiempo después, los ejércitos del rey Nabucodonosor II acabaron con el reino de Judá llevando a los sobrevivientes al destierro. La dinastía davídica, la tierra de la promesa, la cuidad santa y el templo salomónico eran estandartes en ruinas. ¿Acaso Dios se equivocó? ¿No era aquella realidad histórica una muestra de la impotencia divina?
Era inadmisible reconocer “el error de Dios”, por ello se prefirió comprender la situación como fruto del pecado. Así nace el edificio conceptual de las sagradas escrituras hebreas. Desde este punto de vista, la Biblia fue pensada entonces, no para la salvación del hombre sino para salvar a Dios. Aceptar que “juega a los dados” con su pueblo elegido hubiese sido lo mismo que aceptar su falibilidad.
Por dicha causa, el Libro de Job viene a ser un tipo de respuesta a aquella sociedad atravesada por las dudas, repleta de interrogantes ante una crisis de fe. La obra comienza con un nuevo pacto, no entre Dios y los hombres, sino entre Dios y Satán. Ahora el mal tenía tanta ontología como el mismo Yahvé. El diablo propone quitarle al bueno de Job todas las riquezas suponiendo que así abandonaría el camino correcto. No obstante, a pesar de sus padecimientos siguió fiel y Satán se vio derrotado. ¿Serían los israelitas igualmente fieles ante la catástrofe? Al final de la obra, en un largo monólogo, Dios prorrumpe con una apología de su potencia ilimitada. Pregunta a los mortales: “¿Dónde te hallabas tú cuando fundé la tierra? Infórmame si conoces el entendimiento”.
La famosa versión de “Fausto” de Johann Wolfgang von Goethe, comienza también con un trato entre El Señor y Mefistófeles, una entidad nefasta del folklor alemán. A diferencia del episodio bíblico, el Doctor Fausto cede ante las tentaciones al ser seducido por sus propias pasiones. En la Biblia, Satanás pide las almas para llevarlas a su perdición; en la obra del autor de “Werther”, El Señor las entrega para iluminarlas a través del mal.
Tanto la explicación sobre el mal en el judaísmo postexílico, que intenta arrojarlo lo más lejos posible, como en el proyecto romántico germano que propone que el lado tenebroso es imprescindible para erigir el bien, ambos, sin duda pueden ser interpretados a través de una mirada psicológica.
Es en este sentido que Carl G. Jung, tomando estos dos arquetipos, los utiliza como metáfora para explicar su teoría acerca de la construcción de la personalidad y de la batalla psíquica por constituir el “self”. Recordemos que para el ocultista suizo era esencial el reunir los antagonismos: la sombra con el yo y la imagen anímica con la máscara social.
En “Psicogénesis de las enfermedades mentales” Jung hace una exploración de la trama del Fausto. Este, un hombre racional hace un pacto con el demonio para obtener el amor de Margarita, sin embargo, no pudo manejar las oposiciones cayendo en las fauces de la irrazón: lo que representaba el padecimiento de la modernidad que ve imposible que la ciencia positiva participe de la espiritualidad. El texto de Goethe, dentro de esta apreciación, parece mostrar el drama fáustico del cristiano y del científico que no logran unirse en un solo concepto e individuarse.
Goethe era hijo de aquel idealismo que atravesó a los grandes poetas románticos. No olvidemos tampoco que era la época de ingentes avances tecnológicos a la vez que el descubrimiento de otras culturas a través de la aventura del colonialismo. Rumores y leyendas de santos e iluminados de la India, de China y de Japón, de aquellos que podían otorgar a Occidente un marco nuevo, el mensaje de la totalidad cósmica, ilimitada ante el racionalismo extremo.
Siguiendo con la visión de Jung, en el ensayo “Respuesta a Job” analiza también que la tragedia ilustrada es, en última instancia, similar a la desdicha del personaje bíblico. No puede incorporar el cálculo con el espíritu. Dios es totalmente bueno y el Satán es totalmente malo. Fe y razón continuaban disociadas. Tanto uno como otro necesitaban del hombre, en este caso de Job, porque el humano es ambiguo, complejo, porque la búsqueda de conciliar los opuestos se da en su materia psíquica caída del mismo modo que en el drama de los sopladores. Esta era la impotencia del Supremo y, por supuesto, la del diablo. Por ello Dios decide hacerse hombre en la persona de Cristo, para incorporar su sombra. Pero fracasó. He aquí que Cristo era sin pecado. Seguía separado de su lado nocturno. Ahora se entiende por qué piensa Jung que Dios necesita del hombre, de su naturaleza caída. Sin el mal, el bien no tiene razón de ser. Concluye que es en el misterio de la misa que al comer el cuerpo místico de Cristo él nos transfiere su santidad a la vez que incorpora nuestro pecado.
Dios precisa del hombre para existir, requiere del mal para posicionarse en el lugar favorable del bien. Nada pudo hacer el Altísimo ante la decisión de Adán de preferir desobedecerlo. Solo se limitó a ser esclavo de sus mismas leyes redentoras. Está supeditado por el hombre, quien puede crearlo, inventarlo, llevarlo a la inexistencia o someterse a él.
Estas obras eternas de la literatura universal hoy cobran una importancia capital para pensar el mundo que nos tocó en suerte. Pero por otra parte hay que ser muy cautos en su lectura. Jung, quien simpatizó con el régimen nazi, llegó a pensar que el nacional socialismo era necesario para que la humanidad incorpore su sombra y así poder lograr la compensación civilizatoria que le faltaba.
Ante la muerte de la historia y del sujeto, las búsquedas por la integración de los opuestos puede que asuma perspectivas funestas que terminen llevándonos a más ruina. Por otra parte, el capitalismo avanzado no puede integrar los arcaísmos religiosos tan difundidos en nuestro siglo. Por ello, y a causa de su incomprensión, la humanidad dentro de un proyecto profundamente individualista sigue huyendo al seno de una deidad virtual, y los que prefieren regresar a los pies de aquel Dios concreto de la antigüedad descubren que es tan inexistente como lo que sostiene a la era digital, por ello tal vez se radicalizan, y antes de aceptar semejante vacío prefieren predicar la destrucción del mundo, cuando no, llevarla a cabo.
En verdad parece que nos estamos descubriendo tan solos como Job o como el Doctor Fausto, arrojados a nuestros interrogantes más profundos, siendo presas de nuestras pasiones más inconfesables; atrapados en una sociedad donde lo único que parece quedar es un tipo de mal que, mezclándose con un extraño tipo de bien surge de su transmutación una especie de moral débil, una verdad incierta, un tiempo sin futuro y un Dios que, aunque cueste aceptarlo, hace rato que se ha ido del mundo.
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